viernes, 7 de noviembre de 2008

Santa María De Las Flores Negras

Hernán Rivera Letelier
Scan y Revisión: Spartakku
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PRIMERA PARTE
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Señoras y señores
venimos a contar
aquello que la historia
no quiere recordar
«Cantata Popular Santa María de Iquique»
Letra y música Luis Advis
Interpretes: Quilapavún
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Sobre el techo de la casa, recortados contra la luz del amanecer, los jotes
semejan un par de viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los
bolsillos.
Estáticos como figuras de veletas, y nimbados por un vaho de
podredumbre, parecen dormir hondamente uno junto al otro. Sin embargo, cuando
desde el interior de la vivienda, por un forado en el techo, les son arrojados los
primeros trozos de carnaza, enarcan nerviosamente sus cabezas coloradas y,
emitiendo sus guturales gruñidos de aves carroñeras, se dan a una barullosa
rapiña sobre las planchas de zinc.
Mientras oye el raspilleo de las garras resbalando sobre las calaminas,
Olegario Santana, aún en camiseta, termina de devorar su propio trozo de carne
sangrante, acompañado de una porción de cebolla picada como para pavo, como
dice su amigo Domingo Domínguez. Después, tras beberse un tacho de té bien
amargo, acerca el rostro a la cocina de ladrillos y enciende su segundo Yolanda
del día (el primero se lo fuma en la cama y a oscuras). Acodado en la mesa
desnuda, deja pasar entonces los minutos que faltan fumando
parsimoniosamente, mientras contempla el rostro de la mujer dibujado en la
cajetilla de cigarrillos.
A sus cincuenta y siete años, Olegario Santana nunca ha visto una mujer de
verdad con un rostro tan bello como ese. Además, no entiende por qué diantres el
solo nombre Yolanda le trae la imagen de una mujer fatal, una de esas hembras
desmelenadas de pasión que evocan los viejos en las calicheras mientras trituran
piedras bajo un sol tan ardiente como sus delirios. La única mujer que ha tenido en
su vida fue una viuda que conoció en Agua Santa, con la que vivió abarraganado
sin pena ni gloria durante catorce años largos, y que hacía cuatro había muerto de
la bubónica, peste traída a Iquique por «el barco maldito», como llamó la gente al
«Columbia», el vapor infectado. La mujer, una matrona boliviana diez años mayor
que él, gorda y de mal aliento, y de una mansedumbre más bien sosa (fornicar con
ella no era muy diferente que hacerlo con una oveja aturdida), se murió sin dejarle
siquiera la compañía de un recuerdo amable contra el cual acurrucar su pena de
hombre solo. Desde entonces que no comparte el cilicio de su colchón de hojas de
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choclos con nadie, y en el revoltijo triste de su casa desgobernada se cocina
voluntariamente al fuego lento de su soledad llena de polvo; meticulosa soledad
ahora último mitigada en parte por la compañía peregrina de sus dos jotes
domésticos, avechuchos tan agrios y silenciosos como él mismo.
Catalogado de huraño y hombre de pocas palabras, nadie en verdad sabe
mucho del pasado de Olegario Santana. Un corvo de acero que usa para pelar la
mecha de los tiros, y que más de una vez ha empuñado en alguna pelea de
trabajo —muchos aseguran por ahí que ya se ha desgraciado con más de un
cristiano—, hace pensar a los demás calicheros que combatió en la heroica
campaña del 79. Pero él nunca dice nada al respecto. Y tampoco pertenece a
ninguna de las sociedades de veteranos de guerra que proliferan en los pueblos y
en las oficinas salitreras. Admirado como uno de los mejores particulares de San
Lorenzo —nadie le puede competir con el macho de 25 libras—, lo único que se le
ve hacer día a día es explotar, triturar, acopiar y cargar piedras de caliche con una
consagración y una porfía de penitente malo de la cabeza. Pocas veces se le ha
visto arrimado al mesón de la fonda, y nunca en los bailes y veladas artísticas del
salón de la Filarmónica. Cuando bebe lo hace encerrado en su casa. Tiene dos o
tres amigos personales y un solo traje dominguero: un terno negro en cuyo bolsillo
del chaleco se extraña el relampagueo de la leontina de oro, adminículo lucido con
gran pavoneo por los pampinos. Nadie sabe en qué se gasta lo que gana. El único
malbaratamiento que se le conoce públicamente son los cuarenta Yolandas que
se fuma al día, y que le tienen los dientes y sus negros mostachos de alambre
manchados de nicotina.
A las seis y media de la mañana, ya vestido con su cotona de trabajo y sus
pantalones de diablo fuerte encallapados por los cuatro costados, Olegario
Santana se cala su sombrero de pita, se cuelga la botella de agua al hombro y
sale tranqueando rumbo a la calichera. Afuera el cielo ya se ha metalizado de un
azul opalescente y, a juzgar por la calidez del aire y la luminosidad del amanecer,
el día viene caluroso como el diantre. Al verlo asomar en la calle, los jotes
emprenden el vuelo desde el techo y lo siguen hacia el trabajo planeando en
lentos círculos sobre su cabeza.
La oficina San Lorenzo, del cantón de San Antonio, está conformada por el
Campamento de Arriba y el Campamento de Abajo; y la casa de Olegario
Santana, construida, como todas las casas de los obreros, de calaminas
aportilladas y palos de pino Oregón, está ubicada en el último número de la última
calle del Campamento de Abajo. Más allá sólo se extiende la soledad infinita de
las arenas y la ilusión fatídica de los espejismos del desierto.
A poco de adentrarse en la pampa, algo le parece extraño al calichero. Con
los sentidos engrifados, se detiene a mitad de camino. Mientras gira lentamente en
círculo auscultando señudo la redondela del horizonte, saca, enciende y exhala el
humo grisáceo de otro de sus Yolandas arrugados. El silencio mineral de los
cerros le resuena más agudo que de costumbre. Sus oídos no perciben el chirriar
de las ruedas de ninguna carreta calichera, y la sombra de ningún trabajador se
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recorta en los senderos polvorientos. Tras una segunda pitada a su cigarrillo,
rehace su camino, cavilante. Algo no encaja bien en la carreta del día. De pronto,
casi llegando a las primeras calicheras, un grupo de hombres se le aparece desde
unos acopios y rodeándolo y mirándolo con recelo, le espetamos hoscamente que
si acaso el asoleado del carajo no sabía que ayer en la noche se declaró la huelga
general en San Lorenzo. «Ayer, martes 10 de diciembre de 1907, año del Señor»,
le recalcamos guasonamente, por si el viejito de los jotes no estaba enterado ni de
la fecha en que vivía.
Olegario Santana no lo sabía.
Luego de ponerlo al tanto de los hechos, lo conminamos, como a todos los
que hallamos en la pampa esa mañana, a que nos acompañara a recorrer las
calicheras instando a los demás operarios a que pararan las faenas y se plegaran
al conflicto. Después iríamos todos juntos a la Administración a pedir aumento de
salario. Que en esta huelga nadie podía tomar balcón. Que mientras más tumulto
viera el gringo del carajo frente a su puerta, tanto mejor para el movimiento. «Por
consiguiente, hasta los jotes nos sirven para hacer número», dijo, mirando hacia el
cielo y soltando una ronca carcajada, el mayor de los hermanos Ruiz, operario
reconocido públicamente como uno de los más indóciles y ariscos de la oficina
San Lorenzo, y que estaba entre los que lideraban la huelga.
Visiblemente sorprendido, Olegario Santana mira a los hombres uno a uno
y a la cara. Salvo a algunos que trabajan en las calicheras de por ahí cerca, a la
mayoría los conoce sólo de lejos. Aunque de él, por lo visto, sí saben, pues le han
sacado a colación los jotes. Calmosamente, entonces, da la última pitada a lo que
le queda de su cigarrillo y, refunfuñando que él no es ningún guarisapo
rompehuelgas, se cambia de hombro la botella de agua y se va con ellos a
recorrer las calicheras que faltan.
Arriba, en el cielo, dejándose llevar cada vez más alto en las corrientes de
aire tibio, los jotes comienzan a alejarse hacia el interior de la pampa en busca de
carroña, mientras sus sombras, entrecruzándose en el suelo, van rayando la
blancura infinita de las planicies salitreras.
Fue un helado día de julio que Olegario Santana se halló a los jotes en el
interior de su calichera, cuando eran apenas un par de polluelos feos y
enclenques. Por hacerle una broma (debido a su nariz ganchuda y a su costumbre
de vestir siempre de negro, algunos lo llaman el Jote Olegario), los calicheros más
viejos se los dejaron dentro de una caja de zapatos, como regalo de onomástico.
Era día de Santa Ana. Él, un poco por seguirles la broma y otro tanto llevado por
las morriñas de su soledad penitenciaria, se los llevó a su casa. Primero les hizo
un nido en el patio y comenzó a darles de comer con la mano. Para calmarles la
sed embebía agua en motas de algodón y se la dejaba caer de a gotitas en el
pico. A contar por su exiguo plumaje, las crías no tendrían entonces más de dos
meses de vida. Después, ya un tanto creciditas, las instaló en el techo, les puso
agua en un lavatorio viejo y, por el agujero de una calamina, les comenzó a tirar
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piltrafas de carne, desechos rancios que el gordo carnicero de la pulpería le
vendía a chaucha el kilo.
Después de algunos afanosos intentos de vuelo, una mañana de sábado, al
salir al trabajo, los jotes lo sorprendieron al elevarse, al unísono, en una perfecta
maniobra de despegue. Deslizándose livianamente en el aire lo siguieron hasta el
mismo trabajo. Desde entonces y cada día de la semana los pajarracos lo
acompañan en su camino hasta llegar a las calicheras. «Por allá viene Olegario»,
dicen los demás viejos al divisar los jotes en el cielo. Por el resto del día, mientras
él cumple con su jornada fragorosa, los pajarracos se pierden detrás de los cerros
en busca de alimento. Al caer la tarde, a la hora de la puesta del sol, reaparecen
para acompañarlo de vuelta a casa. En las ocasiones en que Olegario Santana se
queda acopiando caliche hasta más tarde y llega a casa ya con noche, se halla a
los dos jotes, uno junto al otro, instalados impávidamente sobre el techo. Una
tarde, luego de una jornada particularmente dura, en que además había muerto un
operario alcanzado por una explosión de pólvora, el calichero llegó enrabiado y
quiso echarlos a piedrazos del techo. Pero en medio de la trifulca y el escándalo
de los vecinos, le fue imposible hacerlo. Los jotes se elevaban, revoloteaban un
rato y luego volvían a posarse en las calaminas, inmutables. «Usted es como su
mamá, pues, amigazo» lo jorobaron todo el resto del mes sus compañeros de
calichera.
El recorrido de los huelguistas por la pampa es fructuoso. En verdad los
operarios no se hacen mucho de rogar y en medio de un alegre chivateo van
parando las faenas y uniéndose al grupo. A mitad de la marcha, entre el obreraje
acumuchado, Olegario Santana se encuentra con dos de los pocos amigos que
tiene en San Lorenzo. El barretero Domingo Domínguez, que es casi el único que
lo visita en su casa de vez en cuando, y José Pintor, un carretero conocido entre
los sanlorencinos como un ácrata crónico, «de esos que leen el diario en la mesa»
como dicen los viejos en la pampa. Apenas Domingo Domínguez lo ve entre la
masa de operarios, se acerca sonriéndole con toda su dentadura recién
estrenada. Echándole su perpetuo aliento licoroso, le secretea que la noche
anterior se había visto en el Campamento de Arriba nada menos que a José Brigg,
el más renombrado anarquista de la oficina Santa Ana y de todo el cantón de
Tarapacá. «Esto va en serio, compadre Olegario», le dice por lo bajo.
Cerca de las nueve de la mañana, ya con el sol chorreando espeso en la
frente de cada uno, el tumulto de obreros que emergimos por el lado de las
calicheras era simplemente glorioso. Los barreteros, los carreteros, los chulleros,
los falqueadores, los punteros, los cateadores, los sacaboneros, los particulares y
todos los patizorros, o asoleados, como les decían a los que trabajaban en el
cerro, enarbolando sus herramientas de trabajo y rugiendo enronquecidos que
viva la huelga, carajo, que ya estaba bueno de tanta jodienda, que la cuestión era
ahora o nunca, ingresamos en una sola tolvanera de polvo por la calle principal de
la oficina, rumbo al edificio de la Administración. El clamoreo de la huelga copaba
el aire de las callejas de San Lorenzo y se colaba por las hendijas de las casas de
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calaminas, y su estruendo hacía abrir puertas y ventanas por donde se asomaban
mujeres y niños maravillados haciendo señas de adiós a los hombres que
marchaban con aire resuelto en la insurgente procesión proletaria.
Reunidos en la explanada de la administración, sin dejar de gritar por
nuestras reivindicaciones, oímos de pronto —y nos quedamos arrobados por un
instante de la emoción tremenda— cómo se paraban las máquinas de la planta
procesadora: los chancadores, los cachuchos, las poleas rotatorias y cada uno de
los motores, tornos y fresas de la maestranza. Y luego, de entre el silencio titánico
de los fierros, vimos emerger una sucia nube de operarios de expresión dura y
decidida. Eran los tiznados, como les decían a los compañeros que laboraban en
las máquinas. Unos viniendo hacia nosotros con sus caras, manos y ropas
ennegrecidas de alquitrán, y los otros a torso desnudo, embarrados de pies a
cabeza y caminando a tranco firme con sus fragorosos calamorros de cuatro
suelas superpuestas. Ahí estaban los derripiadores, los torneros, los herreros, los
chancheros, los acendradores, los canaleros, los arrinquines y hasta los
matasapos —en su mayoría niños de edad escolar—, gritando también, a coro y
mano en alto, que viva la huelga, carajo; que aquí estamos junto a ustedes,
hermanitos. Y hasta las últimas consecuencias. Exaltados y conmovidos,
sentíamos como si en vez de sangre nos corriera salitre ardiendo por las venas.
La policía y los serenos de la oficina, esbirros del gringo Turner, sin poder
hacer nada ante el tumulto enardecido de trabajadores, sólo se limitaban a
observar desde lejos y a tomar nota mentalmente de nuestras caras. Éramos más
de ochocientos los huelguistas reunidos en torno a los hermanos Ruiz, que no
paraban de arengarnos y darnos ánimos para que no entregáramos la oreja al
capitalismo, compañeritos; que lo que pedíamos era justo, que ya era hora de
poner coto a la explotación y a la rapiña sin control de los oficineros abusadores.
Mientras nosotros, eufóricos y vociferantes hasta la afonía, asentíamos a grito
pelado enarbolando palas, machos, barretas y martillos como las más nobles
banderas de lucha.
Se decía que los hermanos Ruiz habían oído hablar una vez a don Luis
Emilio Recabarren en el puerto de Tocopilla y que ahí se les pegó el espíritu de la
revolución. Y habían sido ellos, sin tener ninguna experiencia en movimientos
laborales, los que planearon la huelga. Sin ser agitadores de profesión, ni logreros
ni holgazanes ni inmorales —como catalogaban los salitreros a todo el que osara
levantar la voz para reclamar sus derechos—, sino unos simples operarios
explotados, igual que todos, habían llevado el trámite del conflicto con tanta
convicción y de manera tan silenciosa, que incluso muchos de nosotros, los
trabajadores, lo mismo que la jefatura de la oficina, habíamos sido sorprendidos
en gran manera por la noticia.
Y es que hacía tiempo que los obreros de la pampa veníamos realizando
peticiones salariales y sociales, no sólo en San Lorenzo sino que en todas las
oficinas de todos los cantones de la pampa de Tarapacá. Y siempre habíamos
recibido por única respuesta el desprecio de los administradores, el despido
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inmediato, sin ninguna clase de contemplaciones por la familia, y una represión
siniestra para los cabecillas de la rebelión, como llamaban ellos al acto legítimo de
pedir aumento de salario. Ahora la cosa era distinta. Se sabía, por los diarios de
Iquique, que varios gremios de embarque de ese puerto salitrero se habían
declarado también en huelga. De modo que ya no éramos los únicos. Y es que si
la carestía de la vida producida por la baja de la moneda era malo para el país
entero, para los pampinos resultaba angustiante y nefasto. El cambio de la libra a
ocho peniques nos había rebajado el sueldo en casi un cincuenta por ciento,
mientras que en las pulperías, de propiedad de los mismos oficineros, el precio de
los artículos había subido al doble. ¡Si una sola marraqueta de pan costaba un
peso enterito! ¡O sea, la cuarta parte del salario nuestro de cada día, paisanito, por
la poronga del mono!
Y todo eso le dijimos al gringo Turner cuando, luciendo botas de montar, su
cachimba entre los dientes, y ciñendo su cucaleco de safari que no se quitaba ni
para tomar el té de las cinco, se dignó a encararnos en el porche del edificio.
Resguardado por el sereno mayor que nos apuntaba con su rifle, mientras el calor
del mediodía hacía crepitar las calaminas, el gringo nos oyó como se oyen ladrar
los perros a la distancia. Endureciendo aún más la desdeñosa expresión de su
rostro mofletudo, sin dejar de masticar su cachimba, con su jodido acento
extranjero, nos dijo lo que ya sabíamos de antemano que nos iba a decir —lo
mismo que decían siempre todos los administradores de todas las oficinas cada
vez que los operarios se atrevían a pedir algunas mejoras salariales—: que él no
estaba autorizado para esos menesteres de beneficencia; que debía consultar a la
gerencia central en Iquique; que mañana, o tal vez pasado mañana, nos podría
dar una respuesta. Sólo tal vez.
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Por la noche de ese miércoles memorable, con una botella de aguardiente
bajo el brazo, ya un tanto pasado de copas y el ánimo caldeado por la jornada de
protesta, el barretero Domingo Domínguez se aparece por la casa de su amigo
Olegario Santana. Que viene a prevenirlo, le dice gravemente, mientras llena dos
vasos de vidrio grasiento, los únicos que hay en la casa. La Administración ha
echado a correr el rumor de que el pleito laboral se ha resuelto y, por lo tanto, todo
el mundo debía de salir normalmente a sus labores mañana por la mañana. Que
no hay que hacer caso a los embustes de ese gringo piturriento, le dice el
barretero, pronunciando las eses con un gracioso sonido sibilante producto de su
prótesis dental aún no ajustada del todo y que tiene que adherir a cada rato al
cielo de la boca presionando con los pulgares. Y porque ya se espera que la
respuesta de mister Turner será negativa, como cada vez que se le ha pedido
aumento de salario, un grupo de operarios de los más cercanos a los hermanos
Ruiz, se había acabildado en una casa del Campamento de Arriba, en donde, por
unanimidad, se acordó partir mañana temprano a recorrer las oficinas salitreras
aledañas. Que hay que convencer a todos los obreros para que se unan a la
huelga, carajo; que incluso se están pintando carteles con los pedidos y las
reclamaciones más importantes, y todo el mundo está dispuesto a armar la gorda
en la pampa marchando con banderas, bombos, tambores y platillos.
—¡La mecha está prendiendo que es un gusto, compadre Olegario! —se
soba las manos de contento el barretero.
Y le cuenta, además, que para el domingo próximo se está programando un
gran mitin en el pueblo de Zapiga, para hacerle llegar al Presidente de la
República un memorial en donde se le expone en detalle la crítica situación que
afecta a los obreros del salitre. «La pampa por fin se levanta, amigo mío». Y se
pone de pie él mismo, y con gran pompa invita a Olegario Santana a brindar por el
éxito de la huelga y por el advenimiento de días más justos.
—¡Ah, si sólo estuviera aquí don Luis Emilio Recabarren! —farfulla
completamente exaltado Domingo Domínguez, relamiendo sus finos bigotitos de
nieve tras la gorgorotada de aguardiente.
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Luego, mientras Olegario Santana, mesando sus cabellos quiscosos, se
queda absorto contemplando su cajetilla de cigarrillos, Domingo Domínguez le
enjareta un discurso de media hora sobre la biografía del gran caudillo de los
obreros chilenos, incluyendo, persecuciones, encarcelamientos, escarnios y
atentados a su vida. La perorata es tan enrevesada y su amigo ya tiene la lengua
tan cocida por el aguardiente —sin mencionar el escollo de su prótesis dental—,
que lo único que Olegario Santana saca en limpio son dos cosas: uno, que don
Luis Emilio Recabarren se halla asilado en la vecina República Argentina, para
evitar la sentencia de 541 días de cárcel, dictada por los Tribunales de Justicia en
el proceso contra la Mancomunal Obrera de Tocopilla, que él dignamente presidía;
y dos, que este gobierno, compuesto de cabrones y bellacos langucientos, está
vendido sin remedio al capitalismo europeo.
Delgado y pálido como pantruca, bigotillos canosos, el sombrero Panamá
echado hacia atrás y el ánimo siempre canoro, Domingo Domínguez, con sus
cincuenta y dos años de edad, es uno de los personajes más populares de San
Lorenzo. Por una sola vez que había subido a cantar —como simple relleno— una
marinera en una de las veladas culturales de la Filarmónica, el barretero gusta de
presentarse a sí mismo como un artista del bel canto. Acariciando el anillo de oro
que lleva en el dedo del corazón, mientras se curva en una grácil reverencia de
minué, dice en tono engolado: «Domingo Domínguez, chansonier de San
Lorenzo». Aparte de ser socio activo del Cuadro Artístico de la Filarmónica,
Domingo Domínguez es Segundo Director de la Sociedad de Veteranos del 79 de
la Oficina San Lorenzo, Portaestandarte de la Cofradía de la Virgen del Carmen,
Presidente de la Comisión Ornato y Aseo de las Fiestas Patrias y mascota oficial
del equipo de foot-ball de los barreteros. Esto último, merced a su reconocida
buena suerte que ya iba adquiriendo visos de leyenda entre los obreros de las
calicheras: ya eran cuatro los tiros echados que le habían estallado en los piques,
y de los cuatro había salido ileso. «Usted nació en jueves santo, amigo Domingo»,
le dice a veces Olegario Santana, en una de las pocas chanzas que se le
conocen.
Además de soltero empedernido, Domingo Domínguez es un reconocido
bebedor de cantina. Pero de esos que en ningún momento pierden la flema y la
sonrisa. «Yo soy bebedor; no borracho», dice con una dignidad teatral, mientras
se manda al gaznate una tras otra las copas de aguardiente. Enrolado a última
hora en la Guerra del Pacífico, sus amigos lo joden con que su única misión, en la
única escaramuza en que participó, consistió en prepararles la «chupilca del
diablo» a los soldados de su trinchera antes de salir a cargar con bayoneta calada
contra el enemigo. Y es que el soldado raso Chumingo Chumínguez, como le
decían en el batallón, era el único de la tropa que sabía mezclar la porción exacta
de pólvora y aguardiente con que se arreglaba el mítico brebaje.
Al acabarse la botella del barretero, Olegario Santana abre una de las
suyas para seguir la conversa. O más bien para seguir oyendo el monólogo
seseante de su histriónico amigo de calichera. En el desorden desvalido de la
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habitación, bajo la luz pobre de un chonchón de parafina, un rosario de botellas
llenas, vacías y a medio vaciar relucen tristes y sonámbulas diseminadas por los
cuatro rincones polvorientos. En la pieza donde departen, que hace de comedor y
cocina, no hay cuadros en las paredes ni cortinas en la ventana. Todo el amoblado
consiste en la mesa desnuda, las dos bancas de palo bruto en que se hallan
sentados y una ancha mecedora de mimbre blanco varada a un costado de la
pieza, junto a la ventana. La mecedora, vieja y destejida, y como fuera de lugar,
había sido el único trasto que la boliviana de aliento podrido aportó al
amancebamiento. Al fondo, recortada por la penumbra movediza del chonchón de
parafina, la cocina de ladrillos semeja un oxidado animal prehistórico echado
sobre el piso de tierra. Junto a la cocina se ve una barreta de fierro, un durmiente
a medio partir, una tinaja de agua y un lavatorio de loza todo desconchado en
donde Olegario Santana se lava presa por presa, al irse y al llegar del trabajo.
En un momento de silencio, cuando Domingo Domínguez está a punto de
decir que parece que pasó un ángel, compadrito, se oye el raspilleo de los jotes en
las calaminas del techo. El barretero se manda al gaznate el último resto de la
segunda botella y, tras pasarse la manga por la boca, le pregunta al calichero, con
una desaforada expresión de asco en el rostro, que por qué crestas no mata de
una vez por todas a esos pajarracos inmundos. Que así, con esos jotes piojosos
cagando sobre el techo de su casa, no va a encontrar renunca a ninguna mujercita
que quiera venirse a vivir con él.
—Ya me acostumbré a ellos —dice Olegario Santana.
Y con pausado acento meditabundo, sin despegar la vista de la cajetilla de
cigarrillos, agrega como para sí que los jotes le han salido más fieles que cualquier
mujer que él pudiera hallar por ahí, con suerte un poco mejor parecida que ellos.
—Las Yolandas sólo existen en dibujos, compadre —dice Domingo
Domínguez en tono doctoral. Y enseguida le sale con la chunga de que, al fin y al
cabo, compadre, hasta las mujeres más lindas y arrelingadas en el instante del
amor colocan ojos de gallina poniendo.
A media noche, cuando Domingo Domínguez, entonando una polkita de
moda, ya se marcha a su pieza de soltero, Olegario Santana le dice que a la
mañana siguiente no podrá acompañarlo al recorrido por las otras oficinas.
Aprovechará el paro laboral para lavar su ropa.
—Ya estaba bueno, pues, compadre —le encaja el barretero desde la
puerta—. Si hasta los jotes estaban oliendo mejor que usted.
De modo que el jueves, luego que el gringo respondiera a nuestro petitorio
lo que todos ya esperábamos —que de la gerencia de Iquique no se había
autorizado ningún aumento en los salarios—, un numeroso grupo de huelguistas,
acaudillados siempre por los hermanos Ruiz, marchamos a pie hacia la oficina
Santa Lucía, la más cercana de todas. Portando banderas y carteles escritos con
cal y trozos de carbón, íbamos a pedir apoyo para nuestra causa. Una vez allí,
pese a que de primera el Administrador se quiso engallar e impedirnos la entrada
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al campamento —nosotros íbamos demasiado decididos como para echar pie
atrás—, luego de conferenciar y discutir fuerte con los operarios, conseguimos que
la mayoría abandonara su trabajo, pararan las máquinas y se unieran a la huelga.
Después, la procesión se prolongó hacia otras oficinas aledañas, engrosándose
cada vez más con la gente que se nos arrejuntaba por el camino. En nuestro
arduo recorrido por la pampa logramos apagar los fuegos de seis oficinas: Santa
Lucía, La Perla, San Agustín, Esmeralda, Santa Clara y Santa Ana. Entre todas
ellas totalizaban más de dos mil obreros comprometidos. Nos sentíamos
inflamados de orgullo. De un día para otro, nuestro movimiento de reinvindicación
proletaria tomaba una fuerza inesperada, se convertía en uno de esos gigantescos
remolinos de arena que diariamente cruzaban las llanuras pampinas. Era por fin la
unión de los trabajadores salitreros que esperábamos y soñábamos desde hacía
años.
El viernes por la mañana, Domingo Domínguez y José Pintor llegan
tempranito a la casa de Olegario Santana. Vienen acompañados de Idilio
Montano, un joven herramentero que en septiembre recién pasado, durante las
celebraciones de Fiestas Patrias, se había hecho famoso en San Lorenzo por
haber resultado campeón en la competencia de volantines. Con un cometa blanco
que llevaba la cabeza de un puma en su centro, y el hilo curado con colapí y vidrio
molido, Idilio Montano había mandado a las pailas a cuanto contendiente se le
puso por delante en las comisiones. El joven, de rostro aindiado y aspecto
lánguido, es el único herramentero de las calicheras con el que Olegario Santana
cruza algunas palabras cuando llega a reponer las herramientas.
Apertrechados de sus respectivas botellas de agua y algunos cueros de
animales para echarse a dormir por la noche, los amigos vienen a buscar al
calichero para que los acompañe en la empresa. La orden del día es partir de
inmediato hacia el pueblo de Alto de San Antonio, pues se ha corrido la bolina que
el Intendente de la Provincia subiría a conversar con los huelguistas para ver la
forma de darle solución al pleito. Que gente de todo el cantón está marchando
hacia el pueblo. «¡Esto agarra vuelo, hermanito!», le dicen eufóricos los amigos.
Idilio Montano, tratándolo respetuosamente de don, le informa que como es
viernes trece, muchos pampinos supersticiosos habían querido suspender las
actividades por ese día, pero que el conflicto ha seguido su curso contra todos los
malos vientos. Y que incluso se sabe de oficinas de otros cantones que se han
plegado a la huelga. Como Olegario Santana no termina de mostrarse muy
convencido, Domingo Domínguez, en un tonito displicente y sobajeando su
amazacotado anillo de oro, le advierte que San Lorenzo se está quedando vacío
de hombres; que un grupo de mujeres, de esas matronas fornidas y de armas
tomar, se han concertado para bajarle los pantalones en público a todos esos
«monigotes amajamados» que se están haciendo los lesos en el campamento y
aún no se deciden a plegarse a la huelga y partir a Alto de San Antonio. «De modo
que lo mejor que puede hacer, compadrito lindo, es empilcharse rápidamente y
venirse con nosotros». El carretero José Pintor, que siempre anda masticando un
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palito de fósforo o una astilla de cualquier cosa, se saca la ramita de escoba que
lleva ahora en la boca, escupe por el colmillo y le dice que es la purita verdad,
pues, Olegario, hombre. Que la oficina San Lorenzo se está quedando desierta;
que incluso muchos operarios de los más decididos, están partiendo al pueblo
acompañados de sus mujeres, de su carnada de hijos y hasta de sus perros y
gatos.
Con su mesura de animal solitario, Olegario Santana al fin se decide y dice
que irá sólo por acompañarlos a ellos, pero que él no cree que se logre mucho con
todo ese frangollo. Como sus amigos van vestidos de chutes, se pone su traje
negro de los domingos, se echa algunas lonjas de charqui al bolsillo, se asegura
con una buena provisión de cigarrillos y se cruza su botella de agua al pecho. La
caminata hacia Alto de San Antonio es sólo de seis horas a través de la pampa, y
se supone que ya mañana estarán de vuelta. Tras pasar por el Escritorio a
cambiar un puñado de fichas, los amigos emprenden la marcha hacia el pueblo,
siguiendo la dirección de la línea del tren.
A la salida del campamento se unen a un grupo de huelguistas que
marchan portando carteles y haciendo flamear banderas chilenas, peruanas,
bolivianas y argentinas. Provocando una bullanga de los mil demonios con pitos,
cornetas, tambores y tarros de manteca, la columna marcha guiada por operarios
que gritan sus consignas y demandas a través de grandes bocinas de lata
confeccionadas por ellos mismos. Ya en pleno descampado, se encuentran con
otras caravanas de huelguistas provenientes de distintas oficinas y cantones. En
algunas los marchantes van cantando para darse ánimos, y, en otras, las que
vienen de oficinas más lejanas y que han pasado la noche entera caminando a
pampa traviesa, hombres y mujeres marchan en silencio, con sus hijos más
pequeños aupados sobre los hombros. Los carteles que enarbolan en cada una de
las columnas coinciden plenamente en las reclamaciones. Están los que piden el
cambio a 18 peniques, los que exigen la abolición de las fichas, los que reclaman
contra los pulperos, los que demandan libertad de comercio en las oficinas,
protección en los cachuchos, más médicos por cantones y escuelas para los hijos.
Olegario Santana, que no ha abierto la boca desde que salieron de San
Lorenzo, y que pese al calor de la pampa es el único que no se ha quitado el
paletó negro, se fija de pronto en el cartel de cartón que alguien le ha pasado al
joven herramentero. «Exigimos serenos nacionales», dice el letrero, haciendo
mención al hecho de que la mayor parte de los serenos de campamento son
extranjeros, gringos venidos a menos que tratan como a perros a los operarios
patrios. Todos en la pampa, más de alguna vez, habían sufrido en carne propia los
atropellos de esos verdugos de corazón negro, cuyo deporte favorito consistía en
mandar al cepo al obrero que se pasaba de copas, quitarle a las mujeres los
objetos que no hubiesen sido comprados en las pulperías («contrabando» les
llamaban a esos artículos los zanguangos del carajo) y azotar sin asco a los
mercachifles que se atrevían a saltar los muros de los campamentos para vender
sus mercancías puerta a puerta en las casas de los obreros. Olegario Santana,
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que también ha pasado las suyas con un sereno de Agua Santa —un día tuvo la
mala ocurrencia de reclamar por una carretada de caliche que le había sido
rechazada por baja ley y que luego fue beneficiada sin pagársela—, se acerca a
Idilio Montano y le dice que se vaya con cuidado con lo que pide su cartelito, que
quién le asegura a él que con serenos nacionales el tiro no les podría salir por la
culata.
—No hay peor verdugo para un pililo que otro pililo uniformado —le dice
sentencioso.
—Algo así como «cría jotes para que se yanten tu carroña» —tercia,
guasón, Domingo Domínguez. Y apuntando hacia una bandada de jotes que
planean impasibles en las alturas, dice que segurito que entre ellos deben estar
los pajaritos de Olegario Santana.
José Pintor, que hace rato viene conversando y renegando de Dios y de los
religiosos con un asoleado de la oficina Santa Clara, se acerca justo en el
momento del comentario de Domingo Domínguez.
—Nunca he sabido bien si los jotes se parecen a los curas, o los curas a los
jotes —dice en tono hosco, sacándose el palito de la boca y escupiendo espumilla.
Idilio Montano, que todo lo compara con volantines y cometas, dice
amistosamente que los jotes de don Olegario vienen a ser algo así como sus
volantines sin hilo.
—¿No le parece, don?
El calichero, haciéndose visera con las manos, se pone a mirar la derechera
infinita de la línea férrea y no dice nada. Lo que hace en cambio es sacar uno de
sus Yolandas arrugados, estirarlo un poco y encenderlo displicentemente. Todavía
quedan unas cuantas horas de caminata y por el momento él ya ha hablado
demasiado.
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3
Desde los cuatro puntos de la pampa la muchedumbre de huelguistas iba
llegando a Alto de San Antonio en largas caravanas polvorientas. El pueblo bullía
de animación. Entre el tumulto de gente hormigueando por las calles, se podían
leer letreros con los nombres de oficinas como La Gloria, San Pedro, Palmira,
Argentina, San Pablo, Cataluña, Santa Clara, La Perla, Santa Ana, Esmeralda,
San Agustín, Santa Lucía, Hanssa, San Lorenzo y de otras que algunos ni siquiera
conocíamos. Y así mismito nomás era. Porque entierrados de pies a cabeza los
huelguistas llegábamos cantando y gritando no sólo de oficinas del cantón de San
Antonio, sino de cada uno de los cantones de la pampa del Tamarugal. Y el
torrente de gente no paraba. La huelga había prendido en la pampa como un
reguero de pólvora («Y pólvora de la buena, compadritos» dice eufórico Domingo
Domínguez caminando entre el gentío). A ojo de pájaro, éramos más de cinco mil
los pampinos aglomerados en las calles del pueblo, avivando la huelga. Hombres
de distintas razas y nacionalidades, algunos de los cuales no hacía mucho se
habían enfrentado en una guerra fratricida, se unían ahora bajo una sola y única
bandera: la del proletariado. Y era tanta la efervescencia de la gente, que los
medrosos chinos de los despachos y tiendas de abarrotes, y los macucos dueños
de las fondas y cantinas del pueblo, habían cerrado con trancas y sólo atendían
por la puerta chica. Y mientras esperábamos el arribo del señor Intendente, y los
obreros seguían llegando en columnas por los cuatro horizontes del desierto,
espontáneos oradores comenzaron a trepar resueltamente al kiosco de música en
la plaza, o a encaramarse sobre la plataforma de los carros en la estación del
ferrocarril, en donde habíamos levantado campamento, para improvisar
encendidos discursos que hablaban de justicia y redención social, discursos que
nos inflamaban el espíritu de la necesidad urgente de romper cadenas, quitar
vendas y liberarnos de una vez y para siempre del opresor yugo capitalista. Con
voz de profetas desatados, estos arengadores vaticinaban elocuentes y rotundos
sobre lo brillante que se veía emerger el sol del porvenir en el horizonte del
proletariado. Y era lindo para nosotros oír todo aquello y vernos unidos por
primera vez en pos de las reivindicaciones tanto tiempo esperadas. Era
emocionante hasta las lágrimas ver a los operarios de la pampa unidos como un
solo pueblo, como un solo hombre, luchando en contra del mismo y común
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enemigo: los rapaces oficineros que nos explotaban sin escrúpulo ni moral alguna,
y, por supuesto, sin ningún control del Estado.
—¡Esto es histórico, compadrito Olegario! —dice casi gritando Domingo
Domínguez entre el bullicio y la polvareda del gentío.
—¡La gringada se debe estar cagando de susto! —exclama a su lado el
carretero José Pintor.
Y mientras ambos amigos caminan palmoteando y saludando a medio
mundo con gestos grandilocuentes, Olegario Santana, en medio de ellos, los mira
sin decir nada.
Pero se pasa el día y la humanidad del señor Intendente no se aparece por
ningún lado. Al anochecer, mientras José Pintor e Idilio Montano buscan dónde
comprar pan y cecina, Olegario Santana y Domingo Domínguez, tras conseguir a
duras penas una botella de aguardiente, se recogen a la estación del ferrocarril en
donde quedaron de encontrarse. Allí en el campamento, alrededor de las fogatas
hechas con durmientes de la línea férrea, grupos de operarios bolivianos y
peruanos se entretienen tocando sus quenas y charangas, y cantando canciones
de entonación tan triste como el lamento del viento pampino.
Los amigos se tumban a la vera de un fuego en donde un anciano ciego
recita poemas populares en contra de la explotación obrera. Alguien sentado junto
a ellos, un hombrón de mostachos desorbitados, campante y parlero como él solo,
les comienza a contar que el cieguito de los versos combatientes fue barretero en
la oficina Santa Clara, en donde perdió la vista al explotarle un tiro echado.
—Se llama Rosario Calderón —dice el hombre—, igual que el famoso poeta
que publica sus obras en El Pueblo Obrero, el diario que hasta hace poco se
llamaba sólo El Pueblo, como ustedes deben saberlo; el que fue incendiado
intencionalmente en julio del año pasado, cuando su dueño era Osvaldo López,
ese gran hombre de la prensa obrera que, además de luchador social, ha sido
artista de circo, actor de teatro, pianista, poeta, columnista y redactor de diarios. El
mismo que escribió la novela socialista Tarapacá, que, como ustedes deben
saberlo, enjuicia al clero y a la oligarquía y se adelanta en el tiempo a este gran
sueño de unidad que, ahora mismito estamos viviendo los trabajadores pampinos.
Un hombre perseguido por los sectores oligarcas de este país, que ha sufrido
asaltos y atentados a su vida y que hace sólo cosa de un año fue procesado
jurídicamente por criticar al obispo de la zona, el tal monseñor Cárter que, como
ustedes deben saberlo, se oponía tenazmente a la Ley de Enseñanza Obligatoria.
—¿No es el mismo cura que dice que los niños pierden el tiempo
miserablemente estudiando? —interviene José Pintor.
—¡Su mismísima Eminencia! —responde presto el hombre.
Y, casi sin respirar, continúa diciendo que como El Pueblo Obrero había
sido por derecho propio el diario de los trabajadores, era ahí donde los pampinos
mandaban las porradas de versos a lo humano y divino. Y que era tal la
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abundancia de poesía que llegaba a la redacción, que el propio diario, como
ustedes deben saberlo, se vio en la necesidad de escribir un editorial en donde se
pedía a los mineros que por favor frenaran un poco sus impulsos líricos, pues la
imprenta estaba recibiendo demasiados productos de ingenio agreste, en donde, a
decir verdad, la mayoría de los versos parecían tirados de las mechas. A cambio
se les pedía que enviaran noticias de la pampa y, por supuesto, sus
reclamaciones laborales y sus quejas sociales. Siempre y cuando, claro, todas
esas querellas fueran debidamente justificadas.
En el momento en que el hombrón de los mostachos gigantes toma aire
para seguir hablando de cosas que ellos «debían saber», y el poeta ciego, con sus
cuencas vacías bañadas en lágrimas, declama con voz doliente «Soy el obrero
pampino I por el burgués explotado; I soy el paria abandonado I que lucha por su
destino; / soy el que labró el camino I de su propio deshonor / regando con su
sudor / estas pampas desoladas; / soy la flor negra y callada / que crece con su
dolor...», un joven de San Lorenzo, bien vestido y recién peinado, se acerca y
saluda efusivamente a Domingo Domínguez.
—Este es Lucas Gómez —le dice el barretero a Olegario Santana,
presentándoselo con gran pompa.
Y en tono socarrón, agrega:
—Él también es artista de la Filarmónica.
El joven, tras extenderle la mano a Olegario Santana, les dice que lo de la
subida del Intendente al pueblo no ha sido más que una patraña, y que la gente
anda pregonando enfervorizada que lo mejor era bajar a Iquique; que de ahora en
adelante no había que aguantar que nadie se viniera a reír de los pampinos.
Después les pregunta si tienen donde dormir, porque si no, los invita a
quedarse en el local de la escuela, donde vive su madre.
—Ella es la preceptora del pueblo —dice.
Los hombres le agradecen el gesto, pero que no se moleste por ellos; la
noche no está muy helada y han decidido dormir en alguno de los carros de carga.
Después, cuando el joven se retira, Domingo Domínguez le aclara a Olegario
Santana que en verdad el nombre del muchacho no es Lucas Gómez.
—Se llama Elias Lafertte —dice. Y le explica que él lo llama así desde que
lo vio hacer el papel principal en la obra cómica Don Lucas Gómez que el Cuadro
Artístico de San Lorenzo había estrenado sólo unos días atrás.
—Pero como usted, compadre Olegario —le espeta semiserio el
barretero—, no frecuenta mucho los salones de la Filarmónica, no tiene idea de lo
que ocurre en el mundo del arte.
Mientras tanto, en su recorrido por el pueblo buscando que en algún
despacho les vendieran algo «para apaciguar la lombriz», el carretero y el
herramentero se encuentran a bocajarro con una señora que había sido vecina de
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José Pintor en la oficina San Agustín, antes de que el carretero se quedara viudo.
Se saludan efusivamente. Años que no se veían. La señora anda acompañada de
sus dos hijos y de una comadre que vive en el pueblo, en cuya casa, explica,
están pernoctando por hoy. Sus hijos, un niño y una niña que presenta con mucho
orgullo, son Juan de Dios, de doce años, y Liria María, de dieciséis. Los ojos
claros y lanceolados de la muchacha, y su piel de una blancura rara en la pampa,
fulminan de inmediato a Idilio Montano. Nunca en su vida ha visto una niña más
hermosa.
Tras presentarse tartamudeante, con la sangre de su cara encendida, el
joven volantinero no halla donde poner sus manos estorbosas ni donde posar la
mirada de sus negros ojos de huérfano, encandilados de pasión.
La vecina de José Pintor, que se llama Gregoria Becerra, y que es oriunda
de Talca, les pregunta si tienen donde pasar la noche. El carretero se quita el
palito de entre los dientes y, cuidando de no escupir ante ella, le dice que piensan
hacerlo en la estación de trenes. Entonces, la comadre, una mujer de aire sigiloso
y modales afables, que viste una especie de hábito conventual, se presenta
cortésmente y los invita a dormir en su casa. Cuando José Pintor se lo agradece
en el alma, querida señora, pero que son cuatro los amigos que andan juntos, la
mujer responde que no hay mayor problema, que tiene libre una habitación lo
bastante grande en donde podrían perfectamente tirar sus cueros.
—Pues no se hable más del asunto —dice Gregoria Becerra, decidida—,
vamos a buscar a los otros dos pampinos y ya está.
En la estación ferroviaria, Domingo Domínguez, sonriente y encantador
como siempre, acepta la invitación de inmediato. Mientras que Olegario Santana,
un tanto cortado, sólo atina a hacer un gesto con la cabeza en señal de
asentimiento. Él no está acostumbrado a recibir tanta amabilidad hacia su persona
y, además, la voz franca y la prestancia jovial de la señora Gregoria Becerra, lo
conturban sobremanera. No sabría explicar por qué, ni de dónde, encuentra que la
matrona, de piel blanca y un conformado cuerpo robusto, tiene un aire sumamente
familiar.
Cuando camino a la casa, Idilio Montano, que se había quedado rezagado
conversando con los hijos de la vecina, se reúne con ellos para presentárselos,
Olegario Santana comprende de súbito ese aire familiar e inquietante que le
encontraba a la madre. Pasmado, con el pucho cayéndosele de la boca, se queda
mirando a la joven fijamente. Cuando al fin logra articular palabra, le dice a la niña
algo que sólo el barretero comprende:
—¿Por acaso, usted, no se llama Yolanda, señorita?
Ella, sonriendo nerviosa, dice que no, que se llama Liria María.
El resto del camino, Olegario Santana lo hace sin articular una sola sílaba ni
atender un ápice a la conversación de los demás. Ceñudo y ensimismado, se
dedica todo el trayecto a mirar de soslayo a la joven. Al llegar a la puerta de la
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casa, antes de entrar, en un momento en que la demás gente se descuida, el
calichero se acerca a Idilio Montano y le susurra al oído:
—Es igualita a Yolanda
—¿Qué Yolanda? —pregunta Idilio Montano.
—La mujer de los cigarrillos —dice emocionado Olegario Santana. Y extrae
su cajetilla de un bolsillo del paletó y se la muestra al joven. Que se fije bien, le
dice, si son calcadas. Sólo que a la niña le falta el pucho en la boca y, claro, esa
expresión un tanto descocada de la mujer de la cajetilla.
Idilio Montano lo mira extrañado, pero no dice nada.
La casa a donde llegan es un barracón de adobes, de techos altos y
paredes gruesas, enteramente pintado a la cal y sin ninguna ventana a la calle.
Antes de que ella y su marido la compraran, dice la comadre de Gregoria Becerra,
era la bodega de un chino comerciante en frutas que se fue a vivir a Iquique. En la
vasta nave de la vivienda, además de una larga mesa de madera, muy semejante
a la que aparece en los cuadros de la Última Cena, se aprecia una verdadera
colección de imágenes de santos: unos moldeados en yeso, otros tallados en
madera, y todos adornados de cirios y flores de papel. Al entrar al recinto,
Domingo Domínguez mira con sorna a José Pintor. De todos es sabido en las
calicheras de San Lorenzo la ecuménica tirria que éste siente por los frailes, los
curas y todo lo que tenga que ver con la Santa Iglesia Católica; incluyendo, por
supuesto, a los santos, fueran éstos pintados, modelados, tallados o paridos de
madre.
En tanto la dueña de casa enciende el fogón para «un tecito de yerbaluisa»,
cuenta, en un suave acento de religiosa, que ella y su marido, el que ahora mismo
anda en trámites en Iquique, han comprado la casona con la intención de poner
una escuela pagada. Pues la única escuelita del pueblo —dice la mujer, juntando
las manos como si rezara—, no alcanza ni para la mitad de los niños en edad
escolar. Esto sin mencionar las escuelas de las oficinas más cercanas, y en
general de todas las de la pampa, en donde sólo el diez por ciento de los niños
tiene posibilidad de matrícula.
Luego de encender el fuego, la dueña de casa pide permiso a su comadre
para mandar a los niños a comprar pan y cecina. Idilio Montano, que parece
embrujado por los ojos de Liria María, se ofrece de inmediato para acompañarlos.
Que vayan al despacho de la esquina, les dice la mujer, el chino Lo Pi, más
conocido como el chino López, es un viejo casero suyo.
Y mientras sus hijos vuelven, Gregoria Becerra, que se ha enterado de la
viudez de su vecino, le cuenta que ella ya no vive en la oficina San Agustín en
donde se conocieron, sino en la Santa Ana. Y que también se ha quedado viuda.
Y que para terminar de criar a sus hijos se ha puesto a trabajar de libretera. Con
acento dolido le cuenta de la trágica muerte de su esposo, molido horriblemente
entre los fierros del triturador de caliche —«el chancho como le llaman»—, y de su
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drama tremendo cuando la Compañía, como tenía por costumbre hacerlo, no le
pagó una sola chaucha de indemnización. Todo lo que hizo el Administrador fue
ofrecerle un puesto de trabajo a ella. Pero después la estuvo rondando todo el
tiempo tratando de cobrarle su obra de caridad con favores carnales. Y, lo peor de
todo, brama indignada Gregoria Becerra, es que ahora último a ese hijo de mala
madre le ha dado por andarle tallando el naipe a su hija. Y eso por ningún motivo
lo iba a aceptar. Y que por esas y muchas otras injusticias de que son víctimas los
pampinos, tanto hombres como mujeres, ella no ha dudado un santiamén en
unirse a los trabajadores en huelga.
Al llegar de vuelta, Idilio Montano y Liria María, seguidos como una sombra
por Juan de Dios, traen dos noticias de la calle. La primera, y que no tienen
necesidad de proclamarla, pues se lee en el brillo de sus ojos, es que ellos se han
enamorado como dos palomitos nuevos. La otra noticia es que, como el señor
Intendente no se había dignado a subir al pueblo, la gente de la pampa ya ha
decidido marchar a pie hasta Iquique. Que partirán en una gran columna a la hora
del amanecer. Esto lo han sabido nada menos que por boca del mismito don José
Brigg, dice orgulloso Juan de Dios, con quien se han encontrado en la calle.
Gregoria Becerra les cuenta entonces a los presentes que su hijo es amigo
personal del obrero anarquista, pues en Santa Ana el niño se gana unos centavos
llevándoles la vianda al trabajo a algunos operarios, y que uno de ellos es don
José Brigg, que trabaja de mecánico en la maestranza de la oficina.
Cuando, después del té, los amigos comienzan a discutir sobre la
conveniencia de bajar o no a Iquique, pues los cuatro andan con poca plata y con
lo puro puesto, Gregoria Becerra, como un guante de desafío lanzado sobre la
mesa, dice impetuosamente que ella y sus hijos marcharán de todas maneras al
puerto, tal y como andan. Y enseguida los arenga a que ellos, como pampinos
antiguos que son, tienen más que nadie el deber de permanecer unidos junto a los
operarios en huelga, muchos de ellos gente recién llegada del sur. Que para lograr
algo con el conflicto hay que bregar como un solo hombre; que esa es la única
manera de enfrentarse a los barones del salitre. Ella, personalmente, ya está harta
de ver y sufrir los abusos que se cometen a diario en las oficinas. Como, por
ejemplo, que aparte de que no les paguen un céntimo de indemnización a las
viudas de los operarios muertos en accidentes de trabajo, les descuenten un peso
del sueldo por el derecho a un médico que llegan a ver tarde, mal y nunca en el
dispensario de la oficina, pues apenas existen cuatro médicos para las casi
sesenta mil almas que viven y trabajan en la pampa de Tarapacá.
—Los gringos están acostumbrados a pasarnos por debajo de la cola del
pavo cuantas veces les da la gana —termina diciendo Gregoria Becerra—. Y yo
creo que va siendo hora de cantarle las cuarentas.
José Pintor trata de disuadirla diciéndole que lo piense bien, la vecinita
linda, que son más de ochenta kilómetros los que hay que caminar a través de la
pampa, con poca agua y bajo un sol sangriento.
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—Aunque lleguemos a la rastra y medio muertos de sed, yo y mis hijos
bajaremos a Iquique —dice Gregoria Becerra.
Olegario Santana, que se siente cada vez más admirado del temple de
aquella matrona, farfulla como para sí, desde el ángulo más lejano de la mesa,
que no es lo mismo llamar al diablo que verlo venir.
—Así le veamos la cara al Malo, nosotros vamos a marchar de todas
maneras —remata decidida la mujer.
Al final de la noche, ganados por la tenacidad irresistible de Gregoria
Becerra, todos se han puesto de acuerdo en integrarse a la columna y marchar
hacia Iquique. La dueña de casa, que no tiene nada que ver con la huelga, les
desea toda la buenaventura del mundo. Y Liria María, que, según su madre,
comúnmente es una muchacha retraída y silenciosa, exclama entusiasmada que
ojalá se quedaran en el puerto por lo menos hasta el martes, pues en el periódico
El Tarapacá había leído que ese día era el estreno en Iquique de un circo llamado
Zobarán. Según decía el diario, junto a varios artistas contratados en el sur del
país, presentarían a unos monitos sabios y a siete perros boxeadores, además de
otros tantos animales amaestrados.
—¿Qué otros animales? —pregunta su hermano.
—No lo sé, eso no más decía el periódico.
—A lo mejor son elefantes traídos directamente de la India y leones
cazados en la mismísima selva africana —dice sonriendo Domingo Domínguez.
—Aunque así no fuera, señor —dice Liria María ruborizada—, lo lindo es
que por primera vez mi hermano y yo podremos ver un circo.
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El sábado 14 de diciembre, a las cuatro de la madrugada, la misma hora
brutal en que los pampinos nos levantábamos al trabajo, la muchedumbre de
huelguistas, como una gran bestia desperezándose, comenzó a ponerse
lentamente en movimiento. Pese a lo sacrificado de la hora, muchas casas a lo
largo de las calles abrieron sus puertas y ventanas para despedirnos y desearnos
suerte en la jornada y darnos algunas cositas para el camino y perdonen lo poco,
hermanitos.
Ya fuera del pueblo, en plena pampa rasa, siguiendo siempre la ruta de la
línea del tren, iluminados por antorchas y chonchones de carburo, apuramos el
paso animosos y llenos de esperanza por nuestro cometido. En realidad, nos
parecía increíble la gran epopeya que estábamos viviendo. Y es que, de pronto,
nos dábamos cuenta de que ya no éramos sólo un puñado de obreros de la oficina
San Lorenzo mendigando un aumento de salario al gringo de la cachimba, sino
que de la noche a la mañana, conformando una gran masa de gente soñadora,
nos habíamos convertido en una especie de ejército salitrero libertador, en una
épica y desharrapada caravana de hombres, mujeres y niños que atravesaban uno
de los parajes más inclementes del mundo para exigir por sus justos derechos
laborales. Y aunque la mayoría nos lanzamos a la aventura tal y cual nos
sorprendió el soplo del coraje —con el puro corazón por brújula y la esperanza
como ración de combate—, cada uno sentía dentro del pecho el borboteo de una
indescriptible sensación de libertad y audacia. Con los carteles en ristre, las
banderas al viento y cantando a voz en cuello un canto que era como el ruido del
mundo, las primeras luces del amanecer nos sorprendieron marchando a todo
tranco por la arenas endurecidas de salitre. Ufanos de esta gesta proletaria,
nuestro paso era el paso ronco de los astros en su tránsito por el universo. «Como
el trueno de una nueva aurora levantándose libre en las comarcas de la pampa»,
según recitaría después, llorando de pura humanidad, don Rosario Calderón, el
poeta ciego. Tan llenos de animación marchábamos entre la muchedumbre, tan
henchidos de júbilo, tan plenos, que parecía que hubiésemos traído con nosotros
los kioscos de música de cada una de las placitas de piedra de las oficinas
salitreras, que era lo más alegre que teníamos. Y cuando el primer sol de la
mañana, alzándose detrás de los cerros, nos condecoró de oro la frente, nos
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sentimos grandes y hermosos avanzando bajo su tutela y en su misma dirección
oeste. Tensado al máximo el arco del pecho, ágiles los pasos en la arena, era
como si el cansancio y la fatiga nos volvieran sublimemente inmortales. Alguien
nos comparó entonces con el pueblo elegido echado a peregrinar por el desierto
en pos de la tierra prometida. Pero nosotros teníamos clarificado de mucho tiempo
que el maná no nos iba a llover del cielo, que había que ir a buscarlo, a cobrarlo, a
exigirlo a grito limpio. Y por eso marchábamos desafiando la aridez planetaria de
la pampa, para reclamar la porción justa de pan que nos correspondía por cada
gota de sudor y de sangre derramada en nuestro trabajo. Y pese a que ninguno de
nosotros era consciente del hecho, estaba claro que esa mañana la Historia
reculaba sorprendida ante nuestra expedición reivindicatoria, ante la grandiosidad
de nuestro canto que, pese a estar compuesto de festivas letras de cantinas, el
eco de la pampa y lo trascendental del momento transformaba en gloriosos
himnos de libertad y justicia universal.
Sin embargo, Iquique estaba lejos. Y al fragor ardiente del mediodía —la
hora alucinante de la pampa—, sudados y cansados como perros, entierrados
como perros, oliendo mutuamente a perro, con el agua escaseando en las
cantimploras y un sol sulfúrico rugiendo en ángulo recto sobre nuestras cabezas,
el ánimo se nos empezó a erosionar, a descascarar como una reseca capa de
pintura dorada. El calor nos abatía. El aire parecía inflamable. Daba la impresión
de que el planeta entero estaba hecho de material candente. De modo que poco a
poco se nos fueron amustiando las banderas, se nos fue desluciendo la mirada,
apagando la voz y acortando el tranco hazañoso del inicio de la jornada. Y
comenzamos a sentir miedo. La pavorosa redondela del horizonte reverberando
temblorosa a la distancia comenzó a hacernos flaquear el corazón, a hacernos
temer de la muerte, del desvarío terrible de los espejismos azules. No nos
dábamos cuenta de que nosotros mismos, la muchedumbre descoyuntada que
conformábamos todos —los hombres rendidos, los niños llorando de sed sobre
nuestros hombros, las mujeres que trataban de consolarlos mojándoles los labios
descuerados con el agua de sus propias lágrimas—, éramos el más formidable
espejismo visto alguna vez por ojos humanos en esas desamparadas soledades
pampinas. Y entonces, cuando el sol parecía detenido a perpetuidad en mitad del
cielo y la columna empezaba a desmigajarse en lánguidos grupos silenciosos, y
los estoicos operarios bolivianos hacían sus primeros armados de coca para
combatir el cansancio, algunos de los pampinos más veteranos y decididos,
constituyéndose en improvisadas comisiones de aliento, se pusieron a recorrer la
desmarrida caravana anunciando que ya estábamos por llegar a Estación Central,
hermanitos, que ahí descansaríamos un rato para reponer fuerzas y llenar
nuestras cantimploras vacías. Haciendo bocinas con las manos, mostrándose lo
más enteros y ardorosos de ánimo que podían, los hombrones gritaban que había
que ser fuertes, compañeros, que así como no le estábamos entregando la oreja
al capitalismo, no había que entregársela tampoco al cansancio. Que la consigna
era avanzar de cualquier modo. Ganarle a la dureza de la jornada. Resistir. Y que
el más fuerte ayudara y diera una mano al que viera desfallecer a su lado.
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Y eso es lo que vienen haciendo hace rato Olegario Santana y sus amigos.
Caminando casi en mitad de la columna, han repartido el agua de sus botellas
entre las mujeres y los niños que marchan a su lado y ya han comenzado a sufrir
ellos mismos los efectos de la sed y la fatiga.
Domingo Domínguez, fijándose en el andar desguallangado de hombres y
mujeres sobre la ardiente alfombra de caliche, dice, tratando de dar ánimos, que
parecen jotes apaleados como caminan todos.
—Especialmente mi compadre Olegario —refunfuña con la boca seca—,
que no sé por qué diantres, con el calorcito que hace, no se saca ese paletó
negro, que ya no da más de entierrado.
Olegario Santana simula no haber oído nada y todo lo que hace es
encender otro de sus Yolandas arrugados.
El carretero José Pintor, que camina junto a Gregoria Becerra, suelta una
risita de labios resecos que le hace bailotear el palito entre los dientes, y dice que
a simple vista él calcula que del paletó de Olegario Santana se puede sacar
limpiamente una carretada entera de caliche. «Y de tan buena ley que ningún
corrector macuco se atrevería a rechazar».
Gregoria Becerra, que sin desmayar ni dar un milímetro de ventaja marcha
a la par con los hombres del grupo, y que también ha venido ayudando y
reconfortando aguerridamente a las otras mujeres de la columna, comienza a
preocuparse de que su hija se quede rezagada demasiado rato en compañía de
Idilio Montano. Que no sepa dónde marcha su hijo hombre no la inquieta mucho,
dice, pero que con su hija mujer la cosa es diferente. «Además no me gusta nadita
que ese joven se llame así como se llama».
Y sentándose en una piedra para sacudir uno de sus zapatones, agrega
ceñuda:
—Mi pobre hija no está para idilios.
—Idilio Montano es un joven respetuoso y caballero como el que más,
señora, de eso podemos dar fe nosotros —le dicen los amigos, deteniéndose junto
a ella.
—Así será —dice Gregoria Becerra—, pero por asuntitos de
enamoramientos mi hija acaba de sufrir una experiencia que todavía la hace
despertar por la noche gritando de pavor.
Y tras sacudir y volver a ponerse el zapatón agujereado, les cuenta, sin
levantarse de la piedra, que no hacía aún dos meses, un mocetón un tanto
alocado que trabajaba cargando sacos de salitre en Santa Ana, y que se enamoró
hasta la tontera de ella, al no ser correspondido se había dado muerte con un tiro
de dinamita. Una tarde había llegado a la casa con un cartucho preparado, llamó a
Liria María a gritos desde la calle y en el momento en que ella se asomaba por la
ventana, se hizo estallar en mil pedazos ante sus ojos.
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—Así que no me vengan a mí con jóvenes respetuosos ni ocho cuartos —
dice Gregoria Becerra. Y se incorpora y se acomoda el sombrero de hombre que
le ha prestado el carretero para capear un poco los rayos del sol, y echa a andar.
Pasado el mediodía, auroleados por una bandada de jotes («Espero que
entre esa masa de pajarracos agoreros no estén los tuyos», le había dicho
Domingo Domínguez a Olegario Santana), los marchantes que conformábamos la
cabeza de la columna llegamos a los recintos de la estación Central.
Desfallecientes, luego de saciar algo la sed y de untarnos la frente con las manos
húmedas (el agua que encontramos era escasa y no alcanzó para todos), cada
uno se puso a descansar echado por ahí a la buena de Dios, arrimado
desesperadamente a cualquier objeto que hiciera algo de sombra. El cuadro que
hacíamos allí, desparramados en la arena, era triste y doloroso hasta la lástima.
Los familiares se arrejuntaban entre sí alentándose y tratando de darse un poco
de sombra entre ellos mismos. Y en tanto los hombres acomodaban cartones y
trozos de género en los zapatos de sus hijos más pequeños, y masajeaban y
curaban con saliva los pies pavorosamente ampollados de sus mujeres; ellas, con
reprimidos gestos de impotencia, trataban de reanimar a puros soplidos a sus
pobrecitas guaguas enfermas de sed y delirio.
Algunos de los más agotados, echados de espaldas en la arena,
boqueando, absorbiendo a bocanadas el oxígeno caliente de esa hora sofocante,
mirábamos hacia el horizonte tratando de descubrir alguna nube en lontananza.
Pero en el centro del cielo el sol era una bola de fuego perpetuo, negando
rotundamente el milagro de una nubecita expósita. Ahí, en esos páramos
infernales, con el aire seco y ardiente entorpeciendo el cuerpo y atontando los
sentidos hasta el desvarío, vimos la desesperación infinita del ser humano
sediento cuando, de bruces en la arena, varios de los nuestros que se quedaron
sin agua besaban y lamían las piedras buscando febrilmente arrancarles la última
gotita de su humedad prehistórica.
Cerca de las dos de la tarde, mientras continuaban llegando jirones de la
columna a la Estación Central, vimos aparecer el tren que hacía el trayecto de
Lagunas a Iquique. Algunos de los pasajeros, impactados por el estado
lamentable en que nos encontrábamos los caminantes, por la visión brutal de
niños llorando y mujeres embarazadas tiradas como bueyes en las arenas
calientes, nos daban voces de aliento y, por las ventanillas, nos convidaban frutas,
atados de cigarrillos y botellas con restos de agua. No obstante aquello, en un
momento se armó una algazara de proporciones cuando algunos de los
huelguistas más exaltados comenzaron a gritar que los viajantes varones deberían
de tener un poco de vergüenza y bajar de los coches para darles su lugar a las
mujeres que marchaban a pie. Pero, en tanto los sorprendidos pasajeros
comenzaban a discutir entre ellos si acaso era conveniente o no bajarse del tren, y
las mujeres de la columna, por su parte, alzaban la voz reclamando y negándose
rotundamente a separarse de sus hombres, el maquinista zanjó el altercado de un
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solo pitazo bronco. Acto seguido, la locomotora echó a andar y el convoy se fue
alejando como un largo espejismo hacia el poniente.
Al desaparecer el tren, la soledad y el silencio volvieron a apoderarse del
paisaje. Aún nos quedaba mucho que caminar y la pampa nos aplastaba de nuevo
con su desolación de planeta deshabitado. Lo más desesperante para todos era
ver como la raya temblorosa del horizonte se mantenía siempre a la misma
distancia, camináramos lo que camináramos. «¡Si es para volverse loco de pura
locura!», exclamaban angustiadas las mujeres, mientras se hacían visera con las
manos y oteaban la lejanía suspirando.
Antes de reiniciar la marcha, se decidió que un grupo de hombres bajaría
por la oficina Cóndor, cercana a la Estación Central, para hablar con sus obreros y
comprometerlos en la huelga. El cometido de la embajada era hacerlos marchar al
puerto si fuera posible ahora mismo. Mientras tanto, el grueso de la columna
empezó a ponerse en movimiento flojamente.
Como uno de los pasajeros del tren le regalara a Domingo Domínguez una
botella de cerveza a medio vaciar y tibia como el diantre —que él, desesperado,
se mandó al gaznate de una sola gorgorotada, mientras sus amigos comentaban
la suerte linda de este hijo de puta—, dos horas después el inefable barretero aún
no deja de exclamar, a modo de disculpa por no haberla compartido con nadie,
que ese había sido el mejor concho de cerveza de su vida. «¡Por la chupalla del
obispo, que es la pura verdad, compadre Pintor!», exclama a cada rato Domingo
Domínguez, recargando la palabra obispo y golpeando efusivamente la espalda de
su amigo.
José Pintor, por su parte, como buen carretero, le enrostra su roñosería con
una sarta de palabrotas extraídas del impúdico rosario de imprecaciones con que
acompaña los azotes a las mulas. Sus insultos inventados para sacarle trote a las
bestias se han hecho famosos entre su gremio y son repetidos con gran regocijo
en las cantinas de San Lorenzo. Sus blasfemias más célebres son aquellas que
tienen que ver con el clero. Dos son las clásicas: «¡Arre, mula cara de monja y
culo de obispo, traga hostias y caga cirios!» y «¡Me cago en el pasto que comieron
las mulas que llevaban la carroza en que iba el ataúd de la madre de cada uno de
esos buitres con polleras, mostrencos cabrones!».
Nadie sabe por qué el carretero odia tanto a los religiosos —algunos dicen
que su mujer, enferma de tuberculosis, murió rezando en una iglesia—. Lo cierto
es que los aborrece casi más que a los capitalistas; tanto así que colecciona
letrillas, cantares, acrósticos, y toda clase de poesías, publicadas sobre todo en la
prensa obrera, que ridiculizan a los curas. Lo que más lo indigna, según reclama
iracundo el carretero, es que esos querubines vivan respirando incienso en sus
altares sin trabajarle un santo día a nadie. «El santuario del hombre debe de ser el
taller y su incienso, el humo de las usinas», pregona sobre el pescante de su
carreta y acodado en los mesones de las cantinas.
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Cerca de las cuatro de la tarde, el calor comenzó a mermar y se dejó venir
el viento. El terroso viento tardero de la pampa. El mismo viento áspero que en las
calicheras, mientras triturábamos piedras grandes como catedrales, nos fregaba la
cachimba mordiéndonos la piel, irritándonos los ojos y dejándonos un kilo de tierra
en las orejas, en las narices, entre las junturas de los dientes y en la taza del
ombligo. Y a la par con el viento, para regocijo de los niños mayorcitos de la
columna, gigantescos remolinos de arena empezaron a formarse en el horizonte,
atravesando furiosamente las llanuras blancas.
El que más se alegra con la salida del viento es Idilio Montano. El
volantinero, que se las ha arreglado durante toda la jornada para quedarse al
rezago junto a Liria María, festejándola, galanteándola, cortejándola
inconscientemente con la mirada, con su cuerpo, con los gestos nupciales de un
gallito castizo, viene ahora tratando de seducirla con una entusiasta charla sobre
el juego de volantines, iniciándola en sus secretos, revelándole la técnica, la
pericia que se necesita para hacerlos corvetear en el aire, o mantenerlos quietos
contra el cielo como si fueran el lucero de la tarde. Con la afabilidad y
consagración de un viejo preceptor rural, la viene introduciendo en las reglas, en
los estatutos y normas que rigen las competencias de volantineros profesionales, y
que si ella quiere él podría comenzar a prepararla para participar juntos en el
campeonato de la oficina del próximo año. Y quien no le dice —le susurra ya en
franco delirio amoroso— que a lo mejor quedaban clasificados para el gran
Campeonato Provincial de Volantines que se iba a llevar a efecto para las
festividades del centenario de la República, dentro de tres años; campeonato del
que ya todo el mundo habla en las salitreras y que para él ha llegado a convertirse
en el gran sueño de su vida. Qué le parece, señorita Liria María. Y aprovechando
que acaba de salir el viento, con unos cuantos dobleces rápidos, le fabrica una
cambucha con la portada de un ejemplar del diario El Pueblo Obrero. Luego, del
bolsillo interior de su paletó saca un pequeño ovillo de hilo. «Todo volantinero que
se precie, lleva siempre su canutito de hilo en el bolsillo», dice con un dejo de
orgullo profesional, mientras mide, ata y prueba los tirantes con gravedad de
experto en la materia. Después, al ver a Liria María elevando la cambucha feliz de
la vida, contándole excitada que su padre le había dicho alguna vez, cuando ella
era una niña, que en Talca, su tierra natal, a la cambucha la llamaban chonchona,
Idilio Montano le promete, desleído de amor, que llegando a Iquique le va a
confeccionar un volantín como Dios manda, con cañas, colapí y papel de seda, y
que le pedirá permiso a su madre para ir a elevarlo juntos a la orilla del mar.
Y como él también, igual que ha hecho José Pintor con Gregoria Becerra, le
ha prestado su sombrero a Liria María, en un instante en que el viento se lo vuela,
luego de alcanzarlo y ceñírselo él mismo, se la queda viendo fijamente a los ojos.
Embelesado ante el aspecto infantil que presenta la muchacha auroleada por el
ala oscura del sombrero de hombre, sin poder reprimir el impulso de su corazón,
Idilio Montano le toma la cara entre sus manos y le dice, temblando:
—Es usted tan hermosa.
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Liria María, con el rostro encendido, algo le va a responder cuando se
aparece su hermano Juan de Dios acompañado de varios rapaces de su edad.
Ellos también quieren elevar cambuchas. Idilio Montano, con las hojas sobrantes
del diario confecciona tres ejemplares iguales, y que ellos se las ingenien de
dónde sacar hilo para elevarlas.
Hijo de padre boliviano y madre chilena, ella lo abandonó cuando él tenía
apenas cuatro años de edad. Y dos años más tarde su padre desapareció en la
cordillera junto a unos arrieros que pasaban un cargamento de hojas de coca
desde Bolivia, producto que entregaban en las pulperías y que éstas comerciaban
entre sus operarios. De modo que Idilio Montano, que ha trabajado desde que
tiene uso de razón, que nunca asistió a una escuela, y que aprendió a leer y a
escribir por su propia cuenta y riesgo, había sido criado por su abuela boliviana,
muerta hacía sólo un par de años. Una vieja analfabeta con fama de sabia —él
siempre anda sacando a colación sus dichos—, que además de partera, yerbatera
y curandera, cuando le sobraba tiempo le adivinaba la suerte a sus vecinos por
medio de las cartas, los conchos de café y las figuras que adoptaban las volutas
de humo en las chimeneas de sus casas. Como anatematizado por uno de los
dichos más repetidos por su abuela, a propósito de lo bebedor que había sido su
padre —«El tabaco, el vino y la mujer, echan al hombre a perder»—, Idilio
Montano no fuma ni bebe, y nunca antes se había enamorado. De modo que su
reciente amor por Liria María, nacido de manera fulminante, lo anda trayendo
sumido en tal estado de gracia, que la marcha bien puede darle tres veces la
vuelta al mundo que él la hará sin agobios y sin beber una sola gota de agua. Sólo
le basta la sonrisa lacónica de Liria María para sobrevivir a todo percance, natural,
humano o divino.
Cerca de las cinco de la tarde, un grupo de niños descansando sobre un
promontorio gritan que viene un tren por el lado de la costa. Humeando y haciendo
sonar el silbato, vimos acercarse entonces el jadeante tren que subía de Iquique al
pueblo de Zapiga. Como si fueran viendo un espejismo de varios kilómetros de
largo, los pasajeros abrían las ventanillas de los coches asombrados ante la visión
que ofrecíamos a sus ojos. Con el cuerpo desguallangado, caminando ya no en
cerrada columna como al principio, sino en raquíticas hileras deshilachadas,
nosotros les hacíamos señas de adiós levantando apenas los carteles y tratando
de agitar las ajadas banderas polvorientas. Más tarde nos enteramos de que
algunos compañeros huelguistas, de los que venían tranqueando en la
retaguardia, desesperados, echándose en medio de la línea férrea, obligaron al
tren a detenerse, y que el maquinista, un gordo bonachón de voz tan ronca como
el silbato de su tren, les llenó las botellas y las cantimploras con agua de la
locomotora.
A la hora del ángelus, ungidos por los resplandores de un grandioso
crepúsculo rojo, sentimos de pronto en nuestros corazones como si fuésemos
caminando directamente hacia un nuevo mundo, hacia una nueva patria, hacia el
país mágico de la justicia y la redención social. Cansados como estábamos, pero
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arrebatados de emoción, la pampa nos pareció entonces lo más hermoso que
pudiera existir en el mundo. Como la mayoría de los marchantes éramos gente
venida del sur —los más viejos se habían quedado luego de combatir en la
campaña del 79, y los demás habían llegado hacinados en la cubierta de los
buques de carga—, al principio el paisaje nos golpeó tan cruelmente el alma, que
nos habíamos sentido como trasplantados a las sequedades sulfúricas de un
planeta ajeno. Sin embargo, poco a poco habíamos ido aprendiendo a querer
estos páramos miserables, a mirar y admirar su áspera belleza de mundo a medio
cocer. Habíamos ido descubriendo su alma oculta, como el tornasolado color
mineral de los cerros, por ejemplo; o la diafanidad prodigiosa de sus cielos
nocturnos, siempre ahítos de estrellas y luminosidades misteriosas. O como ese
crepúsculo teñido de arreboles que ahora mismo teníamos frente a nosotros y que
era como si el sol hubiese estallado en una explosión cósmica justo al llegar a la
raya del horizonte. Colosal crepúsculo que a los hombres más previsores de la
marcha ya nos estaba haciendo preparar las antorchas para iluminar la dura
noche pampina que se venía por el oriente.
Viendo que alguna gente a su lado ha comenzado a preparar chonchones,
Gregoria Becerra comenta con sus amigos que ya está por oscurecer y que hace
rato no ve a su hijo Juan de Dios. Llama entonces a Liria María, que camina un
poco más atrás junto a Idilio Montano, y le pregunta por su hermano. Ella tampoco
lo ha visto. Gregoria Becerra, que hace rato devolvió el sombrero a José Pintor y
ahora lleva uno de sus pañuelos de seda en la cabeza, con gesto severo dice a su
hija que ya es hora de que le devuelva el sombrero al joven. Luego se encarama
sobre un montículo de tierra y, desde allí, iluminada por los rescoldos de un sol
agonizante, mira hacia donde la columna se pierde de vista.
—¡Dónde diantres se habrá metido este pergenio! —dice preocupada.
Como hace un rato a Olegario Santana le ha parecido verlo caminando con
un grupo de niños por el otro lado de la línea férrea, se ofrece para ir a buscarlo.
Apartado de la columna, lo encuentra junto a una bandada de niños de su edad
orinando de cara al crepúsculo en una viril competencia de quién llega más lejos.
Olegario Santana se queda observándolo un rato. A él le hubiera gustado, cuando
niño, haber sido tan despierto y chúcaro como Juan de Dios, haber tenido una
hermana como la niña Liria y una madre como doña Gregoria. Pero él se había
criado solo en un caserío al pie de la cordillera y jamás conoció ni a su padre ni a
su madre.
—Mear de cara al sol produce orzuelos —dice Olegario Santana en voz
alta, mientras se pone a orinar un poco más retirado—. Por lo menos eso decían
las viejas allá en el campo.
—Y parece que usted se lo cree de verdad —le contesta divertido Juan de
Dios al verlo orinar de perfil al poniente.
—Soy cauteloso —murmura Olegario Santana como para sí.
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El niño tiene el rostro curtido por el sol del desierto y, lo mismo que a todos
los chiquillos pampinos, se nota que le estorban los zapatos, que está
acostumbrado a andar descalzo, que sus talones tienen tegumentos de perro. A
Olegario Santana le recuerda su propia infancia. Él también había crecido a pata
pelada y a campo raso, pastoreando cabras por el cerro. Los pocos niños que
conoció entonces eran tan ariscos como él, y el único pasatiempo que tenían en
esos valles perdidos de la cordillera era matar pájaros, ahuyentar al puma que a
veces bajaba a diezmar las ovejas y, de vez en cuando, a la hora de la siesta, más
por maldad de niños que por afán de lascivia, fornicarse a algún animal de los
mansos. Aunque muy pronto habían descubierto, sin mucho asombro por cierto,
que esto último no lo hacían solamente ellos. Lo supieron una tarde, luego de un
sarandeado temblor de tierra, cuando encontraron al pastor Primitivo Rojas
aplastado por una gran piedra a cuya sombra, al parecer, descansaba al momento
del temblor. Debajo de la roca se le asomaban los puros pies planos. Y cuando
entre todos, hombres, mujeres y niños del lugar, haciendo palanca con palos
lograron levantar la piedra, vieron con sorpresa que Primitivo Rojas, hombre
casado y padre de una chorrera de hijos, que se las daba de beato y se llevaba
todo el tiempo hablando de una supuesta aparición de la Virgen de Andacollo,
tenía los pantalones apeñuscados a los tobillos y, agarrada con ambas manos,
una gallina castellana ensartada en la entrepierna.
Cuando Olegario Santana y Juan de Dios acababan de incorporarse al
grupo de amigos, aparece un derripiador de la oficina La Perla reclamando de
manera furibunda en contra del niño. El hombre, un pasicorto de boca torcida, que
huele fuertemente a alcohol, alega enardecido que ese barrabás del demonio,
junto a una banda de mataperros como él, han golpeado a su hijo y le han quitado
la chomba de lana para destejérsela y usar las hebras para elevar sus cambuchas.
Y completamente fuera de sí, se abalanza encima de Juan de Dios para golpearlo.
Como ni José Pintor ni Domingo Domínguez logran calmar al derripiador —al que
tienen atajado a duras penas—, Olegario Santana se le planta por delante y dice
roncamente que suelten nomás al macaco, que él se hace cargo. Todos entonces
ven como al hombrecito le cambia la expresión del rostro y se tranquiliza
enseguida. Ha bastado que el «Jote Olegario» se abriera un poco el paletó negro,
y el otro viera brillar el corvo de acero asomándose en la faja, para que se le
encogiera el ombligo y luego comenzara a retirarse rezongando barbaridades y
dándole de puntapiés a su propio hijo.
—¡Por eso que este diablazo no se quita el paletó ni para ir a hacer detrás
de los morritos! —dice festivo Domingo Domínguez.
Gregoria Becerra, que ha mantenido abrazado a su hijo todo el tiempo,
dispuesta a enfrentarse ella misma con el hombre de haber sido necesario, mira a
Olegario Santana con agradecimiento. Luego pregunta al niño si en sus andorreos
por la columna ha visto a José Brigg, que este asunto hay que denunciarlo
enseguida a los dirigentes. Que no es bueno que se ande consumiendo licor en la
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marcha. Pero ni el muchacho ni ninguno de los amigos lo ha visto durante toda la
jornada. «Debe ir caminando a la cabeza», dice Gregoria Becerra.
—Si es que no bajó a Iquique bien sentadito en un coche de tren —
masculla por lo bajo Olegario Santana.
Cuando los últimos resplandores del sol rojeaban en la cresta de los cerros
pelados, con el último aliento de nuestro cansancio, comenzamos a sentir de
pronto la humedad del mar en el aire. Inflando los pulmones a toda vela,
aspirábamos con fruición la refrescante brisa con olor a yodo proveniente del
litoral. «Respire hondo» le viene diciendo Idilio Montano a Liria María. «Según
decía mi abuela, la brisa del mar es tan vivificante como un caldito de pollo».
Enamorados hasta los tuétanos, los jóvenes de nuevo se han ido quedando atrás
en la marcha y caminan mirándose a los ojos en un estado de enternecimiento
casi lastimoso. Esa languidez aguada que en las miradas de los otros es
cansancio, en las pupilas suyas no es nada más que amor.
De pronto, un poco más atrás de donde vienen ellos, se oyen unos
apagados gritos de mujer. Al devolverse ven que es una embarazada a quien la
caminata ha apurado el parto. Tirada sobre unos cueros de vacuno ella está a
punto de parir, mientras su esposo, un calichero de la oficina Argentina, alto y
flaco como los postes del telégrafo, pide desesperadamente que alguien asista a
su pobre Chinita. Llorando sin ningún reparo, el hombre dice que él no sabe nada
de alumbramientos y, aunque en las calicheras manipula la dinamita como si fuera
juguete de niños, en el fondo no es más que un cobarde, pues a la primera gotita
de sangre es capaz de desmayarse como un piñufla cualquiera. Excepto Liria
María, en esa parte de la columna no se divisa ninguna mujer, y los hombres
presentes, mirándose unos a otros, no hallan qué carajo hacer con la parturienta.
Cuando la joven quiere ir por su madre, Idilio Montano le aprieta la mano y,
temblándole la voz, le dice bajito que ya no hay tiempo, que él la va a asistir, que
algunas veces cuando niño ayudó a su abuela en el atendimiento de más de un
parto. Cambiando entonces el tono de voz, Idilio Montano pide a los hombres más
viejos que armen un toldo con frazadas alrededor de la mujer, y se da a la tarea de
ayudarla a alumbrar. Entre los pujos y los quejidos de la parturienta, asistida por
Liria María que tiembla de pies a cabeza, Idilio Montano comienza a realizar los
manteos que veía hacer a su abuela, mientras va repitiendo bajito, como para
entretener a la paciente y darse valor a sí mismo: «Parto sin dolor, madre sin
amor, como decía mi santa abuela».
Cuando un instante después el berrear de la criatura resuena rotundo en el
eco de la pampa —«¡Un pampinito de tomo y lomo!» anuncia conmovido Idilio
Montano—, al tomar y alzar al recién nacido entre sus manos ensangrentadas, el
joven herramentero siente de golpe, con los ojos arrasados en lágrimas, que
aunque la marcha se tronche y el movimiento no tenga el éxito esperado, que
aunque los gringos pulmoneros del carajo se rían de ellos nuevamente y ganen
otra vez como siempre ganaban, él, personalmente, ha logrado algo grandioso: se
ha hecho hombre. En estos tres días de huelga ha conocido la férrea solidaridad
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de los oprimidos, ha encontrado el amor en los ojos de Liria María, y ahora mismo
acaba de sentir la indecible sensación de la vida palpitando nueva entre sus
manos.
Tres horas después, mientras la columna camina bajo la luna llena, cuyo
fulgor onírico vuelve fantasmal la alta noche pampina, Idilio Montano aún parece
aturullado por el acontecimiento. Tomados de la mano, Liria María debe tironearlo
a cada rato para que no se quede como embobado contemplando un punto
invisible en el aire. Y es que, además, le cuenta emocionado él, la madre de la
criatura le ha dicho que le pondrá su nombre.
—Imagínese, si es como si fuera mi propio hijo.
A la luz de la luna, Liria María ve fluir un torrente de lágrimas en los ojos de
Idilio Montano. Nunca en su vida ha visto llorar a un hombre. En un súbito
arranque de ternura, la joven le seca las mejillas con las manos y lo besa
suavemente en la boca, sólo rozándole los labios. Cuando vuelven a mirarse,
todas las estrellas del cielo pampino parpadean diáfanas en los ojos sorprendidos
de ambos. Es el primer beso de amor que ella regala y el primero que él recibe en
su vida.
A primeras horas de la madrugada, enteleridos de frío y casi al borde del
desfallecimiento, los que conformábamos el grueso de la columna llegamos a las
lomas de Alto Hospicio. Allí esperaba un destacamento de soldados con órdenes
de no dejarnos bajar al puerto sino hasta que el día aclarara. Los uniformados,
una compañía completa de efectivos del Regimiento de Caballería de Iquique,
empezaron a revisarnos a todos, uno a uno, a medida que nos íbamos
reagrupando. Mientras algunos contemplábamos maravillados el fulgor de la
ciudad dormida junto al mar allá abajo, los soldados abrían morrales, extendían
cueros, desarmaban retobos y requisaban todos los zarandajos que, según ellos,
constituían armas.
Y es que ocurría que en Iquique se había corrido la bulla que una
enardecida horda de huelguistas bajaban de la pampa con actitudes hostiles y
belicosas. Y durante toda la noche los ingleses dueños de salitreras, los vecinos
principales y las damas de copete alto, aterrorizados por el rumor de que íbamos a
entrar a saco en la ciudad, no durmieron pensando en las calamidades que ese
tropel de rotos asoleados podría perpetrar en contra de sus personas y, muy
especialmente, de su sacrosanta propiedad privada. Sólo los comerciantes de
menor cuantía y, sobre todo, los dueños de garitos y prostíbulos, que en el puerto
eran legión, se sobajeaban las manos de gusto —y hasta subieron el precio del
licor los muy cabrones— pensando en el gran comercio que se iba a producir con
toda esa masa de pampinos sedientos que bajaban a pie desde los salares del
mismísimo infierno.
Después de la revisión —Olegario Santana escondió bien su corvo—, y
vigilados siempre por los militares, nos dimos a la tarea de encender algunas
fogatas. Más que para capear el frío, era para que su resplandor sirviera de señal
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a los compañeros que aún venían caminando. Los grupos de hombres y mujeres
rezagados, en su mayoría gente anciana, llegaban desmadejados de fatiga,
apoyados unos en otros. El aperreamiento a través del desierto, la sed y el
esfuerzo sobrehumano, había sido demasiado para sus pobres humanidades. A
una mujer de la oficina Santa Clara se le había muerto una guagua de dos meses
en el camino y, asistida piadosamente por su marido y por otras mujeres de su
oficina, llegó dando gritos desgarradores y apretando el cuerpecito de la criatura
como si fuese su propio corazón arrancado del pecho. Después nos enteramos de
que durante la marcha habían nacido varias criaturas, y otras tantas habían
muerto de deshidratación.
Ya casi al clarear, desguallangados de cansancio, demacrados, echados
entorpecidamente sobre la costra calichosa del suelo, los amigos conversan junto
a una fogata hecha de ramas de tamarugos. Juan de Dios, que como siempre se
ha alejado un poco del grupo, llega de pronto tocado por la emoción: en un fuego
de más allá ha visto a un poeta ciego llorando mientras recitaba poemas de la
pampa, y lo que no alcanza a comprender es cómo un cieguito puede llorar
lágrimas si no tiene ojos. Cuando, compungido, hace la pregunta, se produce un
silencio general. Todos en el ruedo se miran entre sí, consternados. Y en el
momento en que Domingo Domínguez, con el esbozo de una sonrisita lánguida,
va a soltar una de sus infaltables cuchufletas, Liria María se adelanta y, mirando a
los ojos oscuros de Idilio Montano, en cuyas pupilas ya se reflejan las primeras
claridades del amanecer, dice cariñosa:
—Es que las lágrimas brotan del alma, pues, Juan de Dios.
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Apenas el día clareó del todo los soldados dieron la orden de bajar.
Entonces, como un lento aluvión humano, los miles de huelguistas que
conformábamos la columna comenzamos a descender los cerros emocionados
hasta el llanto por la visión de la ciudad que, a esas horas de la mañana, con sus
treinta y ocho mil habitantes recién censados, se desperezaba ahíta de sol y de
mar allá abajo. Jadeantes, llevando en las manos nuestros pobres zapatos
desbaratados, bajábamos los grandes cerros de arena deslumbrados por el fulgor
del océano resplandeciendo a todo lo largo del horizonte. Pero aunque grande era
nuestro encandilamiento, sobre todo ante el espectáculo formidable de las
decenas de veleros de banderas extranjeras surtos en la bahía, nuestros pobres
hijos nacidos en las sequedades de la pampa no podían más de asombro y se les
atarantaban los ojos ante la inmensidad del mar, pues ni en sus sueños más
azules se habían imaginado el esplendor de «tanta agua junta».
Al llegar a la explanada, todo el mundo sintió deseos de echar a correr, de
desgranarse por las coloridas calles del puerto que nos esperaba atónito y
expectante. Pero los soldados no nos dejaron romper filas. Y arreándonos como a
un hato de ganado flaco nos desviaron hacia los recintos cercados del Club
Hípico, el Sporting Club, como lo llamaban los más siúticos, enclavado en las
afueras del lado sur de la ciudad.
Mientras la mayoría de nosotros, rotos y ajetreados hasta el calambre,
acataba en silencio las órdenes de los uniformados, otros refunfuñaban que no
éramos ningunos perros apestosos ni criminales sueltos para que vinieran a
tratarnos de ese modo. De todas formas, un gran número de hombres y mujeres,
de los que tenían familiares o amigos en el puerto, lograron escabullirse por entre
la caballería para perderse en medio de los madrugadores grupos de vecinos que
aguardaban nuestra llegada encaramados en los postes del alumbrado público, o
subidos sobre los techos de sus propias casas de madera.
A toda esa gente rasa de la ciudad, que nos veía llegar con expresión
estupefacta, debimos de parecerles una peregrina tormenta de arena proveniente
desde el interior del desierto, una extraña horda de bárbaros inofensivos —ellos
que esperaban ver rostros patibularios y muecas bravuconas— invadiendo la
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placidez matinal de su histórica bahía. Algunas piadosas damas iquiqueñas, todas
de familias más bien pobres, se nos acercaban, solícitas, con botellas de agua,
panes recién amasados y bolsas de naranjas y mangos frescos, y se largaban a
llorar de pura humanidad al ver el estado lamentable de nuestras mujeres y niños
más pequeños. Ellos, con sus labios descuerados, la piel de la cara asollamada y
enarenados de pies a cabeza, trataban lastimosamente de sonreír en gesto de
agradecimiento.
En esos instantes, en el fondo de nuestros corazones, nos sentíamos poco
menos que unos parias frente a las miradas compasivas de esa gente que nos
recibía con gestos amables y palabras de ánimo. Éramos tal vez los hombres que
más duro trabajábamos en la faz del planeta y, sin embargo, ante los habitantes
de la ciudad parecíamos ser sólo unos pobres menesterosos dignos de
conmiseración. Algunos de entre nosotros se negaban a recibir nada. Ellos eran
trabajadores que venían a reclamar lo justo ante las autoridades y no a mendigarle
a nadie. Ni menos a robar o a saquear como villanamente se había hecho correr el
rumor entre la gente acomodada de Iquique. Tal como días atrás, en el editorial
del diario El Pueblo Obrero, se había dicho que en ocasiones los trabajadores del
mundo se unificaban en la entonación del patriótico himno de la Marsellesa —no
para destruir ninguna Bastilla, sino para hacer frente a la explotación sin control
del ensoberbecido capitalista extranjero—, del mismo modo, esa mañana no era
otro el sentimiento que nos embargaba a los que llegamos caminando a Iquique.
Todos sentíamos que de verdad nos encontrábamos en uno de esos momentos
solemnes y dramáticos en que la altivez y la dignidad del espíritu del hombre están
puestas a prueba. Y llenos de orgullo nos decíamos que así como en las horas
que afligieron a la patria, los pampinos estuvimos listos a defenderla, de igual
modo ahora había sonado el clarín que nos anunciaba la hora de luchar en algo
mucho más grande, mucho más trascendente, mucho más humano: el conflicto de
la miseria.
Una vez instalados en la elipse del hipódromo, y para asegurarse de que no
nos desbandáramos hacia la ciudad, el recinto fue rodeado inmediatamente por
soldados del Regimiento Granaderos. Tenían razón por lo tanto los que
reclamaban airados que más que obreros en huelga semejábamos prisioneros de
guerra. Y aunque éramos operarios de distintas oficinas y cantones, y muchos de
nosotros no nos habíamos visto antes ni en peleas de perros, estos avatares del
conflicto nos unían y hacían compartir como si de verdad hubiésemos sido
amigos, compadres o vecinos de toda la vida. Y pegados a las cercas que
rodeaban el campo de carrera contemplábamos fascinados el movimiento de la
ciudad que, con sus coches tirados por caballos, el pregón tempranero de sus
aguadores y sus lentas carretas repartidoras de pan, ya comenzaba a despertarse
del todo allá a la distancia. «Parecemos monos mirando para la pista de baile»,
decían sonriendo los más enteros de ánimo.
A la gente de Iquique que por curiosidad se acercaba a mirarnos —y se
quedaba tras las rejas contemplándonos con una mezcla de conmiseración y
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extrañeza, pues a ellos tampoco les permitían traspasar el cerco—, o la que venía
buscando encontrar un familiar o algún amigo entre nosotros, la tribuna de primera
clase del Club Hípico debía de presentarles un aspecto extraño. Acostumbrados
seguramente a ver las aposentadurías ocupadas por damas de copete alto y
elegantes caballeros de frac, ahora las veían repletas de rotos fornidos, de
mujeres y niños en cuyos rostros tostados por el sol de la pampa aún se notaban
las huellas de la agobiante caminata.
Despernados, agotados como bestias, nos habíamos repartido en
numerosos grupos a lo largo y ancho del recinto deportivo. Y mientras algunos
compañeros no paraban de reclamar contra la inopia de las autoridades y el rigor
grosero de los soldados, otros, los más debilitados por el esfuerzo, echados a la
sombra de los pocos galpones que componían el hipódromo, con los pies
agrietados y llenos de ampollas, o padeciendo el escozor terrible de las ingles
escaldadas, se quejaban de la falta de agua para asearse un poco. Algunos
pedían que por lo menos los dejaran ir a darse un piquero en el mar que azuleaba
ahí, a unos cuantos pasos del recinto. «Olemos a sobaco de comanche, paisano»,
se decían, esbozando apenas una sonrisita lacia. Y hasta en la pista donde
corrían los caballos, bajo un sol que a esas horas de la mañana ya quemaba como
el diantre, se veían hombres durmiendo su cansancio feroz a pata suelta.
En un sector del hipódromo, junto a una de las grandes pipas de «agua
para beber», dispuestas por las autoridades municipales, Olegario Santana y sus
amigos descansan sentados en el suelo. Mientras José Pintor, con sus pies
hechos una miseria, se da a la tarea de rebanarse los ojos de gallo con su vieja
navaja de afeitar, Juan de Dios, con el resplandor del mar aún cegándole los ojos,
le pide a su madre que por favor lo deje ir a conocerlo de más cerquita.
—Sólo para bañarme los pies y me vengo al tiro —le ruega.
Idilio Montano tampoco ha estado nunca cerca del mar. Sentado junto a
Liria María, mirando con asombro los dos buques de guerra anclados frente a
ellos, le dice al niño que él también quisiera ir, pero que los soldados no están
dejando salir ni entrar a nadie del recinto. Y dirigiéndose a sus amigos se lamenta
de que las autoridades los estén tratando como si fueran forajidos de la peor
especie. Que esa no era la manera en que él había pensado que los iban a recibir
en Iquique.
—¿Acaso el jovencito se había soñado un recibimiento con banda de
música? —dice sarcástico Domingo Domínguez, coronando su mofa con una
carcajada que le hace meterse los pulgares rápidamente a la boca, pues el
enflaquecimiento de la caminata le ha aflojado aún más la placa dental y casi se le
sale disparada.
Gregoria Becerra, que al saber el incidente del parto en la marcha ya no
mira al volantinero con tan malos ojos, dice que el joven tiene razón, que tanto
soldado rodeando el local da mala espina.
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—Además esos buques parecen estar apuntando sus cañones
directamente hacia nosotros —dice volteando la vista hacia la playa.
Luego de haber repartido pan y café, y cuando en medio de una arrebatiña
descomunal todo el mundo le compraba queso y charqui a doña Flora, una
vendedora monumentalmente gorda que se estaba haciendo la América con su
mercancía entre tanto muerto de hambre, llegó al recinto el Intendente suplente,
don Julio Guzmán García. Ahí recién nos vinimos a enterar muchos de nosotros
de que el Intendente titular estaba renunciado y que se había ido a Santiago sólo
unos días antes.
La primera autoridad de la provincia llegó acompañado del jefe interino de
la División de Ejército, don Agustín Almarza, y de un par de vecinos notables de
Iquique: don Santiago Toro Lorca y el abogado don Antonio Viera Gallo. Un gran
número de obreros se arremolinó entonces en torno a ellos hablando a gritos y
tratando de hacerse oír todos a la vez en una sola y gran chimuchina en donde las
mujeres pedían a gritos un control de peso y medida en las pulperías y los
calicheros vociferaban que se debiera prohibir de una vez por todas, carajo, que
los administradores arrojaran el caliche de baja ley a la rampla para después
elaborarlo sin haberlo pagado, mientras el resto de las voces se alzaba
reclamando el pago de salario a razón de 18 peniques y que el cambio de las
fichas debiera ser por su valor nominal y sin ninguna clase de descuentos.
Como en medio de tanto minero rudo y sin un ápice de educación, el señor
Intendente, un caballero de aspecto delicado, vocecita aflautada y bañado en agua
de olor, se sintiera sofocado y a punto de desmayarse, sus acompañantes optaron
por rescatarlo del tumulto y, casi en brazos, meterlo en una de las dependencias.
Después, llamando al orden y la compostura, pidiendo a gritos un poco de
urbanidad y buenas maneras, dijeron que sólo seguirían parlamentando con los
integrantes de un comité elegido por nosotros mismos, y que la reunión se haría a
puertas cerradas. Entonces, rápidamente se improvisó un comité formado por un
dirigente de cada oficina en huelga, para que se encerrara a conferenciar con las
autoridades.
Entablada la reunión, el señor Intendente, con el resuello ya aplacado y el
pulso más tranquilo, solicitó al comité que bosquejara y le hiciera entrega de un
memorial con nuestro petitorio. Esto, dijo, con el motivo de presentarlo en las
conversaciones con los agentes y propietarios de las salitreras. Después,
sacándose sus finos espejuelos con montura de oro, y extrayendo luego un
pañuelo blanco plegado en cuatro dobleces perfectos, prometió hacer todo lo que
estuviera en sus manos para que los industriales salitreros aceptaran las
peticiones que, por lo que acababa de oír, encontraba bastante razonables —
«procedentes», dijo, escudriñando sus espejuelos a trasluz—. «Pero mientras
tanto», comenzó a argüir circunspecto el señor Intendente, apoyado esta vez por
sus encumbrados acompañantes, en especial por el abogado, señor Viera Gallo.
«Pero mientras tanto —repitió arrastrando las palabras y frotando lenta y
meticulosamente los espejuelos con su pañuelo olorosito a lavanda, cuya blancura
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inmaculada ninguno de los presentes podía dejar de mirar— sería muy
conveniente para el bien de las negociaciones, que los trabajadores se
devolvieran hoy mismo a las faenas y dejaran una comisión en el puerto para que
los representara». Por supuesto que en ese punto ninguno de nosotros estuvo de
acuerdo. Por el contrario, le pedimos al comité que solicitara una contestación por
parte de los industriales en un plazo no mayor de veinticuatro horas.
Cerca de la una de la tarde, Juan de Dios, que hacía rato se había ido a
andorrear por dentro del recinto del Club Hípico, llega donde su madre
acompañado de dos individuos que a la legua se nota no son pampinos. En esos
momentos Gregoria Becerra y Liria María están ayudando a despiojar a los hijos
de una familia amiga de Santa Ana, siete niños hombres en escala real, de uno a
siete años de edad, que no paran de rascarse la cabeza en ningún instante. Juan
de Dios dice que los caballeros son periodistas del diario La Patria y que quieren
entrevistar a algunos de los huelguistas, especialmente si son de la oficina San
Lorenzo, donde, se sabe, comenzó la huelga.
Mientras Olegario Santana se aparta silenciosamente del grupo y, junto a
una reja, se va a terminar de comer una marraqueta con queso, acompañándola
con tragos de agua de su cantimplora, Domingo Domínguez, doblándose en una
histriónica reverencia, se ofrece de inmediato para ser entrevistado «por los
señores periodistas de tan prestigioso diario local».
A la pregunta de qué pretendían hacer los pampinos en Iquique para lograr
un posible arreglo al conflicto, pues se había corrido la voz que venían en son de
guerra, el barretero, adoptando ahora un aire circunspecto, y acariciando su
grueso anillo de oro, dice que ellos no han caminado los kilómetros que han
caminado para venir a formar bochinche a Iquique. Que como cualquiera de los
presentes lo puede constatar, incluso los mismos señores de la prensa, la
presencia de ánimo de los huelguistas es admirable y que todo el mundo allí está
tranquilo y calmado, y pensando en cualquier cosa menos en hostilidades.
—Un comité ha presentado las bases de nuestras peticiones —tercia el
carretero José Pintor—, y si los gringos la aceptan, todos felices; y si no la
aceptan, bueno, qué se le va a hacer. Pero que nos lo digan ahora. Así nos
volvemos rápidamente a la pampa a seguir poniéndole el hombro al cerro.
—O ahuecamos el ala y nos volvemos al sur, de donde a la mayoría nos
trajeron enganchados con engañifas de cascabeles y vidrios de colores —tercia
Gregoria Becerra.
—Nosotros estamos completamente seguros de la justicia de nuestra causa
—interviene de nuevo Domingo Domínguez alzando el índice en gesto doctoral y
aprovechando a la vez de afirmarse la dentadura—. Y si sabemos que es fundado
y legal lo que pedimos, ¿para qué vamos a echar a perder el pleito con
tinterilladas de mala ley? Mientras no nos provoquen, mientras se nos respete
como personas, tal como respetamos nosotros, nuestra actitud será de completa
cortesía para con todo el mundo.
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—Lo que todos queremos —remata José Pintor, sacándose el palito de la
boca y apuntando con él a los entrevistadores— es una contestación categórica
para saber a qué atenernos. Punto.
—¡De eso mismito se trata, pues, hermanitas! —intervienen de pronto dos
pampinos de aspecto alcohólico y voz apaisanada que habían estado observando
la entrevista a dos pasos de distancia y no se aguantaron las ganas de
entrometerse.
Tras acercarse al grupo, hablando uno y otro a la vez, los operarios dicen
que ellos son uno boliviano y el otro peruano, que uno trabaja de barretero en la
oficina Santa Clara y el otro de particular en la San Agustín, que se han conocido
durante la marcha, en la cual, además de la amistad y las mentiras para
entretenerse en el camino, han compartido toda la provisión de aguardiente que
traía cada uno —«para pasar el frío de la noche, pues caballeritos, no se vayan a
creer otra cosa»—, y que los dos, al igual que los paisanitos chilenos presentes, lo
único que quieren ahora es una respuesta rápida para volver a sus trabajos. Que
aunque mucha gente cree que nada se va a conseguir con todo este vocerío, que
las autoridades y los señores industriales no van a hacer caso ni un tantito así a
sus reclamaciones, ellos, los que conformaron la gran marcha a través del
desierto, tendrán el honor y la consideración de haber sido los primeros en alzar
sus voces de protesta, los primeros en dar la iniciativa para que nunca más,
carajo, los trabajadores de la pampa salitrera entreguen la oreja así como así, sin
antes reclamar lo que creen justo.
Domingo Domínguez, tras oírlos hablar, se los queda mirando un rato con
malicia. Luego, haciendo mención a la guerra en que Perú y Bolivia combatieron
unidos contra Chile, dice festivo:
—¡Acaba de hablar la Confederación Perú-boliviana!
En medio de la risotada general, y llevado por ese sentimiento recíproco
que nace entre los hombres del vino, el barretero se presenta cordialmente con
ellos.
—Mi nombre es Domingo Domínguez.
Y palmoteando a ambos alegremente, remata guasón:
—¡Para servirles, para servirnos y para que nos sirvan!
Después les presenta uno a uno a sus amigos y termina charlando con ellos
sentados en el suelo, como si se conociesen de toda la vida.
A las hora de la siesta, exactamente a los dos de la tarde, se supo en el
hipódromo que el comité iba a tener una reunión decisiva en la Intendencia, y que
luego se efectuaría una asamblea frente al mismo edificio, a la que podía asistir el
que quisiera. En una polvorienta estampida, todo el mundo se desbandó entonces
hacia la ciudad. Y, una hora después, una gran multitud —formada además por
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curiosos y operarios de los gremios en huelga de Iquique— se concentró llena de
esperanza frente al edificio de la primera autoridad provincial.
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Olegario Santana y sus amigos son de los primeros en llegar al lugar del
mitin. Gregoria Becerra quiere quedar lo más cerca posible de los balcones y
apura a su hijo Juan de Dios para que no se aleje mucho de su lado. En cambio ya
casi se ha rendido al hecho de ver a su hija Liria María retrasándose siempre junto
a ese jovencito de ojos adormilados. José Pintor y Domingo Domínguez, al oírla
lamentarse y mover la cabeza en un gesto de resignación, la consuelan con la
cuchufleta de que aparte de ser honesto y trabajador entre los trabajadores, el
muchacho es más tranquilo que un volantín sin viento.
Un poco más atrás, a pleno sol, tomados de la mano y sin dejar de mirarse
un solo instante, Idilio Montano y Liria María casi no se percatan del gentío que
empuja, canta, grita y suda a su alrededor. Para ellos la huelga ha cambiado
completamente de sentido. Ahora toda ella no es más que la escenografía
grandiosa para la puesta en escena de la sublime obra de su romance inmortal.
Creen con el alma que cada uno de los acontecimientos derivados del conflicto se
han confabulado sólo para dar realce a la historia de su amor. Su encuentro en el
pueblo de Alto San Antonio, la épica marcha a través del desierto y su estadía
ahora en esta ciudad llena de comercio y casas como palacios de cuento, no es
más que la espléndida trama de su enamoramiento. Y mientras la agitada
muchedumbre a su alrededor, sufriendo los efectos de la canícula aplastante, no
deja de clamar y reclamar sus reinvindicaciones, y levantan carteles y flamean
banderas y redoblan tambores, y cada uno sufre y se afana en los más mínimos
pormenores del conflicto, ellos, embelesados de amor, íngrimos, como protegidos
por una sombrita de nube propia, parecen como tocados por la gracia divina. No
dicen nada, no escuchan nada, no piensan nada. Todo lo que hacen es entrelazar
sus manos en una sola rosa lírica, húmeda, carnal. Y mirarse. Mirarse
interminablemente. Él descubriendo que en los ojos claros de ella se refleja la luz
del primer día de la creación; ella, que en los ojos negros de él se descifra la
oscuridad de la noche primigenia, y ambos vislumbrando la verdad irrebatible
(pero simple como el oro) de que la noche y el día juntos conforman el misterio de
la unidad del mundo, el misterio insondable de la unidad de la vida, de la unidad
del amor.
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Pasado un rato largo, cuando los miles de obreros acabildados bajo los
palcos de la Intendencia, achicharrados por el sol, ya comenzábamos a
despotricar por tanta demora, un integrante del comité, apareció en lo alto de la
tribuna. Era un joven patizorro de la oficina La Perla. Inmediatamente el silencio se
hizo general. El joven, papel en mano, el sombrero echado atrás y secándose la
frente con un pañuelo arrugado, comenzó a leer con un vozarrón de trueno que ya
se lo hubiera querido cualquier capataz de cuadrilla. La proposición hecha por las
autoridades consistía en que obreros y patrones debían acordar una tregua de
ocho días como mínimo, tiempo que los agentes y las compañías salitreras
consideraban absolutamente necesario para consultar a sus jefes respectivos en
Inglaterra, Alemania y en los demás países europeos en donde tenían sus
despachos. Mientras tanto, y esto era lo esencial, los huelguistas deberían volver
a su trabajo en la pampa, para lo cual ya se estaban preparando y poniendo a
disposición algunos convoyes del ferrocarril salitrero. Los señores industriales por
su parte se comprometían formalmente a dar contestación en el plazo acordado, y
que si ésta resultaba desfavorable, los obreros quedaban en pleno derecho a
abandonar sus faenas cuando estimaran conveniente.
Fue como si nos hubiese caído un rayo.
El descontento nos quemó el pecho por dentro y la rabia nos retorció las
tripas como vidrio molido. Nuevamente nos sentíamos engañados y humillados
por la soberbia y el desprecio de los industriales. Para esos marrulleros del carajo
cada uno de nosotros no era sino un número en las planillas, unos parias sin más
derechos que los de las mulas que arrastraban las carretas de caliche en la
pampa. Un ¡No! rotundo escapó entonces de las gargantas pampinas. Un clamor
colosal inundó todo el ámbito de la ciudad rechazando la propuesta y persistiendo
en el plazo de veinticuatro horas para que los señores industriales dieran su
respuesta.
Y cuando la protesta de la muchedumbre comenzaba a subir de tono y los
ánimos se caldeaban peligrosamente, apareció en la tribuna el abogado, señor
Viera Gallo. Con su monóculo en la mano y su eterna sonrisita de beato en
domingo de ramos, tras saludar a la masa con un afectado gesto de paternidad, el
abogado infló sus plumas en un carraspeo solemne y luego se soltó en un florido
discurso de tono rimbombante, una perorata en la que no pudo dejar de sacar a
colación, junto a los grandes intereses de la patria, la roja sangre araucana, la
valentía de nuestros héroes, la hermosa bandera tricolor jamás arreada ante el
enemigo, y otras lindezas por el estilo. «Vosotros, soldados de acero —terminó
diciendo retóricamente el abogado—, vosotros que habéis cruzado infatigables y
serenos las candentes arenas de la pampa que se dilatan infinitas en el horizonte;
vosotros que habéis delegado en un comité directivo todas las atribuciones, ahora
tenéis el deber de acatar esa resolución, pues dicho comité ya lo aprobó y por
consiguiente os toca sólo obedecer y guardar silencio».
—Esas son paparruchadas de futre leído —masculla Olegario Santana.
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—¡Puras bolas de político patrañero! —recalca a su lado José Pintor.
Y cuando Domingo Domínguez, que se ha ido corriendo de a poco hacia
adelante, está a punto de saltar a la palestra a rebatir al abogado pendejo, el joven
dirigente obrero que había leído las bases propuestas, toma de nuevo la palabra.
Sin amilanarse ni temblarle el bigote, mirando directamente a la cara del abogado,
dice que el caballero está equivocado medio a medio; que el comité no ha
aceptado tales bases; que lo que ha hecho es recibirlas y ahora las presentaba a
la asamblea para que ella acordara su aprobación o repudio.
—¡Las repudiamos! —fue el grito que a una sola voz se oyó en la multitud.
Domingo Domínguez, entonces, exaltado hasta la inflamación, forma bocina
con las manos y se hace oír por sobre el bullicio de la turba diciendo que grandes
causas se han perdido a través de la historia por culpa de algunos próceres
campanudos que con su oratoria ampulosa han logrado engatusar a las masas.
Tras el instante de silencio que se hace entre los huelguistas, y para sorpresa de
sus amigos, el barretero aparece de pronto encaramado en lo alto de la tribuna.
Allí, echando mano a todas sus dotes teatreras, con tanta o más prosopopeya que
el propio abogado Viera Gallo, y olvidando por completo el problema de su
dentadura floja, improvisa un sublime discurso que es ovacionado largamente por
los huelguistas.
—Yo, obrero de la pampa —comienza diciendo en tono engolado Domingo
Domínguez—, átomo insignificante de la sociedad, levanto mi voz para rebatir la
verba arrebatadora del señor abogado aquí presente. Mis palabras tal vez no
alcancen a desvanecer el influjo magnético dejado en el aire por el gran orador
que es el señor Viera Gallo, pero sepan ustedes que ellas de ninguna manera son
el hueco cascabeleo de los trajes de pierrots, sino que nacen del fondo más íntimo
de mi alma. Mis palabras son la expresión sincera del obrero que, vegetando en
las candentes arenas del desierto, como ha dicho el mismo señor abogado, ha
venido aquí nada más que a reclamar justicia. No somos una tracalada de salvajes
sin Dios ni ley, ni traemos bandera de exterminio para nadie, sólo queremos algo
tan simple como que se nos pague un salario justo, a un tipo de cambio de 18
peniques, que es la cosa más legítima del mundo. Pues debo decir que ellos, los
señores industriales, en nada se perjudican con la baja del cambio, muy al
contrario, aprovechando esa circunstancia, nos quitan a nosotros la mitad del
jornal que nos pagaban antes. Es inútil entonces que en estas condiciones se
recurra al manoseado expediente de hablarnos en nombre de la patria y sus
gestas gloriosas. Eso es como querer engañar a unos niños con lentejuelas de
clowns de circo. No nos vamos a dejar convencer con esa clase de arengas
patrioteras, pues no es posible que hayamos hecho un sacrificio estéril, no es
posible que hayamos echado el bofe caminando por las arenas del desierto, con
mujeres y niños a cuestas, para volver a las calicheras con apenas una frágil
ramita de esperanza entre las manos, una pobre esperanza que mañana
seguramente se disipará sin remedio al primer soplo del viento pampino.
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Luego de las palabras de Domingo Domínguez, y de las improvisaciones de
otros operarios envalentonados por la aclamación dada al barretero, se reanudó
nuevamente el parlamento entre las autoridades y la delegación de los
huelguistas. Y después de otra hora de debates, mientras en la calle todos
gritábamos y queríamos hacer uso de la palabra, apareció en el balcón el señor
Julio Guzmán García. En la expresión de su rostro percibimos algo que de entrada
nos dio mala espina. Con su voz de flauta y sus ademanes de caballero remilgado,
el Intendente nos anunció, complacido, que al fin se había logrado una resolución
final. Que, de común acuerdo con los dirigentes obreros, se había llegado a la
conclusión categórica que de todas maneras se necesitaba el plazo de ocho días
pedido por los señores salitreros para tener una contestación definitiva a nuestras
reclamaciones. Que ese punto era ineludible. Y que mientras tanto podíamos
volver tranquilos a la pampa, porque él, como primera autoridad de la provincia,
nos prometía que todas y cada una de nuestras peticiones serían expuestas
claramente. Que tuviéramos confianza en sus palabras. Y que en la eventualidad
de que, cumplido el plazo fatal, nuestro petitorio no fuera aprobado por los
patrones, podíamos estar seguros de que él mismo, el Intendente en persona,
pondría trenes en las estaciones de cada una de las oficinas salitreras para que
bajáramos a Iquique.
Mientras la autoridad hablaba, un silencio de duelo comenzó a cernirse
sobre la muchedumbre. Decepcionados y amargados hasta casi el llanto, los
pampinos nos mirábamos las caras unos a otros sin entender muy bien qué carajo
era lo que ocurría. Lo único que empezábamos a sentir claramente era que
habíamos atravesado medio desierto por las puras arvejas.
La autoridad provincial terminó diciendo que a las cinco de la tarde estarían
listos los trenes que nos conducirían de vuelta a nuestras faenas. Que aquí se
quedaban nuestros representantes, en número de cinco por oficina, para defender
la causa. «Ellos —remató, tratando penosamente de emular la arenga del capitán
Arturo Prat— sabrán cumplir con su deber».
Después de esto, el gentío comenzó a disgregarse refunfuñando
amargamente. El desgano había hecho presa de todos. El grueso de los
huelguistas se encaminó hacia los recintos del Club Hípico en donde, según se
había dicho desde los balcones de la Intendencia, antes de partir a la pampa se
nos serviría un trozo de carne asada de dos bueyes chunchos beneficiados
especialmente para nosotros. Otros, en tanto, los que andaban con mujeres y
niños, aprovechando el poco tiempo que les quedaba en el puerto, se fueron a
conocer los paseos de la ciudad o a caminar por la playa. Como en esos mismos
instantes comenzó a correr la voz que un grupo de veintidós mujeres, rezagadas
en la marcha, habían asomado medio muertas de cansancio en el cerro, por el
lado de los estanques de agua, un numeroso grupo de pampinos resolvió
inmediatamente subir a recibirlas. Y porque se decía que junto a las mujeres
venían algunos niños enfermos, una tropa de soldados subió también para
bajarlos al anca de sus caballos.
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Al terminar la concentración, mientras la trifulca de gente se revuelve y
desparrama en todas direcciones, y Domingo Domínguez y José Pintor reclaman
en voz alta que de nuevo nos han guaneado estos gringos del carajo, que ahora
hay que sentarse en una piedra a esperar la respuesta al petitorio, pues los
barones de Londres van a contestar para las calendas griegas, Gregoria Becerra
se da cuenta de que su hijo Juan de Dios no se ve por ninguna parte. «Lo único
que faltaba», se dice nerviosa. Primero les pregunta a sus amigos si alguno ha
visto por ahí a ese pergenio de porquería. Luego se acerca a preguntarles a cada
uno de los conocidos que encuentra a su paso. Después, ya tomada
completamente por los nervios, empieza a correr de un lado a otro hurgando y
averiguando entre los grupos de gente que se disuelven con sus banderas y
carteles plegados bajo el brazo. Todo en vano. Ahora que hay que volver a la
pampa, el niño parece haberse desvanecido en el aire. La angustia hace presa de
Gregoria Becerra y Liria María comienza a llorar.
Los amigos resuelven que lo más conveniente en esos casos es repartirse y
buscar en varios puntos a la vez. Olegario Santana y Domingo Domínguez irán a
buscar en los recintos del Club Hípico; Idilio Montano y José Pintor recorrerán las
calles aledañas a la Intendencia. Gregoria Becerra se quedará junto a su hija
esperando ahí mismo, por si el niño regresa.
—Tan difícil de manejar que me salió este niño —se mesa las manos con
desesperación, Gregoria Becerra—. Si es como tirar un burro de la cola.
Mientras madre e hija aguardan mirando y fijándose en cada niño que pasa
ante ellas, un gran contingente de soldados, marineros y policías a caballo,
comienzan a copar las calles principales. De igual forma, cual si hubiesen estado
aguardando el final del mitin encajonadas a la vuelta de la esquina, varias bandas
militares empiezan a recorrer el centro interpretando aires marciales y melodías de
moda para deleite de la gente que, en medio de una dorada nube de polvo,
remolinea y las sigue llenas de entusiasmo. En medio de su angustia, Gregoria
Becerra se da cuenta de que muchos pampinos se han dejado emborrachar la
perdiz y comienzan a convencerse de que todo se ha solucionado para bien, y
hasta se muestran felices de la situación.
Cuando una hora más tarde, sudorosos y agitados, los amigos vuelven a
reunirse con Gregoria Becerra, ésta y su hija, afligidas hasta las lágrimas, se han
sentado en la vereda esperando y rezando a la Virgencita de la Tirana. Aunque
todos vienen con las manos vacías, el carretero trae el dato esperanzador de que
un grupo de niños, al enterarse de que a las cinco de la tarde regresaban a la
pampa, se escabulleron hacia la playa con la intención de darse un baño de mar
antes de partir. Cuando Idilio Montano se ofrece para ir en su busca, Liria María,
con sus mejillas pálidas hasta la transparencia, pide a su madre que si puede
acompañarlo.
—Mejor que vaya el joven solo —dice asonambulada Gregoria Becerra—.
Sería una lindura que ahora perdiera también a mi hija.
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Al partir Idilio Montano los demás amigos deciden no volver al Club Hípico
donde se ha concentrado la gente para salir en columna a embarcarse hacia la
pampa. Sentados ellos también en la vereda, se quedan acompañando a las
mujeres que no paran de rezar para que aparezca Juan de Dios. Liria María, que
ya no sabe si pensar en su hermano o en la posibilidad terrible de no volver a ver
nunca más a Idilio Montano, se tapa la cara con las dos manos y comienza a llorar
de nuevo.
Tras un rato de barajar posibilidades y dar ánimos a las mujeres, Domingo
Domínguez aparta un poco a sus amigos y les dice, en voz baja, que reciencito
nomás se ha dateado sobre un boliche que está vendiendo licor por la puerta
chica, aquí a la vuelta de la esquina. Que él está dispuesto a empeñar su anillo de
oro si es necesario. «Estoy que muerdo por un trago», dice, pasándose la lengua
por su bigotito blanco.
Olegario Santana, pensando en la preocupación de las mujeres, opina que
lo mejor es dejarlo para otra ocasión.
—O para más tarde —interviene José Pintor.
El barretero conviene a regañadientes.
—Tendré que conformarme con tragar salivita —dice, haciéndose el
atormentado.
Cuando las campanadas del reloj de la torre de la plaza Prat están dando
las cinco de la tarde, los amigos ven pasar la columna de obreros que, desde el
hipódromo, se dirigen a la estación de trenes a embarcarse de vuelta hacia la
pampa. Con las banderas al viento, pero sin los carteles de reclamaciones, los
pampinos marchan flanqueados por soldados de infantería y caballería que
mantienen a raya a los cientos de operarios en huelga de los gremios iquiqueños
que, desde las aceras, los siguen gritándoles que no se vayan, compañeros, no
regresen a las calicheras, sigan adelante con la huelga, que los trabajadores de
Iquique estamos con ustedes, hermanos!
Lo que llama la atención de los amigos es que al frente de los huelguistas
va una gran banda de regimiento marcándoles el paso al son de patrióticos
himnos marciales.
—Estos babosos quieren hacer creer que nos vamos de Iquique como
vencedores —dice con bronca Olegario Santana.
A lo lejos, como apurando el tranco de los obreros, se oyen resonar los
pitazos urgentes de una locomotora.
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Ante la desesperación de Gregoria Becerra al ver que la gente vuelve a la
pampa y su hijo no aparece, los amigos deciden quedarse con ella. No se
moverán de su lado hasta que aparezca el niño. Total, dicen, quedarse un día más
en Iquique, no es ninguna tragedia. La pampa no se va a acabar.
—Nos vamos a morir todos y la pampa va a seguir existiendo —redondea
perogrullesco Domingo Domínguez, tratando de animar a las mujeres.
—Si en media hora no aparece el herramentero con el niño, nos vamos
nosotros también a recorrer la playa —dice José Pintor.
Media hora más tarde, extrañados de no ver todavía ningún tren con
huelguistas subiendo los cerros, y cuando ya comenzaban a planear para qué lado
de la playa se iba a ir cada uno, les llega de pronto en el aire el griterío ronco de
una muchedumbre acercándose. Sorprendidos hasta el alelamiento ven aparecer
entonces, por la misma calle por donde habían pasado a embarcarse,
acompañados ahora de los gremios iquiqueños que los alientan y avivan puño en
alto, a los miles de huelguistas pampinos cantando y gritando eufóricos que nadie
se vuelve a la pampa, carajo, que todo el mundo se queda en el puerto hasta las
últimas consecuencias. Sin embargo lo que emociona hasta las lágrimas a
Gregoria Becerra y a su hija, y maravilla hasta las carcajadas a Olegario Santana
y a sus amigos, es que a la cabeza de la procesión, caminando junto al dirigente
José Brigg, viene Juan de Dios en persona, sonriente y feliz de la vida.
El muchacho, luego de la reprimenda de su madre y de los abrazos
emocionados de su hermana, que no para de sollozar, dice, en medio de la
gritería, que como en la playa se les hizo tarde, él y los demás niños decidieron no
volver al centro, sino irse directamente a la estación, pensando que allá se
encontraría cada uno con sus padres. Y cuando, rodeándolo entre todos, le
preguntan qué diantres ocurrió en la estación que la gente se devolvió toda, Juan
de Dios comienza a contar a los gritos que cuando los pampinos llegaron a la
estación y vimos que los carros que nos habían puesto eran planos, de esos para
cargar sacos de salitre, los más empecinados empezamos a gritar que qué
demonios se creía todo el mundo que éramos nosotros para que vinieran a
tratarnos como animales, que no íbamos a viajar a ninguna parte amontonados
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como sacos de salitre en esos carros sin protección ni seguridad ninguna. Y es
que nosotros sabíamos mejor que nadie que viajar en ellos era un peligro vivo,
que a los tumbos y vaivenes de las numerosas curvas de la vía férrea,
especialmente en la escarpada subida de los cerros, se podía fácilmente sufrir un
accidente fatal, pensando sobre todo que la mayor parte del viaje se haría de
noche y que con nosotros iban guaguas, niños y mujeres. Y mientras discutíamos
esto con los compañeros que ya se habían acomodado en los carros, los
huelguistas de los gremios iquiqueños, amontonados en el Cerro de la Cruz, nos
gritaban a todo pulmón que no volviéramos a la pampa, que nos quedáramos en el
puerto, que entre todos podíamos llegar a doblarle la mano a los capitalistas
zarrapastrosos. «No entreguen la oreja, hermanos pampinos», repetían a todo
grito los iquiqueños, agitando sus banderas. Y muchos de ellos, rompiendo el
cerco de las tropas que los mantenían alejados de nosotros, bajaban corriendo
hasta la explanada de la estación y allegándose a la línea del tren increpaban
duramente a los que ya se habían embarcado. «Parecen una manada de carneros
acurrucados ahí encima», les gritaban incitándolos. Y en tanto sucedía esto, el
abogado, señor Viera Gallo, que nos había seguido en su automóvil de lujo hasta
el embarcadero, trataba de convencernos por todos los medios de que no
hiciéramos causa común con los obreros de Iquique, que éstos eran una manga
de flojos, una cáfila de mañosos poco acostumbrada al trabajo. Pero nosotros, ya
con el ánimo exaltado, y enrabiados por el desprecio de que éramos víctimas por
parte de autoridades y patrones, resolvimos de pronto no regresar al trabajo, no
volver a la pampa, quedarnos todos en el puerto a luchar hasta el final por
nuestros derechos. Y cuando la muchedumbre vociferante, al grito de ¡A la plaza
de armas! ¡A la plaza de armas!, comenzó a devolverse toda hacia el centro de la
ciudad, los militares que nos custodiaban quedaron en un momento rodeados y
embotellados, a completa merced de la turba. Sin embargo, nadie levantó una
mano contra ellos ni hizo el menor ademán de agredirlos. Esa fue sin duda una de
las tantas demostraciones del espíritu pacifista que nos movía, y que mantuvimos
durante todo el tiempo que duró la huelga.
Luego de llevar a efecto un gran mitin en la plaza Prat, en donde se hicieron
encendidas proclamas en contra de los patrones, la consigna unánime fue ir
nuevamente hasta la Intendencia. Allí, alarmado por la gritería ensordecedora del
gentío, por uno de los balcones del edificio se asomó la figura de don Julio
Guzmán García, sorprendido y demudado.
Cuando momentos más tarde nos dirigió la palabra, su tono ya no era el
que había usado hasta entonces —por cierto, nosotros no sabíamos aún de su
pedido urgente de tropas para el puerto ni del telegrama del Ministro del Interior en
el que se le ordenaba reprimirnos con firmeza, «sin esperar a que los desórdenes
tomaran cuerpo»—. En una perorata pausada y cortante, llena de despropósitos,
el señor Intendente nos dijo entonces, entre otras burradas del mismo calibre, que
el dinero para pagarnos no era suyo sino de los salitreros, y que él no podía
ponerle una pistola al pecho a los señores industriales para que nos concedieran
lo que reclamábamos. Pero mientras hablaba, muchos nos dimos cuenta de que
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detrás suyo, ocultos entre el cortinaje de los ventanales, los señores Toro Lorca y
Viera Gallo, gesticulando y moviendo las manos, le iban dictando una a una las
palabras que él repetía como un loro en su discurso. Después, a instancias de
nuestros cantos y gritos a favor de la huelga, y de nuestra decisión de no volver a
los recintos del hipódromo, hizo subir al comité de obreros para conferenciar sobre
lo que se podía hacer con nosotros por el momento.
Cuando después de un rato, José Brigg se asomó por uno de los balcones,
el silencio que se produjo fue impresionante. El mecánico anarquista de la oficina
Santa Ana, hijo de padres norteamericanos y secretario en la fundación de la
delegación pampina de Huara —que a esas alturas, sin mostrarse demasiado, se
había alzado como el cabecilla natural de la huelga—, nos informó que las
autoridades nos ofrecían dos locales para alojarnos: el convento de San Francisco
para los hombres y la Casa Correccional para las mujeres.
Enardecidos, los pampinos contestamos que bajo ningún motivo
aceptábamos quedarnos en un convento. Y aludiendo a un reciente y sonado
escándalo de homosexualidad entre algunos eclesiásticos del puerto, se oyeron
algunas voces ásperas gritando que no querían nada con «cacheros».
—¡El único de acuerdo en alojar con los curas es mi amigo José Pintor! —
grita muerto de risa Domingo Domínguez.
—¡Por mí se pueden ir al carajo esos cagacirios! —reclama José Pintor.
José Brigg volvió a entrar a la sala de conferencia. Al salir de nuevo al
balcón, en un tonito que sonó mucho más irónico que antes, dijo que ahora se nos
ofrecía albergue en el Regimiento Carampangue y en el Regimiento de Húsares.
Como a nosotros ese hospedaje nos olía francamente a prisión, lo rechazamos
también de inmediato con una gritería ensordecedora.
Al reaparecer por tercera vez, el tono del dirigente había cambiado.
—¡Ahora se nos ofrece como alojamiento la escuela Santa María! —dijo.
Eran las seis de la tarde. De inmediato, luego de aprobar por unanimidad el
lugar ofrecido, entonando cánticos y gritando consignas, mientras las comisiones
de cada oficina nos pedían orden y compostura a través de las bocinas, enfilamos
rumbo al establecimiento escolar.
De modo que cuando Idilio Montano, luego de recorrer kilómetros de playa
sin haber encontrado a Juan de Dios, vuelve al centro de la ciudad, lo encuentra
casi vacío de gente. Al ver que sus amigos no se hallan por ninguna parte, su
corazón empieza a martillarle el pecho desesperado. Y es que mientras recorría la
playa preguntando si alguien había visto a un niño de nombre Juan de Dios, de
éstas y de estas otras señas, se había dado cuenta de lo muy enamorado que
estaba de Liria María. Nunca antes había sentido ese aleteo de pájaros helados
que estaba sintiendo en el vientre. Todo en esos instantes le era luminoso. En el
reflejo de las aguas veía el brillo de los ojos de su amada y en cada ola oía estallar
la flor de su nombre precioso. Pero de improviso, inmerso en su desvarío, había
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caído en la cuenta de algo que le hizo estremecer todo el armazón de sus pobres
huesos: desde el momento en que conoció a Liria María, de eso iba a hacer dos
días y dos noches enteritas, nunca había estado tanto tiempo sin verla; nunca se
había sentido tan lejos del influjo protector de su ojos hechiceros. Su mente
entonces fue presa de un temor irracional. Bastaba sólo que algo ocurriera en el
mundo en ese momento para que él nunca más volviera a encontrarse con ella,
para que nunca más volviera a verla. Y tan fuerte había sido la sensación de
desamparo que embargó su corazón de enamorado, que sintió la necesidad
urgente de volver a la ciudad enseguida, de correr sin pérdida de tiempo al
encuentro de su mirada.
Cuando alguien en la esquina de las calles Zegers y Linch, le cuenta lo que
ha ocurrido con los huelguistas pampinos, Idilio Montano se siente revivir. A toda
carrera, casi llorando de emoción, se dirige hacia el establecimiento escolar, a tres
cuadras de distancia.
A esas horas la Escuela Santa María se hallaba repleta de gente
vociferante. Cada una de las salas de clases era una ensordecedora olla de
grillos. En medio de un fenomenal barullo de cantos, gritos, silbidos y llantos de
niños, los huelguistas arrumbábamos pupitres, abríamos ventanas, sacudíamos el
polvo, demarcábamos territorio, ordenábamos nuestros petates y tratábamos de
acomodarnos de la mejor manera posible. La escuela estaba construida para
albergar a mil alumnos y nosotros éramos más de cinco mil almas; cinco mil
cristianos que, en su mayoría, nunca antes en su vida de pobres habían entrado a
una escuela. Mientras algunos clavaban letreros con el nombre de las oficinas
respectivas en las puertas de las aulas, otros lo voceaban a grito limpio subidos
sobre los tiestos de la basura para que cada cual se ubicara con sus cada cuales.
En tanto en los patios ya comenzaban a humear algunas cocinas de campaña
enviadas de los regimientos y un par de fogones encendidos en el suelo en donde
algunas mujeres se afanaban en guisar nuestra primera comida caliente en varios
días.
Sintiendo un fuerte retumbar en el pecho, Idilio Montano recorre la escuela
de arriba a abajo. En las salas en donde se han juntado algunos de los huelguistas
de la oficina San Lorenzo, nadie sabe darle noticias de sus amigos. Y en las que
se han reunido los de la oficina Santa Ana, que es donde hay más gente, nadie ha
visto a Gregoria Becerra ni a sus hijos. Obnubilado completamente, el
herramentero ya no piensa ni en sus amigos, ni en el niño que aún debe andar
perdido por ahí a la buena de Dios, ni en su pobre madre que a esas horas debe
estar loca de dolor. Su única obsesión es Liria María.
Las dependencias de la escuela —disponibles en esos momentos porque
los alumnos se hallaban en espera de sus exámenes de fin de año—,
conformaban una inmensa casona de madera construida en los tiempos en que la
ciudad pertenecía a la República del Perú. Cubierta con techos de calamina y un
mirador que daba hacia la plaza Manuel Montt, tenía además dos amplios patios
de tierra y un gran portón antepuesto a un pequeño jardín adornado con faroles de
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gas. En el centro del jardín se erguía una pérgola, también de madera, muy similar
a los kioscos de música de las plazas pampinas. Al salir a uno de los patios
alguien le dice a Idilio Montano que algunos huelguistas se han instalado en unos
barracones de la calle Barros Arana, a la vuelta de la escuela, los que han sido
cedidos por sus dueños. Pero ahí tampoco encuentra a la joven.
Al regresar de nuevo a la escuela ya está anocheciendo, y la desesperación
lo hace pensar cosas cada vez más siniestras. Al traspasar el portón de entrada
se encuentra a bocajarro con los dos calicheros a quienes Domingo Domínguez
había bautizado como la Confederación Perú-boliviana. Los hombres están
bebiendo a escondidas de una botella de aguardiente que el boliviano oculta
debajo del paletó. Idilio Montano rechaza el trago que le ofrecen y, con el rostro
contrito, les cuenta que no puede hallar a sus amigos. Los hombres le preguntan
que si por acaso el paisanito chileno no los ha buscado en el circo. Insultándose
entonces y diciéndose a sí mismo que es más tonto que una cuchara de palo,
Idilio Montano corre ansioso hacia el circo instalado en una esquina del sitio eriazo
que llaman Plaza Montt y que él, al llegar, sólo había mirado de soslayo, casi sin
verlo.
En el circo, bajo cuya carpa se ha refugiado un buen número de pampinos
—algunos acomodados en los tablones de la galería y otros recostados en el
aserrín de la pista—, Idilio Montano divisa a sus amigos conversando con dos
hombres de aspecto extraño y una mujer que sostiene un monito encadenado
sobre sus hombros. Entre ellos, de pie junto a su madre, el rostro aureolado de
Liria María le hace volver el alma al cuerpo. Idilio Montano se acerca aparentando
calma, tratando a duras penas de que su corazón ávido no se le salga disparado
por la boca. Cuando los amigos lo saludan alborozados, ni siquiera se extraña
mucho de ver en medio del ruedo a Juan de Dios, sonriendo inocentemente, como
si nada hubiera pasado. Gregoria Becerra, tras disculparse compungidamente, le
cuenta a grandes trazos la forma increíble en que encontraron al perla de su hijo y
le informa que, como las salas en donde se han rejuntado los huelguistas de San
Lorenzo y los de Santa Ana están repletas, ellos han optado por instalarse con
gente de otras oficinas en una dependencia al costado derecho de la entrada de la
escuela.
Domingo Domínguez los interrumpe para presentar a Idilio Montano con el
empresario del circo, don Juan Sobarán, un hombre de gran corazón que
generosamente ha cedido su carpa para alojar a algunos huelguistas, dice el
barretero. Después, haciendo gala de un afectado desplante social, repite lo
mismo con el otro hombre, un individuo que no para de mostrar sus dientes en una
sonrisita congelada y que se presenta a sí mismo como Heraldo de los Santos,
malabarista, contorsionista y equilibrista de la cuerda floja. Por último, repite el
numerito con la mujer que en esos momentos había ido tras el monito que se
había zafado de su cadenilla. La joven, una rubia de facciones delicadas y
expresión ligeramente anémica, acomodando de nuevo al monito sobre sus
hombros, se presenta como Garza Muriela, la bailarina del circo. Y apuntando al
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gracioso animalito vestido de pantalón azul y camiseta a rayas rojas y blancas,
encaramado ahora sobre su cabeza, dice que él es Filibaldo, y que como el joven
se habrá dado cuenta, aún no está del todo enseñado. A Idilio Montano la bailarina
le parece una fina muñequita de loza.
Luego de las presentaciones, el señor Juan Sobarán, ciudadano peruano
avecindado en Iquique, termina de explicarles que el circo ha decidido solidarizar
con los huelguistas de la pampa, y que por lo tanto se han suspendido las
funciones anunciadas en los volantes para mañana martes. Ante el gesto de
decepción de Liria María y de Juan de Dios, el empresario les promete, con
aspaventosos gestos de zalamería, que en cuanto se arregle el conflicto, el circo,
en celebración de tal hecho, dará una función de entrada gratis para los niños y
para toda la esforzada gente venida de la pampa.
El circo Sobarán era famoso en toda la región de Tarapacá no tanto por sus
funciones circenses, sino por ser también el escenario de violentos matchs de
boxeo. Se decía que su mismo dueño, el cholo Juan Sobarán, había sido
campeón de lucha en sus buenos tiempos. Muchos de los huelguistas que
prefirieron arrancharse en la carpa habían sido testigos alguna vez, en sus
bajadas a Iquique, de las salvajes peleas que allí se llevaban a efecto. Se trataba
de encarnizados combates y no de simples tongos ni peleas de boxeadores
livianitos como las que solían verse en otras partes. En la lona del circo Sobarán
se habían disputado memorables peleas sin tiempo pactado, es decir, hasta que
uno de los adversarios se quedara tirado sin aliento en el suelo. El último de estos
combates, recordado como uno de los más sangrientos que se hubiesen llevado a
efecto, había sido el que sostuvieran, no hacía un año todavía, el inglés James
Perry y el norteamericano William Daly. Combate que duró exactamente cuatro
horas, catorce minutos y cincuenta y nueve segundos. Los contrincantes pelearon
bárbaramente desde las nueve de la noche hasta pasada la una de la madrugada,
sin dar ni pedir cuartel.
Después de recorrer la carpa, los amigos regresan a la escuela. Momentos
más tarde, cuando sentados a la vera de uno de los fogones se preparan a comer
algo «para calentar las tripas», como dice José Pintor, en un descuido de Gregoria
Becerra, Idilio Montano por fin puede acercarse a Liria María. Sus ojos negros
brillan enfebrecidos.
—Creí que nunca más en la vida la volvería a ver —le susurra al oído, casi
temblando.
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SEGUNDA PARTE
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El lunes 16, Iquique amaneció ungido de un sol espeso como óleo. La
Escuela Santa María se despertó temprano esa mañana y, como una gran bestia
de madera, extrañada de sus miles de ocupantes nuevos, comenzó a crujir y a
desperezarse lentamente. Su modorra de casona antigua había sido perturbada
por el ajetreo de nuestras mujeres que, tal como acostumbraban a hacer en la
pampa, y pese al cansancio y a las escaldaduras vivas de la caminata, se
levantaron a sus quehaceres con los primeros albores de la aurora porteña.
De modo que a la salida del sol, ya toda la escuela olía a café boliviano y a
fritanga de sopaipillas. Los patios bullían de alborozo y animación ante nuestro
propio asombro de pampinos agrestes, acostumbrados al silencio y a la soledad
del desierto y más bien poco dados al arte de la conversa y la vida social. Sobre
todo a esas horas de la mañana. Y en lunes más encima; día en que, como todos
los trabajadores de alforjas bien puestas, debíamos de estar sudando la gota
gorda machacando piedras en las calicheras, derripiando cachuchos humeantes,
manejando el fuelle de las fraguas o atareados en cualquiera de las diversas
tareas y oficios de la industria salitrera.
Y tanta era nuestra costumbre de trabajar que los que pudieron dormir algo
esa primera noche —pues muchos se amanecieron en vela— se contaban
después, casi descuajeringados de tanto reír, los diversos chascarros que se
habían vivido esa madrugada al abrir los ojos. Algunos viejos se habían
despertado al primer gallo, la hora de su turno en la pampa, y en la oscuridad de la
sala, desconcertados por completo, dando manotones de ciego y despotricando
como cada mañana contra la explotación y la miseria, habían comenzado a buscar
los calamorros y la cotona de trabajo, hasta que alguien, su mujer o el amigo
tendido a su lado, los mandaban de vuelta a dormir con un rotundo improperio de
calichera. Incluso hubo algunos por ahí, que al despertar en la madrugada y verse
acostados con la ropa puesta, imaginando que la noche anterior se habían
agarrado una borrachera de los mil demonios —de la que ni siquiera se acordaban
mucho— y que se habían quedado a dormir sepa Dios en qué maldito chinchel de
la pampa, se levantaron de un salto y, aún medio dormidos, salieron de la sala en
penumbras rumbo a su respectivo lugar de trabajo. Al despertarse de golpe en
medio de un patio de escuela, completamente desnortados, rascándose la cabeza
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de puro asombro, demoraban su buen rato en darse cuenta en dónde carajo
estaban metidos y por qué.
A la hora en que el patio mayor de la escuela ya es un pozo rebalsado de
sol, en una de la cocinas de campaña, con su cabello recogido y arrebujado en
uno de sus pañuelos de seda, Gregoria Becerra comienza a preparar café caliente
para sus amigos. Cuando le sirve el tazón a Olegario Santana, sonriéndole
amablemente con su ancha sonrisa de matrona alentada, el calichero alarga sus
manos callosas y le da las gracias visiblemente conturbado. Ni siquiera se atreve a
mirarla a los ojos. Y es que por la noche, mientras todos yacían durmiendo
amontonados en el piso de la sala —las mujeres a un lado, los hombres al otro y
los matrimonios con hijos al fondo, lejos de las ventanas por donde pudiera
entrarles un mal aire a los niños—, él, con su espíritu desbocado en fantasías de
índole no muy santas, se desveló completamente observando dormir a la mujer.
Primero le había maravillado que Gregoria Becerra, acostada junto a sus
dos hijos, tendida de lado y con las manos entrelazadas bajo la mejilla, a la
manera de los niños, no hubiese cambiado de posición en toda la noche. Y ese
detalle, que reflejaba una serenidad interior innegable, le gustó sobremanera al
calichero. Y es que él era de esos locos que amanecen durmiendo con los pies
sobre la almohada o tirado en el piso a dos palmos del colchón. Cosa que
tampoco lo perturba demasiado, porque siempre ha pensado que mientras más
viejo se hace el hombre, menos posiciones tiende a adoptar en la cama, hasta
terminar quedándose inmóvil y privilegiando la forense posición decúbito dorsal,
como preparándose de antemano para dormir el sueño eterno.
De manera que en tanto la mayoría de la gente, rendida y agotada, se
quedaba dormida de inmediato, Olegario Santana, contemplando dormir a la
mujer, supo que no iba a serle fácil conciliar el sueño. Además, mientras de los
patios le llegaba la plañidera música de los operarios bolivianos que se habían
quedado pernoctando alrededor de las fogatas, y a su lado sentía los
interminables suspiros de amor del joven herramentero —que tampoco podía
dormir mirando con ojos de brasas encendidas a Liria María—, desde los cuatro
costados de la sala le llegaba el silicoso concierto de ronquidos de los mineros
más viejos, interrumpidos de vez en cuando por las voces dormidas de los niños y
de las mujeres que hablaban en sueños; las mujeres preguntándose, con la misma
desesperanza de cada día, qué diantres iban a hacer de almuerzo mañana,
virgencita santa, y los niños —sentándose de golpe y con los ojos abiertos—
prorrumpiendo en los improperios que no podían decir despiertos frente a sus
padres. De modo que, sin poder pegar los ojos en toda la noche, con la
imaginación ya en franco desenfreno, el calichero se había puesto a pensar en
cómo sería, carajo, hacer el amor con esa mujer de aura tan plácida, de cuerpo
tan blanco y de respiración tan acompasada.
Ahora, mientras bebe el tazón de café humeante y ve a la mujer conversar
muy animada con su amigo José Pintor, Olegario Santana se pregunta,
ensimismado, que si entre los dos viudos no habrá algo más que una simple
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amistad de vecinos antiguos. A él le ha parecido adivinar en los gestos y tratos del
carretero una cierta atención especial para con ella. Aunque nunca lo ha
demostrado abiertamente, salvo por el hecho de no escupir ni estallar en malas
palabras ante su presencia. Esa misma noche, por ejemplo, mientras él se
consumía contemplando a la mujer, el carretero había dormido como un querubín
acurrucado junto a Domingo Domínguez, roncando a coro sus pedregosos
ronquidos retumbantes. Sería muy mala cosa que su amigo tuviera algo que ver
con ella. Aunque no sería nada raro, pues José Pintor, además de ser algunos
años más joven que él, es mejor apersonado y más hablantino. «Al carajo», se
dice sulfurado, mientras deja el tazón en el suelo y enciende un Yolanda con gesto
torvo. Pero no puede dejar de pensar en ello. Gregoria Becerra lo atrae mucho. La
compara en su mente con la mujer que fue su compañera de cama durante
catorce años y no puede creer que hubiera resistido tanto tiempo junto a una
cristiana tan sosa de cuerpo como de alma. Esa mujer no se comparaba en
absoluto con esta hembra poseedora de una férrea fuerza interior, una risa
flameante y un espíritu siempre al tope de la jovialidad y el entusiasmo.
—Lo veo muy pensativo, compadre Olegario —dice de pronto Domingo
Domínguez, calentándose las manos en el tazón.
Olegario Santana no responde.
El barretero entonces se echa su sombrero hacia atrás, mira con un guiño
cómplice a José Pintor y luego le pregunta que si acaso echa de menos a sus
jotes.
Olegario Santana termina de tomarse el café de una sola gargantada, se
pasa el dorso de la mano por la boca y, mirando hacia la terraza del edificio en
donde se ha instalado el comité directivo de la huelga, se limita a decir:
—No he visto a los hermanos Ruiz.
—Para mí que a los hermanos Ruiz —se saca el palito y escupe por el
colmillo José Pintor— el conflicto se les escapó de las manos. Les quedó grande.
Cerca de las diez de la mañana, mientras hombres, mujeres y niños nos
preocupábamos de asear y ordenar un poco la leonera en que se había convertido
la escuela, supimos que en los salones de la Intendencia se había llevado a efecto
una junta que tenía que ver con nuestro movimiento. Presididos por el señor Julio
Guzmán García, y con el objeto de formar una comisión que se pusiera al habla
con los señores industriales y solicitarles que colaboraran en la solución del
conflicto, se habían reunido las autoridades administrativas, eclesiásticas y
militares de la ciudad, además de algunos vecinos notables y gente ligada a la
empresa salitrera. Además se había acordado pedirnos a los huelguistas un
memorial definitivo con cada uno de nuestros requerimientos, de tal modo que la
parte patronal tuviera en qué basarse para responder.
De esto se enteran los amigos a la hora del mediodía por intermedio de
Juan de Dios que, habiéndose ofrecido a la directiva para mandados menores, los
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ha ido informando de todo lo que oye y ve allá arriba. El niño les cuenta, además,
que se había nombrado un Comité permanente, un Comité Central que elegimos
de entre las directivas de las distintas oficinas salitreras para que de ahí en
adelante se encargara de representarnos en las negociaciones con las
autoridades y los señores industriales. De presidente se nombró a José Brigg; de
vicepresidente, a Manuel Altamirano; de Tesorero, a José Santos Morales; de
secretario, a Nicanor Rodríguez y de prosecretario, a Ladislao Córdova. Tras la
elección, el flamante Comité Central se puso a trabajar de inmediato y, a las tres
de la tarde en punto, presentó el solicitado memorial. En dicho documento, que
una y otra vez, desde nuestra llegada a Iquique, habíamos ido dando a conocer de
viva voz a las autoridades pertinentes, las peticiones se resumían en diez puntos
claves:
1.- Aceptar por el momento la circulación de las fichas hasta que haya
sencillo, cambiándolas todas las oficinas a la par, y si alguna no lo
hiciera, multarla en 500 pesos.
2.- Pago de jornales a razón de un cambio fijo de 18 peniques.
3.- Libertad de comercio en las oficinas, en forma amplia y absoluta.
4.- Cierre general con rejas de fierro de todos los cachuchos y chulladores
de las oficinas salitreras, pagando éstas una indemnización de 5.000 a
10.000 pesos a los trabajadores que se malogren a consecuencia de
no haber cumplido esta obligación.
5.- En cada oficina habrá al lado fuera de la pulpería y tienda, una balanza
y una vara para comprobar los pesos y medidas.
6.- Conceder lugar gratuito para que funcionen escuelas nocturnas,
siempre que algunos obreros lo soliciten.
7.- Que el Administrador no podrá arrojar a la rampla el caliche
decomisado y aprovecharlo después en los cachuchos.
8.- Que el Administrador de la oficina no pueda despedir a los obreros que
han tomado parte en el presente movimiento, sin darles un desahucio
de dos o tres meses, o en cambio 300 a 500 pesos.
9.- Que en lo futuro se obligan patrones y obreros a dar una aviso de 15
días antes deponer término al trabajo.
10.- Este acuerdo una vez aceptado se reducirá a escritura pública,
firmando los patrones y las personas comisionadas por los obreros.
Por la tarde, mientras los huelguistas se aprontan a marchar a la
Intendencia a reanudar un mitin que había comenzado antes del almuerzo, Idilio
Montano y Liria María se van a pasear a la playa, en compañía de Juan de Dios.
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El herramentero había hecho un par de volantines con los colores patrios y la
estrella solitaria en el centro, y le pidió permiso a la señora Gregoria para que su
hija lo acompañara a elevarlos a la orilla del mar. La mujer, sorprendida por la
belleza y la perfecta confección de los volantines, accedió con la condición de que
los acompañara su hijo Juan de Dios.
—Eso ya lo habíamos pensado, señora —dijo presto Idilio Montano—. Por
eso mismo es que hice dos volantines.
Cerca de las cuatro de la tarde, enarbolando carteles y banderas, un gran
número de huelguistas nos dirigimos a proseguir el mitin en la plaza Prat. Entre las
banderas patrias de las distintas nacionalidades de los operarios involucrados en
el movimiento, sobresalían numerosos pendones blancos, símbolos con los que
queríamos destacar claramente nuestro ánimo pacifista. En una gran zarabanda
de bombos, pitos y tambores, marchábamos entre aplausos y gritos de adhesión
de los transeúntes y operarios de los gremios en huelga del puerto, mientras
desde los ventanales de las casas de los ricos —verdaderos palacios construidos
de finas maderas y en una arquitectura entre inglesa y limeña— ojos atónitos nos
observaban a través de los intersticios de los visillos y los cortinajes de color
damasco. Ellos esperaban ver cataduras y gestos criminales y oír amenazas de
muerte, y sólo divisaban hombres, mujeres y niños gritando algo sobre fichas,
cachuchos y balanzas, y riendo y aplaudiendo y haciendo bulla con sus
instrumentos como si el conflicto fuera en verdad un motivo de fiesta.
A medio camino entre la escuela Santa María y la plaza Prat, alguien de
pronto gritó algo apuntando hacia los cerros. Arriba, bajando lentamente las
peligrosas curvas y pendientes, venía llegando un humeante convoy proveniente
del interior. Eran más pampinos que venían a unírsenos a la huelga. En una alegre
y espontánea batahola, sin ponernos de acuerdo ni nada, cambiamos entonces de
viento y nos dirigimos cantando a la estación de ferrocarriles. Teníamos que darles
la bienvenida a esos hermanos solidarios que, al enterarse de que nos
quedábamos en Iquique luchando por una solución al conflicto, habían
abandonado también la pampa para venir a hacer causa común con nosotros.
Además de los coches de pasajeros, el tren venía con cuatro carros de ganado
enganchados a la cola, llenos también de huelguistas que gritaban sus consignas
y hacían señas de saludo a través de las rejas. El enorme gentío que abarrotaba
el convoy lo componían los concurrentes al mitin del pueblo de Zapiga, comisiones
de obreros enviadas por los huelguistas del cantón de Pozo Almonte y operarios
con mujeres y niños provenientes de Lagunas. Luego de algunos discursos
pronunciados en los mismos recintos de la estación ferroviaria, entre todos
formamos una gruesa columna y, en medio de una gran polvareda, siempre
cantando y dando vivas a la huelga, marchamos en dirección a la plaza Prat. Una
vez allí, toda esa enorme masa de gente, que sobrepasaba en mucho las siete mil
personas, nos situamos alrededor del monumento al héroe naval de Iquique,
capitán de fragata, Arturo Prat Chacón, para oír a los oradores que desde los altos
del kiosco de la música, bajo el tórrido sol de las cuatro de la tarde,
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desparramaban encendidas palabras de justicia y redención social para los
pisoteados obreros del salitre. Todos los discursos hablaban estrictamente de
derechos y deberes laborales. Tanto así que cuando uno de los arengadores quiso
sacar a relucir algunas martingalas políticas en su alocución, de inmediato fue
repudiado por una elocuente rechifla general. Copando completamente el
rectángulo de la plaza, tomados todos de la mano bajo el sol, la multitud de
pampinos cantamos y saltamos y gritamos como nunca en la vida lo habíamos
hecho.
En medio del hervidero de gente bañada en transpiración, José Pintor dice
entusiasmado que esa es la mejor fiesta que ha visto en mucho tiempo.
—¡Esto es mejor que cualquier cuadro artístico de cualquier Filarmónica de
la pampa! —exclama tragando saliva Domingo Domínguez.
—¡De lo que se trata es hacer de esta huelga una verdadera celebración de
unidad pampina! —dice Gregoria Becerra conmovida, mientras se abanica con su
pañuelito minúsculo y, contagiada de la efervescencia general, ríe y canta plena
de regocijo.
Olegario Santana, mirándola de reojo, dice, con su parquedad casi brutal,
que lo que no hay que hacer ahora es ilusionarse demasiado con el resultado del
conflicto; que los gringos son unos cicateros del diantre y no van a dar su brazo a
torcer así como así.
—¡Lo que sí hay que hacer, compadrito —dice casi gritando de contento
Domingo Domínguez—, es comprar algunas camisas nuevas y un rosario para el
compadre José Pintor, porque así como van las cosas esto tiene para unos
cuantos días más!
—¡Lo que hay que hacer, y al tiro —contraataca serio el carretero,
aprovechando que Gregoria Becerra se ha apartado un poco en el tumulto—, es
aprovisionarse de un par de botellas de aguardiente ahora mismo. Ningún minero
con las alforjas bien puestas aguanta una semana sin remojar las cañerías, pues
hombre, salvo, claro, que tenga complejos de cura o se trate derechamente de un
maricón de esos de carro alegórico!
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9
Elevando sus volantines a orillas del mar, Idilio Montano y Liria María,
seguidos al talón por Juan de Dios, pasan una de las tardes más felices de sus
vidas. A lo largo de la playa hay desparramado un gran número de huelguistas
pampinos; hombres, mujeres y niños de distintas oficinas y cantones que, con
expresión extasiada, recorríamos la orilla del mar como si de verdad estuviéramos
paseando a la orilla de otro mundo. Y es que nuestros ojos, maravillados de azul,
no eran capaces de abarcar tanto mar y cielo reunidos. Algunos que decían
haberse criado en Valparaíso, y que se ufanaban de ser duchos en la materia, se
metían en calzoncillos a mariscar entre los roqueríos, o se quedaban horas tirando
lienza, esperando con paciencia infinita coger algún pez orillero, comestible o no,
para freírlo y manducárselo ahí mismo sentados en la arena. Otros, metidos hasta
las rodillas en las pozas de agua, lavaban afanosamente sus ropas para luego
ponerlas a estilar extendidas sobre las rocas más secas, cubiertas de huano de
gaviotas. En tanto los que se habían venido de la pampa sin más ropa que la que
llevaban puesta, se bañaban con ella para aprovechar de lavarla. Y como casi
ninguno sabía nadar, todo el mundo se revolcaba feliz de la vida entre las últimas
olas de la orilla, gozando como niños en un porquerizo.
Los calicheros más viejos, esos hombrones hazañosos que se habían
quedado en el desierto después de la guerra, y que acudían a la playa llevados
nada más que por el urgente deseo de evacuar el vientre al aire libre, tal y como lo
hacían en la vastedad de la pampa —pues las letrinas de la escuela no daban
abasto para tanto cristiano—, después de hacer descuerpo se tiraban en la arena
a contemplar con gran recogimiento esa infinita pampa que conformaban las
aguas encrespadas del mar. Ahí, sin siquiera quitarse los calamorros, salpicados
por el rocío, muchos de estos patizorros de rostro duro, descubrían que en verdad
el gran océano se les parecía mucho más de la cuenta: ellos también vivían
rumiando sus recuerdos eternamente y, a veces, tendidos de espaldas lo mismo
que el mar, azules de tristeza, salpicaban las arenas del desierto con el ácido
quemante de sus lágrimas brotadas de pronto y sin saber bien a cuento de qué.
Idilio Montano y Liria María, corriendo a pie desnudo por las arenas, alegres
y alborozados como un par de niños traviesos, responden a gritos a los pampinos
provenientes de la oficina Santa Ana, o de la San Lorenzo, que los saludan mano
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en alto y los llaman por sus nombres. Y empujándose uno al otro, cayéndose,
levantándose, tocándose, siguen corriendo y elevando sus volantines al viento,
mientras Juan de Dios, muerto de risa, les lanza puñados de mar como si fuera
confeti.
Al atardecer, dichosos y hambrientos como cachorros de león, con las
ropas mojadas y el corazón estilando de júbilo, parten de regreso al local de la
escuela. Allí, en el primer patio, entre la trifulca de gente comiendo, fumando y
comentando el mitin de la plaza Prat, con la preocupación enfermiza de las
madres solas, Gregoria Becerra los aguarda con sendas jarradas de té y unas
presas de pescado frito que ha logrado salvar de la rebatiña de los huelguistas
más tragaldabas (los patizorros y los derripiadores son los que se llevan las
palmas en cuanto a tragonería). Juan de Dios se presenta ante su madre con los
pantalones arremangados, los zapatos en la mano y la camisa al viento como un
ala rota. Le lleva una estrella de mar como regalo. Liria María, con su piel blanca
completamente enrojecida por el sol y la sal marina, viene rozagante de una
alegría nueva y ha traído algunos caracoles para jugar a la payaya con ella en las
noches, antes de dormir. Idilio Montano, por su parte, despeinado y con el torso
desnudo, trae cruzada a la espalda —a la manera de los pieles rojas de las
postales norteamericanas— las cañas de los volantines que al final de la tarde
habían terminado por despedazárseles con el fuerte viento costero. Mientras
Gregoria Becerra los mira comer con apetito voraz, vislumbra claramente —en los
ojos bailones de su hija y en el modo de arrastrar el ala del joven Idilio—, que ya le
va a ser imposible separar los corazones flechados de esos dos pichones nuevos.
A simple vista se ve que no pueden más de felicidad. «Estos se han enamorado
hasta la tontera», suspira al borde de las lágrimas.
Más tarde, a la caída del sol, la escuela era un hormiguero de gente
conversando en vocingleros corrillos antes de recogerse a dormir. Vestido y
afirulado lo mejor que podía cada uno dentro de lo precario de la situación —a
falta de agua potable muchos se bañaban en agua de olor y se afeitaban en seco,
mojando la navaja con pura saliva—, los huelguistas nos reuníamos en las afueras
del edificio, junto al portón de entrada, o en el perímetro de la plaza Montt, frente a
la carpa del circo Sobarán, siempre lleno de gente curiosa. Y mientras unos
fumaban solitarios y ensimismados, y otros discutían febrilmente de trabajo o de
política, y los más ilustrados leían los diarios en voz alta para sus compañeros
analfabetos, una legión de vendedores ambulantes, voceando a todo pulmón entre
la muchedumbre, se hacían el oro y el moro vendiendo bebidas de colores,
frituras, confituras y toda clase de embelecos para comer y calmar la sed. En tanto
en el patio de la escuela, embellecidas por las últimas luces del crepúsculo, se
veía a las madres más jóvenes jugando a hacer rondas con sus hijas mujeres,
mientras en la glorieta los operarios bolivianos y peruanos, con sus duros rostros
de piedra, comenzaban a agruparse y a afinar parsimoniosamente sus
instrumentos andinos.
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Al anochecer, luego de jugar un rato a la payaya con su hija, Gregoria
Becerra les pide a sus amigos que la acompañen a dar una vueltecita por las
calles cercanas al edificio de la escuela. Necesita con urgencia respirar un poco
de aire puro. La promiscuidad y el hedor de los cuerpos sin bañarse ha hecho de
la atmósfera algo espeso y atosigante, casi irrespirable. «El olor a cuerno
quemado es agua de rosas comparado con esta pestilencia», dice compungida
Gregoria Becerra.
—Eso es lo que llaman «olor a humanidad», mi señora —dice en tono
filosófico Domingo Domínguez.
—Y la cosa va para peor —alega Olegario Santana, sin mirar a nadie en
particular—. En uno o dos días más vamos a tener prácticamente a toda la pampa
metida en la escuela. Por lo que se sabe, pampinos de todos los cantones de
Tarapacá se están echando a caminar por el desierto para venir a acompañarnos.
A esas horas la ciudad de Iquique, iluminada por una luna grande,
galvanizada, elevándose redonda sobre los cerros, presenta un extraño aspecto
asonambulado. Es una fresca noche de diciembre y patrullas de soldados a
caballo recorren las calles céntricas, casi completamente vacías. Por disposición
de las autoridades edilicias se ha prohibido estrictamente la venta de bebidas
alcohólicas en los lugares públicos, y los negocios del rubro están obligados a
cerrar sus puertas a las ocho de la noche en punto. Hasta el mismo Teatro
Nacional, por cuyo frente pasan los amigos caminando lentamente, se encuentra
cerrado. Sus funciones también han sido suspendidas a causa de la huelga. Por lo
mismo, a esas horas sólo se ve transitar a pequeños grupos de huelguistas que,
después de visitar a un familiar o a algún amigo residente en el puerto, se recogen
a la escuela Santa María, a la carpa del circo o a los galpones y bodegas aledaños
al recinto escolar, cedidos solidariamente por sus dueños en una clara muestra de
apoyo a la causa.
De vuelta en la escuela, mientras Gregoria Becerra y sus hijos se recogen a
dormir, a Domingo Domínguez se le ocurre invitar a unas copitas de aguardiente.
«Nada más para mantener encendida la llama del espíritu proletario», dice
sonrisueño. Que por la tarde, agrega bajando la voz teatralmente, y mirando de
reojo a la gente enrededor, se ha agenciado un dato sobre un boliche de putas
que está funcionando a puertas cerradas por ahí cerca.
—Y lo mejor de todo, compadritos —se soba las manos de puro gusto el
barretero—, es que el cabrón o cabrona que lo regenta, parece que tiene santos
en la corte, o sea comercio con los gringos oficineros, porque no se hace ningún
problema en recibir fichas. Y de la oficina que sea.
—¡Y fichas es lo que más nos sobra, pues hombre! —acota entusiasmado
José Pintor.
—Y no sacamos nada con acumucharlas —se mesa los mostachos, serio,
Olegario Santana—. Porque cualquier día de estos, así como van las cosas, no
nos van a servir ni para jugar a las chapitas.
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—¿Por qué siempre tan pesimista, usted, compadre Olegario? —le
palmotea el hombro fraternalmente Domingo Domínguez.
—No hay que tener olfato de jote para oler en el aire que esto no va a
terminar bien —dice oscuro el calichero.
—Si no nos hacen caso incendiamos la ciudad y punto —dice semiserio
José Pintor—. ¿Acaso no es eso lo que se anda diciendo por ahí que vamos a
hacer?
—¡Eso no hay que repetirlo ni en broma! —salta como un gato Idilio
Montano.
—¡Bueno, vamos o no vamos a emparafinar la llamita proletaria! —corta de
un tajo el barretero—. Yo estoy dispuesto a empeñar mi anillo si hace falta.
A Idilio Montano la imagen de Liria María corriendo descalza por la playa,
resplandeciente bajo los rayos del sol y tomada fuertemente de su mano, aún le
burbujea en el alma. Y pensando que ese recuerdo tan lindo no puede ensuciarlo
de buenas a primeras departiendo con esas mujeres de las que hablan sus
amigos, trata de inventar una excusa para no acompañarlos. Pero es rápidamente
rebatido y convencido por José Pintor. El carretero se saca el palito de entre los
dientes y apuntándolo con él, lo conmina con rudeza a que ya es hora de que se
vaya haciendo hombre el jovencito faldero; que con esos remilgos tan delicados
no parece trabajador pampino.
—Más parece aspirante a cura, usted, pues, amiguito —frunce el ceño José
Pintor.
Al llegar al clandestino, éste le parece más bien misérrimo a Domingo
Domínguez. «En tiempos de guerra los había mejores», dice circunspecto, tras
echar una ojeada al salón estrecho, a la iluminación anémica y a los dos espejos
que adornan las paredes laterales, cuyas lunas descascaradas reflejaban algunos
sillones de ajado terciopelo rojo. En el ángulo del rincón más umbroso del
aposento, rigurosamente vestido de negro, el pianista se aprecia tan magro y tieso
de cuerpo (sólo sus huesudos dedos se le mueven sobre el teclado), que da la
impresión de un cadáver maquillado y compuesto para ser metido de inmediato en
el ataúd que asemeja su piano vertical.
Al acostumbrarse a la penumbra del salón, con los primeros que se topan
los amigos es con los dos mineros de la Confederación Perú-boliviana.
Achispados y locuaces, los hombres los saludan efusivamente y los invitan a
compartir la mesa.
—¡Al parecer «el palito busca agua» les funciona de maravillas a ustedes
dos! —dice riendo Domingo Domínguez, haciendo mención al palo de avellano,
conocido como «el palo brujo», con el que hasta hacía poco tiempo embaucadores
profesionales, haciéndose llamar rabdomantes, habían pretendido hallar corrientes
de aguas subterráneas en el desierto.
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—¡Qué le dijo la sartén a la olla, pues, paisanitos! —ríen a su vez los
mineros altiplánicos, mostrando socarronamente sus dientes verdosos de rumiar
bolos de coca.
Los confederados se hallan en compañía de dos prostitutas viejas y de un
manflorita chillón al que todos llaman Niño Doralizo. Éste, que hace de mocito de
la casa, habla todo en una divertida jerga de malandrines: al dinero lo llama
estrella, al reloj, grillete y a las sillas que ofrece delicadamente a los recién
llegados, cientopies. Después de sentarse y pedir cinco botellas de aguardiente —
«No se trata de ser escatimoso, pues, compadritos», dice Domingo Domínguez—,
la cabrona, una peruana que encaramada en sus tacones no sobrepasa el metro
veinte de estatura, les manda tres mujeres más a la mesa. Ni más jóvenes ni más
bellas, sólo un poco más entraditas en carnes, las prostitutas son igual de
carantoñeras que las otras. Luego de presentarse dando sus nombres de batalla y
de enterarse de que estos hombronazos tan simpáticos son pampinos, las
matronas quieren saber cómo es la vida en esas pampas tan peladas, tan
calurosas y tan aburridoras que deben de ser, pues, virgencita santa. Y de la
sacrificada vida de la gente en esos desiertos dejados de la mano de Dios, la
conversación deviene después, naturalmente, en los ires y venires de la huelga. Y
todo el mundo en el salón se enfrasca entonces en un ardiente debate en voz alta.
Alguien desde la mesa de la derecha dice que ha oído el rumor que el Intendente
de planta volvía de la Capital, y que con él en Iquique era seguro que se
arreglaban las cosas. Un parroquiano sentado cerca del piano, con una arrastrada
voz aguardentosa, mete su cuchara para rebatir hoscamente al que acaba de
hablar. Que si acaso los pampinos huachucheros no saben —eructa bilioso el
hombre— de la fastuosa fiesta de despedida que los industriales del salitre le
habían brindado al señor Intendente con motivo de su partida a la capital. Una de
las prostitutas que acompaña a los amigos, zafándose del abrazo meloso de
Domingo Domínguez, corrobora prestamente lo de la fiesta de despedida, diciendo
que nunca antes se habían visto más iluminados y más alegres los salones del
Club Inglés. Moviendo las manos con gran aparato, la mujer dice que la música
duró toda la noche y que el torrente de champagne francés, por diosito santo que
es cierto, caballeros, llegó burbujeando hasta las mismas arenas de la playa. Por
lo tanto —se entromete la prostituta más vieja y fea de la mesa, que parece ser la
decana del burdel y a la que todos llaman Torcuata— los pampinos no tienen que
ser tan pendejos como para creer que ese vejete aristócrata se iba a quemar las
manos por una cáfila de muertos de hambre como ellos. Y acariciándose los pelos
de una negra verruga en el mentón, la puta termina rezongando como para sí que
ella sabe muy bien que la cosa va a terminar mal para los hombres en huelga, que
un pajarito aguachado que tiene por ahí se lo contó. Las demás mujeres la hacen
callar diciéndole que cierre la java y, tras de hacer un brindis por el éxito de la
huelga, dicen que a la Torcuata no hay que hacerle mucho caso cuando está
borracha, y que además ya es hora de cambiar el naipe, que aquí se viene a gozar
la vida y no a discutir pelotudeces de trabajo. Entonces, para cambiar de tema, a
los amigos de la Confederación Perú-boliviana no se les ocurre nada mejor que
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proponer una competencia: quién aguanta más aguardiente en el cuerpo. Acto
seguido, el peruano se para y se empina una botella llena, de la que alcanza a
beberse tres cuartas partes antes de caer como un saco de salitre al piso.
—Éste no sabe respirar bajo el agua —dice gagueando Domingo
Domínguez.
—Hay algunos que se creen cóndores y apenas alcanzan para tiuques —
remata despectivo José Pintor.
Después, el carretero se pone a discutir con los de la mesa de la izquierda
sobre el tema de Dios. «Dios ama a los pobres, pero ayuda a los ricos», asevera
socarrón. «Por eso yo soy ateo». El confederado representante de Bolivia le
rebate riendo groseramente: «Si todos en el mundo fueran ateos, paisanito, los
trabajadores nos joderíamos de lo lindo, pues no tendríamos días feriados». Y de
Dios, el tema rebota invariablemente en los curas. Ahí mismo José Pintor se
manda a recitar una letrilla en contra de esos pollerudos de negro que en este
mundo vienen a ser como los milicos de Dios, dice golpeando la mesa con el
puño. Sacándose el palito de la boca, y luego de toser y de hacer largos buches
de aguardiente, con acento más bien de discursero político, el carretero recita los
versos de memoria: «El cura no sabe arar / ni sabe enyugar un buey I pero, por su
propia ley / él cosecha sin sembrar / él, de salir a cuidar /poquito o nada se ocupa /
tiene su renta segura I sentadito descansando I sin andarse molestando I nadie
gana más que el cura». Los aplausos y los vivas resuenan espontáneos junto a un
escandaloso golpeteo de botellas y taconazos en el suelo. Sólo el niño Doralizo,
que alguna vez había sido monaguillo, se pone serio y se persigna asustado, por
tres veces seguidas.
Casi al final de la noche, en una de las mesas del fondo, se arma una
camorra entre un borracho y una prostituta de aspecto desamparado. Idilio
Montano, que en ese momento viene regresando de mojarse la cara en un tonel
del patio, aunque no tiene pito que tocar en la procesión, en un espontáneo gesto
de caballerosidad se mete a defender a la mujer. El pendenciero, un fornido
estibador de boca torcida, lo voltea de una sola trompada en el rostro. Cuando en
el salón se está opinando que eso le pasa al mozuelo por meterse en peloteras
ajenas, una de las mujeres que acompañan en la mesa a los amigos comenta
compungida que siempre le tienen que tocar los peores tipos a la pobrecita de la
Yolanda. Al oír el nombre, Olegario Santana se levanta prestamente y sale
también en defensa de la mujer.
—¿Acaso eres el mantenido de esta chincola? —le dice con lengua traposa
el boquituerto cuando el calichero le pide que deje tranquila a la dama.
—No, pero se llama Yolanda —responde serenamente Olegario Santana—.
Y aunque no se parece en nada a la mujer de los cigarrillos, sólo por llamarse de
ese modo me basta y me sobra para defenderla aquí y en la quebrada del ají.
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Sin entender un carajo, el estibador replica que de dónde crestas salió este
viejo más loco que una cabra. Y arremangándose la camisa hasta más arriba de
los codos, dice baboseante:
—¡Yo te voy a apretar el tornillo suelto de un sólo soplamocos, viejo
cometierra!
Cuando Olegario Santana abre su paletó negro y pela su corvo y la hoja de
acero brilla asesina a la exigua luz del salón, y con gesto fiero tira un par de
rápidos cortes al aire, la discusión se termina de inmediato. El hombre deja en paz
a la mujer y, rumiando maldiciones, se deja caer en un sofá.
—Usted es todo un matón, amigo Olegario —le dice riendo José Pintor
cuando el calichero vuelve a la mesa.
—Igual que mi amigo Domingo dice que no es borracho, sino bebedor; yo
no soy matón, soy peleador —responde Olegario Santana mirándolo directamente
a los ojos.
Cuando un rato después, ante los grititos histéricos del Niño Doralizo, entre
cuatro parroquianos logran echar a la calle al borracho pendenciero, la prostituta
castigada —que al decir de Domingo Domínguez lo mejor que tiene es su
trastienda redondita— se acerca a la mesa para agradecer el gesto de los
pampinos que la han defendido. Con sus ojos, de un raro color amarillo, aún
llorosos, la mujer les ronronea que son muy pocos los caballeros de su laya que
van quedando en este mundo.
El calichero la interrumpe para preguntarle si Yolanda es su nombre
verdadero.
—No —responde la mujer—. Ese es mi nombre de guerra.
Olegario Santana se encoge de hombros.
—Es lo mismo —dice.
Casi al amanecer, cuando en la escuela se están encendiendo los primeros
fogones para el café, los amigos cruzan el portón del patio con Idilio Montano a la
rastra. Además de ir borracho como tagua y llevar la camisa manchada de sangre
de narices, el volantinero no para de llorar sus dolorimientos del alma. «Déjese de
gimotear, pues, mi barbilindo», lo jode riendo José Pintor, recordando que así lo
había llamado Yolanda al agradecerle el haber tratado de defenderla del
mastodonte. «Fue como ver a la fragata Esmeralda tratando de espolonear al
Huáscar», había comentado maternalmente la prostituta tras estamparle el lacre
de un beso en la frente.
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«... De modo que la provincia de Tarapacá, para que lo vayan sabiendo,
jovencitos, fue la indemnización de guerra impuesta por Chile al Perú para
compensar en parte la sangre derramada en once combates y en otros numerosos
encuentros llenos de heroísmo. Y fue a la vez prenda de seguridad para el
porvenir y pago de los cuantiosos gastos que tan larga campaña produjo. Pero
sucedió que un monopolio de gringos rapiñosos se adueñó de las oficinas
salitreras de mayor riqueza, y las ganancias ahora se van en su totalidad al
extranjero. El Gobierno chileno sólo recibe el derecho de exportación, que es una
porquería si lo comparamos con las utilidades que deja el salitre. Y los
trabajadores, para qué les digo nada, apenas recibimos el escuálido jornal de
hambre por el que estamos aquí luchando...»
Acurrucado en posición fetal, con la cara cubierta y una mortal resaca
atontándole la cabeza, Idilio Montano no sabe si las palabras que oye resuenan en
el ámbito de la sala o le llegan directamente desde el cosmos. Sintiendo que el
aguardiente le está haciendo pagar cara su bisoñada, despotrica mentalmente
contra sus amigos y jura por todos los santos venerados por su abuela que nunca
más en la vida volverá a licorearse. Y por entre los añublos de la borrachera, sin
destaparse la cara todavía, sigue oyendo a retazos la voz de un anciano seseante
que ahora está contando algo sobre un tal Rey del Salitre.
«... Ese rastacueros inglés es el mejor ejemplo de lo que les digo. Se
llamaba John Thomas North y se hacía llamar el «Rey del Salitre». Ese plebeyo
soberbio fue el que instigó y facilitó armas y libras esterlinas para conseguir la
caída de Balmaceda, el último presidente honrado de Chile, quien, previendo los
atropellos de los industriales extranjeros, tenía proyectado nacionalizar el salitre. Y
pensar, mis queridos jóvenes, que cuando ese aventurero llegó a Valparaíso traía
apenas veinte mugrosas libras en el bolsillo. Primero trabajó de mecánico en el
ferrocarril de Caldera por cuatro pesos diarios, y luego se vino a la pampa en
donde fue contratado como Jefe de Máquinas en la oficina Santa Rita. Aquí
conoció a otro súbdito inglés llamado Roberto Harvey, alto funcionario del
Gobierno chileno, individuo sin escrúpulos que, abusando de la autoridad de que
lo revestía el alto puesto que le había confiado el Gobierno, se asoció a Thomas
North para trabajar en la oficina La Peruana. Amparados por el Banco de
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Valparaíso, el par de bribones se dedicó, más que a trabajar la oficina, a especular
con los títulos salitreros expedidos por el Perú. Confiados en la rectitud del
Gobierno de Chile para cumplir sus compromisos como vencedor de la guerra del
Pacífico, North y Harvey adquirieron gran cantidad de títulos a muy bajo precio.
Después, al reconocer el Gobierno el derecho de propiedad de dichos títulos, hizo
ricos de la noche a la mañana a estos especuladores del carajo. Y John Thomas
North, que había llegado a Chile con las puras patas y el buche, forrado ahora en
libras esterlinas, convertido en un millonario de crédito y fama universal, se
estableció en la ciudad de Londres, desde donde manejaba sus negocios
desparramados por el mundo entero. Y no se sorprendan, muchachos, si les digo
que la pampa salitrera llegó a ser casi completamente de su propiedad. Pues la
verdad es que el gringo éste se adueñó de los ferrocarriles de toda la red norte de
Chile, del alumbrado público y particular, y también del agua potable. Y tenía
además el monopolio absoluto de todos los artículos de primera necesidad. En fin,
creo que me quedo corto en cuanto a sus riquezas, pues no había actividad
comercial en la provincia de Tarapacá que no fuera controlada por su poderío
económico. Para que ustedes vayan cayendo un poco en la cuenta, jovencitos, su
riqueza era tan fabulosa, que Lord Rothschild, el hombre más rico del mundo en
aquellos tiempos, pasó a segundo plano desplazado por este personaje que hace
apenas diez años a la fecha dejó de existir, y que yo alcancé a conocer en
persona. Lo recuerdo clarito: era un hombre corpulento, sanguíneo, de espesas
patillas coloradas unidas con unos mostachos impresionantes. Como todo
pobretón vuelto rico de repente, le gustaba ostentar su dinero. Dicen que con el
tiempo se compró el título honorífico de Coronel, y que en las fiestas de Londres le
encantaba disfrazarse de Enrique VIII. Y, según cuentan algunos pampinos más
enterados, se había hecho forrar de oro el interior de un coche del Ferrocarril del
Norte para pasearse por las oficinas de su propiedad cada vez que venía de visita
a Chile. Por ese tiempo era tal su influencia en la pampa, que él mismo llegó a
calificarse como «Arbitro del porvenir de Tarapacá». Para que ustedes vean,
jovencitos, la laya de soberbio que era este gringo. Aunque les voy a decir que así
y todo no andaba muy lejos en su calificativo, pues era tal su poderío en la pampa
que en los mesones de las cantinas y en las pringosas mesas de las fondas, los
viejos calicheros, ya un tanto pasados de copas, bromeaban al respecto rezando
en voz alta: «North nuestro que estás en los Londres...».
Idilio Montano oye toda esta historia entre sueños. Ya debe ser la media
mañana del martes y él no quiere despertarse del todo. Siente vergüenza de
encontrarse frente a frente con la mirada acusadora de Liria María. Cuando al fin
decide levantarse y se destapa la cara, descubre que en la sala ya se han
recogido todos los cueros y frazadas del piso. En un rincón, cebándose unos
mates, ve a un grupo de jóvenes pampinos rodeando a un anciano que habla sin
dejar de sorber la bombilla. El viejo minero tiene un aire entre profeta bíblico y
ácrata redomado, y su rostro se ve tan lleno de arrugas que parece tener
cartografiado el desierto entero en la piel de la cara.
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Al asomarse al patio, con la dura luz del sol doliéndole como un ladrillazo en
los ojos, Idilio Montano encuentra a sus amigos oreando su borrachera junto a la
puerta de la sala. Olegario Santana, José Pintor y Domingo Domínguez, recién
afeitados, fumando en cuclillas junto a un animado grupo de huelguistas, al verlo
aparecer lo saludan como si nada y siguen conversando y conjeturando sobre las
bolinas recabadas en las últimas horas. Idilio Montano, con su cabeza tensa y
sensible como cuero de tambor, se acuclilla despacito junto a ellos. Entremedio de
los acontecimientos de la huelga y las noticias sobre lo que está ocurriendo con la
gente que se quedó en la pampa, los hombres intercambian algunos datos de
interés doméstico como, por ejemplo, a qué tienda llevar a reparar el sombrero, en
cuál de los despachos cercanos se puede conseguir más barato el quillay para
lavarse el pelo, o en qué boliche escondido por ahí ir a matar el gusanillo
mañanero con un buche de aguardiente. Una de las referencias que más interesa
a los hombres es dónde ir a vender de emergencia sus Longines o sus leontinas
de oro. El nuevo dato sobre esto último es que en el establecimiento «El Diluvio»,
de la calle Serrano, si bien no tratan relojes ni especies de oro, compran en
cambio toda clase de herramientas usadas, y a muy buen precio. Detalle
importante para muchos que se trajeron las herramientas de su propiedad de la
pampa y andan con ellas para todos lados por la pura maldita costumbre de
trabajar.
Tras un rato de oír en silencio, sin una pizca de ánimo para meter su
cuchara, Idilio Montano ensaya un tonito de indiferencia y les pregunta a sus
amigos si acaso no han visto por ahí a Liria María. Éstos le apuntan a un costado
del patio en donde la joven y su madre, junto a otras personas comisionadas por la
dirigencia central, están ayudando a los empleados de la policía a repartir
alimentos y cajetillas de cigarrillos donados por el comercio de Iquique. «Nosotros
ya nos aseguramos», le informan los amigos, mostrándoles sus respectivas
cajetillas de Africana.
A esas horas el patio se ve lleno de huelguistas conversando o tomando
sol, mientras otros entran y salen del recinto, o suben y bajan las escaleras de la
azotea en donde está emplazado el Comité Central en asamblea permanente. Y
además de la gente que está ayudando a repartir las vituallas, y de algunas niñas
barriendo el piso y niños que juegan a «los tres hoyitos», se ve un contingente de
mujeres con la cara y las manos llenas de tizne que cocinan en los grandes fondos
de fierro enlozado los porotos con chicharrones del almuerzo del día.
Cuando los amigos, a insinuación de Idilio Montano, van donde Gregoria
Becerra a cooperarle en la repartija, Juan de Dios baja de la azotea a contarles
que allá arriba hay un bochinche de padre y señor mío. «Está la tandalada», dice.
«Los del Comité están que muerden la mesa de furia». Y en tanto se demora
gustosamente en pelar una naranja con los dientes, de las que han llegado entre
los comestibles donados por los comerciantes, el hijo de Gregoria Becerra,
excitado y lleno de ademanes, explica que el barullo ha estallado porque durante
la noche un grupo de pampinos fue sorprendido bebiendo en un boliche
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clandestino de por ahí cerca, del que fueron requisadas ciento noventa y ocho
botellas de licor.
Los amigos se miran entre sí, de reojo. Pero no dicen nada.
Que a causa de eso, prosigue Juan de Dios, con el sol y el zumo de naranja
chorreándole amarillos por la cara, se está conformando una comisión de obreros
que irá a recorrer las imprentas de los diarios para estampar una queja pública en
contra de los dueños de aquellos chincheles que, a pesar de las disposiciones
dictadas por las autoridades edilicias, siguen vendiendo licor a puertas cerradas.
«Mi amigo José Brigg está que echa humo de enojado», termina contando el
muchacho.
Gregoria Becerra, sin dejar de repartir las cajetillas de cigarros, comienza a
despotricar con vehemencia en contra de esos malos elementos escurridos entre
los obreros de ley. Zanguangos de porquería que arriesgan la limpieza del
conflicto nada más que por darle cuerda a su vicio inmundo.
—¡A esos sí —dice— habría que ponerlos en el cepo sin misericordia
alguna!
Mientras los comisionados de la policía y las demás personas a su
alrededor asienten con la cabeza y le dan toda la razón del mundo, los amigos se
hacen los desentendidos. Después empiezan a correrse de a poco y a
desaparecer cada uno por su lado. Domingo Domínguez, con las manos en los
bolsillos, silbando una polkita que ha oído por primera vez en el sarao de la noche
anterior, comienza a alejarse hacia el portón de la calle. Idilio Montano, mirando
por lo bajo a Liria María —que ni siquiera se ha dignado a hacerle algún gesto de
desprecio—, dice que tiene un dolor de cabeza que se le parte en dos y que se va
a conseguir alguna pastilla en el Dispensario Municipal que funciona en una de las
esquinas de la escuela. Por su parte, Olegario Santana y José Pintor, atuzándose
los mostachos con fingida displicencia, se acuerdan de súbito que alguien ha
dicho por ahí que en una partición de la Intendencia se iban a cambiar fichas. Que
ellos van ahora mismo va a ver si es verdad tanta belleza y luego les vienen a
informar.
—Lo increíble del asunto es que anda la bulla que las van a cambiar a la
par —dice José Pintor, corroborado por un gruñido casi imperceptible de Olegario
Santana.
Y ambos desaparecen zigzagueando rapidito por entre la gente.
—Éstos creen que nadie sabe de la arrancada que se hicieron anoche —le
dice Gregoria Becerra a su hija, al ver que sus amigos se han hecho humo en un
dos por tres. Liria María sólo responde con un leve gesto de asentimiento.
Una fárfara de tristeza cubre sus ojos claros.
Y es que al levantarse por la mañana y mirar de soslayo al volantinero,
además de las manchas de sangre en la camisa y del fuerte olor a aguardiente, le
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había descubierto huellas como de rouge en la frente. Y por eso mismo, enrabiada
y adolorida hasta sentir un nudo en el alma, no piensa dirigirle la palabra nunca
más en la vida. Ni tan siquiera mirarlo.
A las dos de la tarde, mientras los miles de huelguistas llenábamos las
calles aledañas buscando sombrearnos bajo cualquier cosa, comentando los
últimos sucesos del día o bebiendo grandes vasos de huesillos con mote en los
puestos instalados en la plaza Montt, corrió la voz que otro buque de guerra venía
entrando a la rada. Una gran cantidad de gente se fue entonces al muelle a mirar
el fondeo del «Blanco Encalada», que era el crucero avistado, que procedía de
Arica y que traía a bordo al Regimiento de Infantería Rancagua de la guarnición de
Tacna, tropas que venían a aumentar el ya numeroso contingente de soldados
que se hallaban en Iquique. Las dependencias del muelle de desembarco se
repletaron de huelguistas tanto de la pampa como de los gremios del puerto. La
mayoría de los pampinos, muchos de los cuales habían dejado el almuerzo a
medio comer en la escuela, contemplaban el desembarco de la milicia oscuros y
ceñudos. Otros, sin embargo, sobre todo los obreros más viejos, y entre ellos los
que habían combatido en la Campaña del 79, y que aún se sentían parte de ese
ejército glorioso, los aplaudían y saludaban dando gritos de ¡Viva Chile! Mientras
los soldados, con sus armas de guerra brillando impávidas a los rayos del sol,
hoscos y silenciosos, desembarcaban premunidos de todos sus arreos militares.
Olegario Santana, que ha sido arrastrado al muelle casi a la fuerza por sus
amigos, al ver el desembarque de tanta hueste militar, rezonga que la cosa se
está poniendo cada vez más fea, y que va para peor. «No olviden que se los he
advertido hasta el cansancio», dice con el rostro engurruñado.
Esta vez ninguno de sus amigos le contesta nada. A ellos también se les ha
encapotado el rostro al ver la actitud belicosa de los militares.
El vaticinio de Olegario Santana es ratificado esa misma tarde cuando, en
las páginas del diario La Patria, los huelguistas se enteran de la salida, desde
distintos puntos del litoral, de más buques de guerra trayendo más soldados a
Iquique. Las noticias eran preocupantes. Según decía el mismo diario, había
llamado fuertemente la atención pública el conocimiento de la partida rumbo al
puerto iquiqueño de los cruceros «Esmeralda» y «Zenteno». El primero venía con
tropas de Carabineros y había zarpado desde el puerto de Valparaíso. El segundo
traía soldados de la Artillería de Costa. Se comentaba en la nota que el
«Esmeralda» recalaría en el puerto de Caldera para embarcar tropas del
Regimiento O'Higgins, que cubría la guarnición de Copiapó. Y en las mismas
páginas se oficializaba el rumor que desde el día anterior había corrido
insistentemente entre los ocupantes de la escuela Santa María: el «Zenteno» traía
a bordo al Intendente titular de la provincia de Tarapacá, señor Carlos Eastman.
La noticia decía que al señor Intendente lo acompañaba el general de brigada
Roberto Silva Renard y el Jefe del Estado Mayor de la primera división, coronel
Sinforoso Ledezma. El general, señor Silva Renard, que era acompañado por
varios jefes militares, venía con instrucciones precisas para contratar oficiales de
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reserva si ello fuese necesario, como también para hacer uso del contingente de
reservistas del acuartelamiento pasado. El diario señalaba además que el
Intendente traía amplias atribuciones del Gobierno para solucionar los asuntos de
la huelga salitrera lo más pronto posible. Concluía el periódico diciendo que había
mucha fe en la opinión pública en cuanto a que el Intendente titular obtendría
buenos resultados en su cometido.
Después de leer estas noticias, los amigos se enfrascan en pequeñas notas
aparecidas en las páginas interiores en donde se daban algunos pormenores de la
huelga. En todas ellas se aplaudía el patriotismo y actitud respetuosa adoptada
por los huelguistas para conseguir el mejoramiento de sus salarios. Y se
comentaba que mucha gente importante confiaba en que el conflicto se arreglaría
más temprano que tarde, justamente por ese espíritu de absoluta tranquilidad y
justicia que dominaba entre los manifestantes. Domingo Domínguez, que ha sido
el que ha comprado el diario, lee en voz alta un titular que dice: «Noble y digna
actitud de los huelguistas». Y tras carraspear teatralmente continúa con voz
engolada: «Sigue captando simpatía la huelga de los operarios de la pampa que
desde el domingo en la mañana, en número de más de seis mil, son nuestros
huéspedes. Plácenos dejar constancia en estas líneas de la respetuosa y digna
actitud que hasta la fecha han observado los huelguistas, actitud que los honra
altamente y que prestigian la causa que sostienen».
—¡Chúpate ésa! —exclama el barretero al terminar de leer.
Otra noticia, en forma de pequeño comunicado, confirma lo que ellos ya
sabían desde la mañana: que los industriales salitreros habían acordado cambiar
a la par todas las fichas que los trabajadores tuvieran en su poder. A tal efecto,
habían puesto a disposición de la Intendencia la suma de diez mil pesos para
efectuar el cambio. «Esta medida», dice el diario, «ha venido a salvar en parte la
difícil situación de muchos de los huelguistas que no hallaban qué hacer con tales
fichas».
—Menos mal que a estos tiñosos se les ablandó algo el corazón —dice el
carretero José Pintor.
En un tonito fatídico, Olegario Santana sentencia que eso de que los
gringos hayan accedido a cambiar las fichas, y todavía a la par, sin aplicar la
abusiva tasa de descuento del treinta por ciento como lo hacían generalmente en
la pampa, no le huele nadita de bien.
—Ya, pues, jote de mala sombra —le dice semiserio Domingo
Domínguez—, déjate de agorerías.
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A las ocho de la noche de ese martes 17, de diciembre cuando recién se
han encendido los faroles de gas en los patios de la escuela, y gran parte de los
huelguistas con familia se han recogido a sus respectivas salas —no a dormir de
inmediato sino a contarse historias de bandidos rurales y casos de animitas
pampinas—, a pedido de Liria María y Juan de Dios, el grupo de amigos se va a
pasear un rato por el circo.
Además de los obreros alojados en sus recintos, a esas horas la carpa se
halla atestada de gente iquiqueña que viene con sus niños a conocer a los
monitos sabios, a los perros boxeadores, al par de caballos árabes y a la impávida
llama del altiplano andino. De paso aprovechan de mirar los ensayos de los
malabaristas, contorsionistas, tragasables y saltimbanquis que cada día, al caer la
tarde, unos en la pista de aserrín y otros al aire libre, hacen las delicias de la gente
ensayando sus números de destreza y exhibición para mantener sus habilidades
en forma. Esto mientras se resuelve el conflicto de los huelguistas y se restablece
la normalidad de las funciones.
Al fondo de la carpa iluminada con lámparas de carburo, junto a la gran
boca de payaso que hace de entrada a la pista, los amigos encuentran a la
bailarina carita de muñeca —siempre con el monito Bilibaldo sobre sus hombros—
y al malabarista de sonrisa y gestos aceitosos. En esos momentos ambos se
hallan alimentando a los monitos sabios, mientras un gran número de gente de la
pampa, con infantil curiosidad, y hablando todos a la vez, los asedian inquiriendo
detalles sobre una y otra cosa, todas referidas al oficio circense y a la vida en la
carpa. Mientras los jóvenes tratan de responder amablemente a cada pregunta,
los monitos atados a una larga cadenilla de metal, vestidos con llamativas ropas
llenas de remiendos y parches de colores, hacen toda clase de cabriolas en señal
de agradecimiento cada vez que reciben algo de comer.
Momentos más tarde, cuando los artistas están atendiendo a los perritos
boxeadores, que al caminar y sentarse en dos patas llenan la cara de risa de Juan
de Dios y de Liria María, el barretero Domingo Domínguez, haciéndose el
gracioso, le pregunta a la bailarina si acaso el circo no se interesaría en tener
entre sus actos artísticos a dos jotes amaestrados, dos ejemplares traídos
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directamente desde las comarcas calcinadas de la pampa salitrera. «Ya me
imagino al propio don Juan Sobarán anunciándolos como número principal», dice
muerto de la risa. Y poniéndose las manos a modo de bocina, y dirigiéndose a las
galerías, pregona con voz circense:
—¡Respetable público: ahora presentamos un número nunca antes visto en
ningún circo del mundo. Directamente desde la oficina salitrera San Lorenzo,
tomados de las calaminas del mismísimo techo de su casa habitación, aquí están,
para todos ustedes, los espectaculares, los maravillosos, los divinos jotes
amaestrados de Olegario Santana!
Mientras los demás estallan en una gran risotada, Gregoria Becerra se
queda mirando con un dejo de ternura a Olegario Santana. El calichero, más
turbado por esa mirada que por la chanza de su amigo, le reprocha en voz baja:
—Podrías cambiar la pega de barretero y quedarte en el circo de payaso.
—A propósito —no deja de reír Domingo Domínguez—, esos pobres jotes
tuyos deben estar muriéndose de pensión allá en la pampa.
Liria María, que se ha mantenido todo el tiempo indiferente a los ojos
clavados de Idilio Montano y que, junto a su madre, es la única que no ha reído
con la chirigota de don Domingo, continúa haciendo preguntas dirigidas
especialmente al acróbata de sonrisa empalagosa. Observándola desde el otro
lado del corrillo de curiosos, al volantinero le crujen los dientes de ira. Desde la
mañana que no ha parado de rondarla como un cachorro desahijado y ya no
puede soportar más tanto desaire. Tiene que atreverse a hablarle ahora mismo, se
dice, atribulado. Pero en el momento en que por fin se ha decidido a aclarar todo
de una vez, un grupo de hombres irrumpe en la carpa anunciando que un convoy
de carros planos, atestado de gente de la pampa, viene bajando por los cerros y la
orden del día es ir a recibirlo. «¡Tenemos que darles la bienvenida a los
compañeros, carajo!», vociferan con los puños en alto los hombres.
De inmediato se produce una estampida y la carpa comienza a
desocuparse rápidamente. Y mientras los amigos se ponen de acuerdo para ir a
recibir a los del tren, Liria María y Juan de Dios le piden permiso a su madre para
quedarse en el circo. Idilio Montano, como un perrito boxeador parado en dos
patas, babeante, a punto de dar chillidos, mira lastimosamente a la joven para ver
si ella le hace algún gesto o seña indicándole que se quede a acompañarla. Pero
la muchacha es de piedra. Y el herramentero, con la cola entre las piernas, no
tiene más remedio que salir trotando junto a sus amigos.
A mitad de camino, sin embargo, en medio del tierroso tropel de huelguistas
que marchan enarbolando banderas y redoblando tambores, Idilio Montano se las
arregla para ir poco a poco quedándose atrás, enredándose entre el gentío,
escurriéndose de sus amigos hasta perderlos completamente de vista.
Desesperado entonces, casi al borde del llanto, se devuelve corriendo al circo.
Necesita imperiosamente hablar con su amada, mirarla, sentir el roce de sus
manos pequeñitas, verse revivir de amor en el reflejo de sus ojos verdes. Pero al
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reaparecer en la carpa, su corazón le da una patada de mula en el pecho. Liria
María se halla hablando a solas con el contorsionista de la risa idiota. Sin saber
qué hacer, se queda como petrificado.
Un poco más allá, conversándole de la pampa a la bailarina, Juan de Dios
no puede más de contento cargando al monito Bilibaldo sobre sus hombros. Al ver
al volantinero de nuevo allí, el niño lo llama entusiasmado a que se acerque y vea
las maromas que es capaz de hacer Bilibaldo sobre su cabeza. Idilio Montano, con
el corazón convertido en un bombo, se acerca saludando tímidamente a la
bailarina. La muchacha, que de tan delicada parece en verdad una de esas
muñequitas japonesas, mirándolo inquietantemente a los ojos, entabla enseguida
una animada charla que él, encorajinado, con la sangre hirviéndole en las venas,
sólo atina a responder con movimientos de cabeza y palabras entrecortadas. Por
el rabillo del ojo, no deja de mirar hacia donde está Liria María con el
contorsionista, quien no escatima esfuerzos para homenajearla con sus
reverencias untuosas y su falsa sonrisita de trapecio. «Parece un reptil con
hambre, el muy cabrón», se dice furioso Idilio Montano.
Cuando la bailarina, con su dulce vocecita de soprano, lo invita a que la
acompañe afuera a ver a los caballitos árabes, Idilio Montano la sigue casi por
inercia. Como pisando en la cuerda floja, sin dejar de mirar para atrás, camina
oyéndose responder a las preguntas de la bailarina con una voz opaca, glutinosa,
como de plomo machacado; una voz que no es la suya. En el último instante,
antes de salir de la carpa, al girar la cabeza, sorprende a Liria María mirándolo. En
sus ojos le parece percibir un fugaz relumbrón de rabia. «Se ha puesto celosa»,
alcanza a pensar feliz de la vida Idilio Montano.
Mientras tanto, en medio de la muchedumbre que se dirige gritando y
cantando a la estación de trenes, en el momento en que Domingo Domínguez,
abrazado a José Pintor, comenta a los gritos lo increíble y lindo a la vez que
resulta ver la unión de todas las fuerzas laborales de la pampa, Olegario Santana
siente de pronto algo que casi le hace salir el corazón por la boca. Sin decir agua
va, Gregoria Becerra lo ha tomado del gancho. Y ese súbito gesto de confianza,
que para ella parece ser la cosa más natural del mundo, a él lo hace estremecer
de pies a cabeza. Olegario Santana, el más fiero calichero del cantón de San
Antonio, siente que la piel se le espeluzna, que el pulso se le acelera y que las
manos comienzan a transpirarle como a una conventual damita en estado de
excitación. Está tan aturullado de llevar a esa mujer pegada a la pretina, que al
andar pierde el paso a cada rato. Menos mal que José Pintor y Domingo
Domínguez tranquean delante de ellos y no se han dado cuenta de nada. «Usted,
don Olegario, no debe ser muy bueno para bailar», oye que le grita a la oreja, con
aire divertido, Gregoria Becerra. Claro, ella se ha dado cuenta de cómo él se
enreda y tropieza en sus propios pies. Sintiendo una vergüenza infinita, gira
entonces la cabeza para decirle algo y sólo se queda mirándola en silencio. En
verdad, esa mujer de expresión transparente, con sólo clavarle sus ojos lo
convierte en un pobre chiquillo de bombachas orinadas.
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—¡Ese jovencito amigo de ustedes, creerá que no me di cuenta de que se
devolvió al circo a ver a Liria María! —le grita ahora Gregoria Becerra, entre el
ruido alborozado de la multitud.
Olegario Santana ensaya una sonrisita que le parece lo más idiota del
mundo.
—¡Claro, con ese nombrecito no podía salir más enamorado el niño! —
redondea el comentario riendo de buena gana la mujer.
Olegario Santana la mira y se dice, conmovido, que esa risa toda llena de
dientes blancos, cascabeleando a unos centímetros de su cara, es lo más bello
que jamás le ha regalado la vida.
Ya en la estación, cuando en medio de un colosal bochinche la
muchedumbre fue iluminada por el farol de la locomotora entrando al andén, todo
el mundo comenzó a agitar sus banderas en un apoteósico griterío de bienvenida.
En tanto los pasajeros del convoy, que procedían de las oficinas Centro, Sur y
Norte Lagunas, y que en total sobrepasaban las mil quinientas personas, contando
a obreros, mujeres y niños, se asomaban a las ventanillas tremolando sombreros y
pañuelos y gritando que aquí estamos junto a ustedes, hermanitos, y que viva la
unión de los trabajadores del salitre y de todos los explotados del mundo, carajo!
Cansados y terrosos, pero con sus ojos brillantes de alegría, entre
apretones de manos y abrazos fraternales, los obreros bajaron del tren contando
que al no poder conseguir anteayer un convoy para venirse a Iquique, se habían
apropiado de una locomotora abandonada en la estación de la oficina Centro —
«esta mismita que ahora están viendo aquí, compañeros»—, a la que
engancharon todos los carros planos y las rejas de ganado que hallaron
disponibles. Los operarios narraron, además, que habían estado a punto de sufrir
una desgracia fatal, pues entre los pueblos Alto San Pablo y Alto San Antonio,
manos criminales desprendieron la línea férrea en una extensión de casi media
cuadra. Felizmente algunas heroicas mujeres del pueblo de Alto San Antonio,
viendo el peligro que corría el tren de los huelguistas, salieron al camino y,
parándose en medio de la vía, hicieron señas anunciando el peligro y salvando un
montón de vidas humanas. «Desde aquí vaya un merecido homenaje a esas
esposas, hermanas y madres de mineros salitreros, pues, gracias a su acción
valiente y decidida se pudo evitar una catástrofe de proporciones», terminaron
diciendo emocionados los hombres.
Luego del recibimiento, los obreros son guiados a la Escuela Santa María a
través de la calle Amunátegui, atestada de gente que los vitorean y saludan.
Durante el camino, Gregoria Becerra se fija en un matrimonio joven que lleva en
brazos a una niña pequeña, de rostro demacrado y expresión alunada. Lo que
llama la atención de Gregoria Becerra es su vestimenta. La criatura lleva una
preciosa capita de terciopelo de color púrpura, bordada en hilos dorados, y en su
cabeza una pequeña corona de cartón. Al llegar a la escuela, que ya no da abasto
para albergar al torrente de obreros que no ha cesado de bajar de la pampa,
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Gregoria Becerra se acerca al matrimonio y los invita a quedarse en la sala en
donde ella está alojada. «Ahí, con mis amigos, le haremos un lugarcito», les dice,
acariciando a la pequeña que la mira sin sonreír.
El hombre y la mujer, ambos de aspecto humilde, se ven unidos como por
un desamparo infinito. Él, de gestos retraídos y vestido con indumentarias de
trabajo, dice que se llama Silvestre Arroyo y que trabaja de chanchero en la oficina
Centro. Ella, de una flacura extrema y una húmeda mirada de perro triste, se
presenta como Teresa de Jesús y cuenta que su hijita, que recién acaba de
cumplir tres años, se llama Pastoriza del Carmen, y que está desahuciada por los
médicos. Que la corona y la capita que lleva puestas son una imitación de las de
la Virgen de la Tirana, a la que han hecho una manda para que la mejore y le
salve la vida.
Aprovechando la efervescencia que ha producido la llegada de los nuevos
huelguistas, todo el mundo se pone de acuerdo para organizar un mitin en la plaza
Prat. Cuando Domingo Domínguez y José Pintor invitan a Olegario Santana a que
los acompañe, el calichero, argumentando que se le ha depravado el estómago,
les dice que se adelanten, que él los alcanza al tiro. Y se mete en la sala junto a
Gregoria Becerra y al matrimonio de la niña vestida de Virgen.
Los nuevos huéspedes son parcos en palabras. De lo poco que se les
puede sacar se deduce que si las cosas no se arreglan, ellos no piensan volver a
la pampa. Pedirán a las autoridades que los embarquen en algún vapor de vuelta
al sur, desde donde los enganchadores pagados por los industriales los trajeron,
igual que a todos, con ofertas y promesas que resultaron ser puras tencas
muertas. Mirándose mutuamente a los ojos, dicen que prefieren mil veces pasar
años de vacas flacas allá en el sur, que morirse en estas peladeras explotados por
esos extranjeros chupasangre. Tras una trabada conversación, agujereada de
silencios por parte del matrimonio, Olegario Santana y Gregoria Becerra logran
enterarse de algunas cosas que han ocurrido en la pampa en los últimos días. Por
ejemplo, que los operarios de la oficina Agua Santa al fin han paralizado las
faenas plegándose también a la huelga. Que algunos administradores están
poniendo problemas en dar el diario acordado de antemano a las familias que se
quedaron en las oficinas, que incluso en algunas de ellas han cerrado las
pulperías, dejando a la gente sin tener dónde adquirir sus artículos, y que en otras
se ha llegado al despropósito criminal de negarles el agua. Y que, por lo mismo,
mucha de la gente que ahora está bajando a Iquique lo hace azuzada más por las
circunstancias que por el conflicto mismo. Ahora mismito, al venir ellos en el tren,
han visto a mucha gente caminando desde distintos puntos del desierto. «La
pampa salitrera, con sus máquinas paradas y sus chimeneas sin humo, parece
una gran bestia dormida», termina diciendo con voz menguada el hombre.
La mujer, que acuna pacientemente en sus brazos a su hija Pastoriza —la
que aun dormida mantiene una lastimosa expresión de alunamiento—, mirando
desvalidamente al vacío, gruñe entre dientes:
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—¡Jamás debimos venir a meternos a estas orfandades de Dios!
La conversación es interrumpida de pronto, cuando la niña Liria María entra
a la sala con la cara escondida entre las manos. Con su pañuelito todo empapado
en lágrimas, la joven viene llorando un inconsolable llanto silencioso.
—Es por el volantinero —dice Juan de Dios, entrando detrás de ella.
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En la mañana del miércoles la Escuela Santa María amaneció rebasada de
gente nueva durmiendo tirada en cualquier parte. Y es que pasadas las dos de la
madrugada había llegado otro tren de la pampa con más de ochocientos
huelguistas provenientes de Pozo Almonte. Y hombres y mujeres y niños, con sus
líos y atadijos de frazadas y cueros, hubieron de dormir por ahí al sereno,
arrinconados en los patios, recostados a lo largo de los corredores o acurrucados
como perritos callejeros debajo de los zaguanes. Sólo algunos, los más suertudos
de entre ellos, lograron acomodarse en algún ladito de las aulas más
desahogadas.
En la sala de Olegario Santana y sus amigos se hizo sitio para dar cabida a
unas cuantas personas más, incluidos algunos matrimonios con niños pequeños, y
en el apretujamiento que se produjo terminaron todos durmiendo a la tripa pollo,
sin respetar lado de mujeres ni de familias con guaguas. De tal manera que
Olegario Santana, en medio de una forzosa promiscuidad de bodega de barco (así
viajaban los enganchados a la pampa en las podridas bodegas de los vapores), de
pronto se había visto acostado a menos de un metro de Gregoria Becerra. Tanto
así que por el resto de la noche se dedicó a contemplarle el paisaje plácido de su
sueño, y a oírle, como si de una música sacra se tratara, el fuelle acompasado de
su respiración de niña.
Ahora, bajo el fuerte sol de media mañana, mientras Gregoria Becerra
ayuda a pelar papas en una ronda de mujeres achuladas y parlanchinas, y sus
amigos se entretienen jugando a las chapitas con un grupo de patizorros de la
oficina Cala Cala, Olegario Santana, ensimismado y ceñudo, se fuma un Yolanda
apoyado en un muro con sol. No puede dejar de pensar en algo que sucedió por la
noche y que aún le tiene el espíritu conturbado. En verdad fue como si lo hubiesen
dinamitado por dentro. Había sucedido que en un momento, mientras contemplaba
dormir a Gregoria Becerra, ella había abierto los ojos y, por un instante, se lo
había quedado mirando de una manera tal, madrecita mía, que además de
alborotarle las pocas plumas a su alma vieja, le había producido una erección
como hacía tiempo no tenía, carajo. Aunque ahora, a la ardua luz del sol
iquiqueño, no está completamente seguro de no haber soñado ese instante
prodigioso, la fugaz mirada de aquella mujer que irrevocablemente lo vuelve loco,
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le presta alas, lo hace volar y planear en el aire como un jote en estado de
ensoñación.
Poco antes de la hora del almuerzo, en medio del intenso trajín, en la
escuela Santa María nos enteramos de algo que nos conmovió sobremanera y
alentó el ánimo de todos. Varios gremios porteños, trabajadores de la ciudad y de
la ribera, habían acordado unánimemente adherirse de una manera más práctica
al movimiento huelguístico de los esforzados compañeros salitreros. De modo que
se habían reunido y nombrado un comité encargado de secundar y obedecer las
disposiciones del Comité Central de los pampinos, tal como ya lo habían hecho
algunas otras secciones de trabajo, como los panaderos, por ejemplo, los
carpinteros, los jornaleros, los lancheros, los pintores, los gasfiteros, los albañiles,
los carreteros, los cargadores, los abasteros y los sastres. Gremios estos que ya
tenían un representante dentro del Comité Central.
—No sé si ustedes se han dado cuenta —comenta entusiasmado José
Pintor—, pero esto indica claramente que nuestro movimiento está comenzando a
generar toda una revolución obrera.
Y se saca el paletó y se arremanga la camisa, preparándose para almorzar.
—Por supuesto, pues compadre Pintor —dice Domingo Domínguez—.
Nosotros somos los llamados a cambiar la historia proletaria de este país.
Y tras acomodarse un pañuelo a modo de babero, da las primeras
cucharadas a su plato de porotos.
—Nosotros no vamos a cambiar nada, carajo —reclama con voz tosca y sin
levantar la vista de su almuerzo Olegario Santana—. En este país mandan los que
tienen la riqueza, y punto.
Los amigos se miran entre ellos desconcertados. Luego comienzan a
recriminarlo sacándole en cara lo atrabiliario de su comportamiento, su pesimismo
desmoralizante y sus eternos reparos a la huelga.
—Este Olegario habría sido capaz de desanimar al mismísimo Napoleón —
dice José Pintor.
—El pesimismo de mi compadre Olegario se parece a su paletó —salta
Domingo Domínguez—: es igual de negro, igual de viejo y no se lo saca renunca.
Entonces los improperios devienen en cuchufletas, derivando
inevitablemente a su manía de no sacarse jamás el paletó, ni siquiera para
echarse a dormir. Que por la noches —lo joden en cuadrilla los amigos—,
mientras todos los demás hombres se sacan el suyo y lo doblan cuidadosamente
para usarlo de almohada, él no tiene ningún empacho en acostarse sobre su oreja,
pero con su paletocito puesto.
—De tan arrugado que está el pobre, parece planchado con hojas de
repollo —corona las mufas festivamente Domingo Domínguez.
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Y mientras todos ríen y se palmotean y hablan con la boca llena, Gregoria
Becerra, aprovechando que Liria María se ha ausentado para ir al baño, se lleva a
Idilio Montano a un lado y le pide cuentas en voz baja. Que por qué diántres había
hecho llorar a su niña ayer por la noche.
El joven herramentero, azorado hasta el tartamudeo, le explica lo sucedido
en la carpa. Luego, en un acto de arrojo suicida, le abre las compuertas de su
corazón enamorado y gesticulando y moviendo las manos en un desesperado
intento de convencimiento, le confiesa lo muy prendado que está de Liria María, lo
mucho que la quiere, todo lo que sería capaz de hacer y de no hacer con tal de
que ella vuelva a mirarlo como antes, a hablarle, a sonreírle como le sonreía. Y lo
dice tan convencido de sus palabras, con tanta pasión y brillo en la mirada, que
Gregoria Becerra se enternece hasta las lágrimas y termina poniéndose
incondicionalmente de su parte.
Un rato después, cuando está pensando en cómo decirle a Liria María que
no haga sufrir más al pobrecito volantinero, se aparece su hijo Juan de Dios
acompañado del mismo periodista del diario La Patria que había conocido en el
Club Hípico. El niño dice que lleva al caballero a conversar con su amigo José
Brigg, pues quiere escribir una nota contando sobre cómo se vive en la escuela.
Gregoria Becerra dice que está bien que se escriba eso en los diarios, para que
las autoridades y las familias ricachonas del puerto se den cuenta de que los
pampinos no son ningunos revoltosos, ni menos unos forajidos desalmados como
se anda diciendo por ahí.
—Yo no sé qué patrañas informan los espías que mandan los gringos a la
escuela y que se pasean por aquí como Pedro por su casa —dice con voz fuerte
Gregoria Becerra—. Usted, ponga la verdad, caballero, y diga si aquí entre
nosotros ve a alguno con cara de saqueador, incendiario o violador de mujeres.
Pasado el mediodía, nos enteramos de que venía entrando un nuevo buque
de guerra. Esta vez se trataba del crucero «Esmeralda» y traía a bordo tropas del
Regimiento Artillería de Costa. Los militares desembarcados acamparon todos en
la plaza Prat y su presencia le dio un aspecto extraño y desusado a ese paseo que
era el corazón mismo de la ciudad. Con tantos soldados llegados al puerto se
había comenzado a sentir un clima de tensión y animosidad en el aire. Y aunque
obreros y militares se cruzaban en las calles sin rozarse ni mirarse aún como
enemigos, así y todo el Comité Central tomó la sabia decisión de no celebrar más
comicios públicos en la Plaza Prat. «Esto para no exacerbar el ánimo de los
militares —dijo José Brigg— y no darle motivos a la autoridad para el empleo de la
fuerza».
Olegario Santana y sus amigos, que habían decidido no ir a ver el
desembarco —«Así como van las cosas, en unos días vamos a tener más
soldados que huelguistas en Iquique», había dicho con sorna Domingo
Domínguez—, acompañan a José Pintor a la Casa Locket a cambiar las últimas
fichas que le quedan. En la Casa Salitrera no lo atienden. Si quiere cambiar sus
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fichas tiene que subir a la oficina, le dicen de mala manera. Indignados, los amigos
deciden dirigirse a la imprenta del diario La Patria a estampar su queja y dejar
constancia del hecho.
Mientras esperan en las dependencias del diario —donde les prometen que
su reclamo saldrá ahora mismo, en el número vespertino—, alguien les pasa una
hoja ya impresa de la edición. Allí se informan de varias noticias que saldrán al
público en un rato más. Se imponen, por ejemplo, de que el «Zenteno», el barco
de guerra que trae al Intendente de la provincia y a la tropa del Regimiento
O'Higgins, llegará mañana a primera hora al puerto, y que el Teatro Nacional
continuará clausurado «por la fuerza de las circunstancias». En una nota que lleva
como título: «Gracioso ofrecimiento», leen sobre una tal señorita Isabel Ugarte,
residenta iquiqueña de nacionalidad peruana, que ha puesto a disposición de los
huelguistas una espaciosa bodega de su propiedad, ubicada en la esquina de las
calles Barros Arana y Sargento Aldea, para dar alojamiento a los pampinos que
siguen llegando a Iquique. Además se enteran, contentísimos, de que el número
de oficinas salitreras que se han plegado a la huelga ya llega a la cantidad de
sesenta y tres. «Dato éste susceptible de ser rectificado», dice la nota.
—Y pensar que todo comenzó en nuestra pequeña oficina San Lorenzo —
dice Domingo Domínguez.
—Y en una humilde casa del Campamento de Arriba —especifica orgulloso
Idilio Montano.
Al terminar de imprimirse la edición completa del diario, los amigos se
encuentran con el artículo del periodista que había estado en la escuela esa
mañana. Allí se dan a conocer las impresiones de su visita. Domingo Domínguez
lee en voz alta:
«Hoy tuvimos oportunidad de visitar la Escuela Santa María, local donde se
hospedan más de seis mil huelguistas. Era precisamente la hora en que se
repartía el almuerzo y, por consiguiente, el acceso al sitio donde se encontraba el
Directorio general se hacía casi imposible. Hasta que por fin conseguimos nuestro
objetivo.
El Comité Central está instalado en los altos del local, y damos enseguida
los detalles que observamos al llegar a ese sitio. En la escala estaban destinados,
a guisa de centinelas, como ocho ayudantes de orden, los cuales se ocupaban en
atender a las personas que deseaban hablar con el Directorio. Pasamos nuestra
tarjeta que los ayudantes hicieron llegar al Presidente, señor Brigg, quien ordenó
que se nos diera libre paso. Permanecimos en el recinto como dos horas, y en
todo ese tiempo pudimos imponernos de la magnífica organización que tienen los
huelguistas.
El Presidente, rodeado de sus directores y los ayudantes de orden, imparte
las órdenes que son acatadas con todo respeto. Los delegados de las oficinas que
van llegando se presentan al Directorio y éste los inscribe en un registro y les da
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las instrucciones del caso: esto es, que la bandera de orden que han enarbolado
jamás sea arriada.
A cada instante los ayudantes de orden reciben instrucciones para los
huelguistas, las que son inmediatamente obedecidas. También pudimos oír que,
con un tino bajo todo punto de vista plausible, se tomaban informaciones a las
comisiones nombradas por el Comité para vigilar todos los establecimientos donde
se expenden bebidas alcohólicas. Las comisiones hacen las denuncias al Comité
Central y éste, a su vez, las comunica a la autoridad competente.
Esta sana actitud de los trabajadores de denunciar ellos mismos a los
despacheros que venden licor a sus compañeros, merece sea tomada en cuenta,
porque, con ello, se justifican ante todo el mundo como obreros que sólo luchan
por el pan, desbaratando ellos mismos todo lo que se encamine a producir
disturbios. Francamente es aquello un cuartel general en donde reina la disciplina
más completa, escudada siempre en el buen sentido. Dignas de oírse son allí las
órdenes que se reparten, pues todas van encaminadas a impedir que se venda
licor a sus compañeros, que guarden siempre la norma de conducta que han
adoptado desde el primer día, y así dan una prueba más de la cultura de este
pueblo trabajador que hoy se levanta en actitud pacífica para que se le oiga su
justo clamor.
Los delegados, por otra parte, se hacían presentes ante el Comité para
imponerlo de los últimos trabajos. Cada uno de los ayudantes que efectuaba
alguna comisión dada por el Comité, inmediatamente de concluida daba cuenta de
su resultado, encomendándosele, al instante, otra. Nos retiramos pues, del cuartel
general sin cansarnos de admirar la perfección, orden y buen criterio con que
dirige el movimiento el Comité Central Unido de la Pampa e Iquique».
Al salir de las oficinas del diario los amigos van contentos y animosos.
Palmoteándose mutuamente acuerdan, en voz baja —no fuera a haber algún
representante de las comisiones de alcohol por ahí cerca—, ir a beber por ahí un
trago de aguardiente. Según han sido dateados en la mañana por los obreros de
la Confederación Perú-boliviana, hay un expendio de bebidas alcohólicas cerca de
donde van caminando ahora mismo que está vendiendo trago para callado.
Domingo Domínguez, como para descargar un tanto su conciencia, dice a
modo de disculpa que él cree que con tomarse unos cuantos traguitos no le hacen
ningún daño al movimiento, pues ellos son tipos que saben beber.
—Aunque bebemos como cosacos —dice sacando pecho— no somos
ningunos borrachos abrazafaroles.
El carretero José Pintor, por su parte, se disculpa con el subterfugio de que
un ácrata que se respete como tal, debe a lo menos violar una regla, y que en este
caso la regla más sana de romper es ésta.
Mientras Olegario Santana fuma en silencio, Idilio Montano, que para
sorpresa de todos es el más entusiasmado con la idea, dice que ya basta de
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palabrería y que mejor se apuran en hallar el boliche, que él está necesitando con
urgencia beber un trago.
—El jovencito está sacando las garras —dice serio Olegario Santana.
—Como decía mi abuela: «Quien con lobos anda, al tiempo aúlla» —se
defiende Idilio Montano.
Y bajando la vista al suelo, agrega acontecido:
—Lo que pasa es que necesito un trago para olvidar.
—¡Qué olvidar ni qué ocho cuartos! —le corta brutalmente José Pintor—. Lo
que tiene que hacer ahora mismo, muchacho, es agarrar a la tórtola y darle un
buen beso en la boca. Si hay que ser ciego de nacimiento para no darse cuenta de
que la niña está que se despicha por su persona, pues hombre.
—Pero antes tiene que dejarse crecer mostachos, compadrito —tercia
huasón Domingo Domínguez, abrazando fraternalmente al herramentero—. ¿O
acaso no le dijo nunca su abuela que para las mujeres un beso sin mostacho es
como un huevo sin sal?
—Con sal o sin sal, lo que tiene que hacer es agarrarla del moño y robarle
un buen beso —insiste el carretero—. ¡Y delante de la madre!
—De tan señora que es doña Gregoria, no sé si aguantaría que le vinieran
a faltar el respeto de esa manera —replica pensativo Olegario Santana.
—No sé por qué me tinca que Olegario está más enamorado que el
volantinero —se echa a reír Domingo Domínguez.
—¿Enamorado de quién? —pregunta José Pintor.
—¿Cómo que de quién? ¡De Gregoria Becerra, pues compadre! —exclama
el barretero sin dejar de reír.
—Y por algunas miraditas que yo he sorprendido por ahí, creo que le
corresponden en toda la línea —dice Idilio Montano, mirando amigablemente a
Olegario Santana.
A José Pintor se le encapota el rostro abruptamente. Pero no dice ni mus.
Media cuadra antes de llegar a donde se supone está la bodega de licor, se
topan con los obreros de la Confederación Perú-boliviana. A ambos se les nota la
consternación cincelada en el rostro. Que no hace ni un par de horas, cuentan
compungidos los hombres, el despachero ha sido sorprendido por la policía
municipal y que, además de haberlo castigado con una multa de cien pesos, le
han cerrado la bodega. Que si acaso ellos no creen que es demasiado castigo
para ese pobre cristiano, dicen los confederados, abrazándose con gran aparato y
haciendo como que lloran desconsoladamente.
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Siguiéndoles la corriente, Domingo Domínguez se les une en el fraterno
abrazo de dolor, dándoles su más sentido pésame y ayudándoles a sentir,
paisanitos lindos; qué se le va a hacer; resignación, la vida es así.
—¡Y yo que estaba dispuesto a empeñar mi anillito de oro si hubiese sido
necesario! —termina diciendo en tono de afectada condolencia el barretero.
Los amigos se miran entre ellos suspicazmente, pero no dicen nada.
Cuando después de un rato vuelven todos juntos a la escuela, se
encuentran con un grupo de más de doscientos obreros pampinos entrando a la
ciudad. Al preguntar de dónde vienen, se enteran de que los huelguistas se han
venido «caminando a pie» desde la oficina La Palma. Y aunque esta salitrera es
una de las más cercanas al puerto, y los obreros van cantando a viva voz, la fatiga
se les asoma aguada en los ojos. Entierrados y sudorosos, como llegando de un
campo de batalla, rodeados de gente de Iquique y de pampinos que los han ido a
encontrar a los cerros, los hombres marchan entonando fervientemente el Himno
al Trabajador, cuya exaltada letra habla de la unidad y redención de los obreros
del mundo.
Inflamados por la visión épica de esos compañeros, el grupo de amigos se
desliza en medio de la columna y, cantando también puño en alto, se encaminan
con ellos hasta la escuela Santa María.
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Atardecía en Iquique. Y todo el sector circundante a la escuela y al baldío
de la Plaza Montt, presentaba un populoso aspecto de feria de diversiones.
Además de la enorme cantidad de huelguistas allí reunidos, y de la cada vez más
numerosa gama de vendedores ofreciendo su mercadería, había comenzado a
emerger toda una fauna de gente extraña; personajes que iban desde simples
curiosos de manos en los bolsillos, hasta los infaltables suerteros de las ruletas,
pasando por charlatanes vendedores de ungüentos, ladrones de bolsas,
tragafuegos, lisiados de guerra, predicadores locos y mendrugueros recitadores de
jaculatorias.
Y es que como resultado de la toma de la Plaza Prat por parte de la tropa
desembarcada del crucero «Esmeralda» no se habían organizado ni llevado a
cabo grandes mítines, los pampinos pasábamos todo el día conversando sobre
cuestiones de la pampa, o releyendo los diarios del día una y otra vez, hasta el
último avisito comercial. Todos esperábamos impacientes los resultados de los
acuerdos que se tomaran con respecto al conflicto entre las autoridades, los
señores salitreros y los integrantes de nuestro Comité Central. La exaltación y el
alborozo de los primeros días había ido decayendo notablemente hasta trocarse
en una calma tensa y angustiante. La nuestra era una espera que nadie sabía bien
en qué demonios iba a terminar. Pero así y todo —salvo unos pocos ebrios que
circulaban con cara de idiotas entre el gentío, y que nadie entendía en donde
diantres se emborrachaban— nuestra actitud seguía siendo en general calmada y
respetuosa.
La tranquilidad del conflicto sólo era rota por el arribo de algún buque de
guerra trayendo más contingente militar al puerto, o cuando en lo alto de los cerros
aparecía un tren de huelguistas o una entierrada caravana marchando a pie desde
sus oficinas, como la que acababa de entrar ahora mismo a la ciudad, proveniente
de La Palma. Entonces, por las calles atestadas de gente, los miles de huelguistas
ya arranchados en el puerto les hacíamos un corredor humano hasta las puertas
mismas de la Escuela Santa María, aplaudiéndolos y palmoteándolos durante todo
el trayecto, tal y. como se le acababa de hacer a los obreros palminos. Bienvenida
que era coronada por el recibimiento del grueso de la gente que, en las puertas de
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la escuela, con pañuelos y sombreros en alto, los aclamaban y vitoreaban como a
verdaderos héroes de guerra.
Luego de que una Comisión de Recibimiento terminara de acomodar a los
huelguistas de La Palma en los recintos de la escuela, Olegario Santana y sus
amigos entablan conversación con algunos de los operarios en el patio principal.
Domingo Domínguez ha hallado entre ellos a un tiznado conocido suyo, al que
apodan el Patas con Brotes, y entre cigarrillos y tallas relativas a la facha de
empampados con que han llegado a la ciudad, los amigos aprovechan de darles a
conocer varios datos domésticos y de utilidad personal. Como en cual de todos los
puestos de la calle se vende el mejor pan amasado, o dónde ir a hacerse un buen
retrato para llevarse a la pampa como recuerdo de la estadía en el puerto. Que en
la sombrerería El Globo, de por aquí a la vuelta nomás, paisanos, cuesta mucho
más barato el arreglo de los sombreros, sobre todo los colizas y los de Panamá. Y
que en la Peluquería Francesa, de la calle Uribe, se hacen los cortes de pelo de
última moda, y que al terminar el trabajo lo rocían a uno con finas aguas de
tocador dejándolo más fragantoso que un clavel; además el maestro, don Antonio
Duhamel, dueño del local, tiene la delicadeza de desinfectar las herramientas
después de cada uso sumergiéndolas en agua hirviendo ¿Qué les parece,
ganchitos? Pero principalmente los amigos ponen al tanto a los recién llegados
sobre algunos detalles de comportamiento que es bueno que vayan sabiendo
desde ya para una mejor convivencia dentro de la escuela, haciendo hincapié
sobre todo en el grave problema de las casetas sanitarias, indicándoles dónde y
cuáles son los sitios eriazos ideales, aparte de la playa, para evacuar el vientre.
Esto para que los amigazos de Puelma no vayan a hacer lo que hacen algunos
metecos cerrados de sesera, que no tienen ningún escrúpulo en bajarse los
pantalones en la calle, a cualquier hora del día o de la noche, y por culpa de los
cuales el Comité Central ha recibido una chorrera de reclamos de los vecinos
adyacentes a la escuela. Y cuando en el cielo ya está anocheciendo, y Domingo
Domínguez, apartado del grupo, está dateando para callado a su amigo Patas con
Brotes sobre el prostíbulo de Yolanda, se aparece Juan de Dios diciendo que
dónde miéchica se habían metido toda la tarde los caballeros, que su madre hace
rato los está esperando.
—Les tiene mate y pan amasado calientito —les dice el niño, pasándose
deleitosamente la lengua por los labios.
Como los amigos, por el asunto del reclamo de las fichas, se han pasado
por alto el almuerzo, no se hacen de rogar un tris para aceptar la invitación. Al
llegar a la sala repleta de gente descansado y comentando los últimos sucesos del
día, encuentran a Gregoria Becerra mateando en compañía del matrimonio de la
oficina Centro. La pareja se muestra ahora un poco más locuaz y sonriente. Su
hija Pastoriza del Carmen ha demostrado una leve mejoría en su salud. Gregoria
Becerra, además de mate y pan recién amasado, les tiene a los amigos una gran
lonja de charqui y algunas cajetillas de Africana, cigarrillos que, hace sólo unos
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minutos, la Federación de Obreros de Iquique ha donado para los esforzados
compañeros trabajadores de la pampa.
—Una pena que no hayan donado cigarrillos Yolanda —dice Gregoria
Becerra alargándole el primer mate a Olegario Santana.
Mientras Liria María, sentada en el suelo junto a su madre, con la barbilla
apoyada en sus piernas recogidas, evita a toda costa mirar a Idilio Montano, y el
joven, sin decir palabra, no le quita la vista de encima, Domingo Domínguez se
pone a conversar con un patizorro de la oficina Cala Cala, al que le falta el ojo
derecho y que no para de hablar sobre caliche de buena y mala ley, y de la
cantidad de piedras que es capaz de triturar en catorce horas de trabajo diario.
José Pintor por su parte, a quien hace rato no se le oye despotricar en contra de
los curas ni en contra de nada, desde el rincón donde se ha acomodado, observa
a lo zaino todas las miradas que se cruzan entre su vecina y el Jote Olegario.
A las nueve de la noche se enteran de la llegada de otra partida de
huelguistas que se ha venido caminando desde la pampa. Según la mujer peruana
que ha entrado a la sala a contarles, al verlos aparecer en los cerros un solidario
grupo de cocheros a caballos los fue a recibir. El patizorro tuerto, cambiando de
tema, asegura que se debe tratar del mismo grupo de cocheros en huelga que,
según los hocicones del diario El Tarapacá, ayer por la tarde había recorrido en
caravana las calles céntricas haciendo escándalo y cometiendo toda clase de
desmanes.
—Para que se den cuenta, ustedes —dice—, que no hay que comprar más
ese diario. Se nota a la legua que está en contra de los obreros y a favor de los
patrones.
Un rato después, un integrante de la Comisión de Orden y Aseo entra a la
sala a preguntar si ahí es posible dar albergue a otras personas.
—Aquí ya no hay espacio ni para echar a dormir un minino —replica
socarrón Domingo Domínguez.
Cerca de las doce de la noche, cuando ya la mayoría de la gente se ha
puesto a dormir, Gregoria Becerra se queja de dolor de cabeza y le pide a
Olegario Santana que por favor la acompañe al Consistorio. Que, como él puede
ver, dice, indicando a sus hijos con la mirada, sus angelitos custodios duermen
como unos benditos. «Y me da no sé qué despertarlos».
—Por favor, señora Gregoria, no faltaba más —dice Olegario Santana
incorporándose de un salto.
Afuera la noche es alta y una suave brisa marina inunda el aire.
Atolondrado por la compañía femenina, Olegario Santana, sólo por decir algo,
comenta que el aire puro es buena para la sangre. «La purifica», dice aspirando
aparatosamente y sintiéndose un idiota con vista al mar.
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—Y además desembota el cerebro de malos presagios —dice ella,
mirándolo sonrisueña.
Con las fogatas encendidas y la cantidad de gente durmiendo a la
intemperie, el patio de la escuela da la impresión de un gran campamento de
guerra. Un grupo de bolivianos instalados en la pérgola entonan sus cánticos
acompañados del sonido lúgubre de sus quenas, mientras en los recovecos más
sombríos del patio, algunas parejas se besan y abrazan con desesperación. Al
mirar hacia arriba, ambos se fijan que en la terraza aún está la luz encendida.
«Los del Comité parece que no duermen nunca», dice Gregoria Becerra.
De vuelta del Consistorio, agasajados por la música y la placidez de la
noche que, más que nunca, está desbordante de estrellas y cositas brillantes,
como dice ella suspirando, se sientan en uno de los escaños del patio, de frente a
la pérgola. Después de un rato de oír las quenas en silencio, Gregoria Becerra
comenta que recién ahora está comprendiendo por qué su difunto marido, que era
huaso de manta y espuelas, se había enamorado tanto de la música nortina.
—Es bella, pero un poco tristona —dice Olegario Santana—. Escuchándola
da la impresión que se hace más honda aún la soledad del desierto.
—En eso tiene razón, usted, don Olegario —dice ella—. Por eso yo me
quedo con la tonada campesina. Es más alegradora.
—Y hace más llevadera la soledad —recalca él.
—Parece que a usted lo ha marcado mucho la soledad, amigo mío —lo
mira ella con un brillo tierno en sus ojos.
—Mucho —musita él.
—¿Y nunca se ha casado?
—Nunca.
—Viví un tiempo abarraganado con una mujer boliviana. Pero se murió de
la bubónica.
—Lo siento —dice ella—. Usted debe extrañarla mucho.
—No se crea.
—No le entiendo...
—Es que... bueno... no sé cómo decirlo —se incomoda Olegario Santana—.
Vivir con ella no era muy diferente a vivir solo.
—Por lo visto usted no tiene muy buen concepto de las mujeres —lo mira
de frente Gregoria Becerra.
Olegario Santana se corta. Luego reacciona, la mira también a los ojos,
respira hondo y se atreve a decirle, despacito:
—Hasta que la conocí a usted.
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Ella no dice nada. Levanta la cabeza y se queda un rato mirando las
estrellas. De niña pensaba que esas brillosidades allá arriba semejaban a un
racimo de diamantes ordenados en un grandioso estuche de terciopelo; y que el
dueño de aquella joyería, por supuesto, tendría que ser Dios.
—¿Usted cree en Dios? —le pregunta prolijamente, como si en verdad le
preguntara al cielo.
—No sé —contesta Olegario Santana.
Y saca un cigarrillo y lo enciende y le da una pitada honda.
—A veces creo que sí y otras, debo confesar que la mayor parte del tiempo,
pienso como nuestro amigo José Pintor. Él dice que Dios no existe, y que la
prueba más patente son los millones de pobres que sufren y se mueren de
hambre en el mundo.
—Ese José Pintor es un descreído. Yo un día le oí decir la barbaridad
tremenda de que Dios debía de amar mucho a los pobres, que por eso había
hecho tantos.
—¿Usted es muy amiga de José Pintor?
—¿Por qué lo pregunta? —pregunta ella a la vez, mirándolo fijamente a los
ojos.
—No, por nada —balbucea él.
Y cambiando rápidamente la conversación la interroga sobre qué piensa
hacer ella en caso de que el conflicto no se resuelva para bien.
—Ya lo he conversado con mis hijos —dice pensativa Gregoria Becerra—, y
si esto no se arregla pediremos que nos manden de vuelta al sur. A Talca. Desde
que enviudé, mi madre me ha escrito varias veces pidiéndome que regrese con
ella.
—No sé por qué, desde que llegué aquí —dice el calichero— tengo el
presentimiento de que esto va a terminar mal. Yo conozco a los militares y temo lo
peor.
—Pero no tenemos que rendirnos hasta ver qué pasa. Ya está bueno de
abusos y de explotación, ¿no le parece?
—Toda la vida hemos sido explotados y no creo que esto vaya a cambiar
mucho.
—Lo peor del asunto, don Olegario, no es ser explotado; lo peor es rendirse
a esa explotación; entregar la oreja, como dicen ustedes.
—Debo decirle que siempre he sido un pesimista del carajo —comienza a
confesarse Olegario Santana—. Pero eso me lo ha enseñado la vida. Si estoy aquí
es sólo por inercia. Todo esto que se está haciendo, la huelga, los mítines, la
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marcha a través del desierto, querer levantar y unir a la pampa en una gran lucha
contra la explotación, me parece un sueño imposible.
—Soñar ya es luchar de alguna manera, don Olegario. Alguien dijo por ahí
que todos los sueños son insurrectos.
—Es que usted no sabe, doña Gregoria, aquí nos pueden matar a todos
como a carneros.
—Se podrá matar al soñador, pero no al sueño —responde ella con voz
altiva.
Olegario Santana guarda silencio. Esta mujer le parece increíble. Se saca el
sombrero, se mesa un rato las crines de mulo y vuelve a ponérselo. De pronto se
le ocurre decirle algo, pero no se atreve. Tras un rato de mirarse la punta de los
zapatos, arroja el pucho al suelo, vuelve a respirar profundo, cuenta mentalmente
hasta tres y se lo dice:
—Yo, señora Gregoria, ahora que la he conocido a usted, más que por
cualquier sueño de reinvindicación social o justicia laboral o cosa que se le
parezca, por lo único que quisiera que esto terminara bien sería para que usted no
se volviera al sur.
—Lo que más sentiría si regresara a mi tierra —dice Gregoria Becerra—, es
que los huesos de mi difunto se van a quedar tirados para siempre en estos
calcinatorios.
—¿Lo quería mucho?
—Mucho
—Se debe sentir muy sola también usted.
—Imagínese. Y en estas peladeras. Pero todo lo hago por mis hijos. Si
ustedes los hombres pueden llevar a cabo cualquier acto heroico, nosotras las
mujeres somos capaces de todos los sacrificios.
Olegario Santana la mira de reojo. No sabría decir si ella entendió lo que le
ha dicho sobre su deseo de que no se volviera al sur, o si se hizo la desentendida.
Entonces, mirando hacia una de las fogatas, sin respirar hondo, ni contar hasta
tres, ni nada, dice clara y perentoriamente, como pensando en voz alta:
—Cómo me habría gustado, en la vida, haber conocido a una mujer como
usted.
Como ella no dice nada, luego de un momento carraspea bronquialmente y
prosigue, despacito:
—Aunque tal vez no habría servido de mucho. Nunca he sabido como tratar
a una dama. Toda mi vida he sido un solitario, un animal huraño. Tal vez por eso
mis compañeros de calichera me dicen Jote. Aunque usted no me lo crea, ésta es
la conversación más larga que he tenido nunca con una mujer.
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Cuando Gregoria Becerra, mirándolo directamente a los ojos, le toma una
de sus manos ásperas, a Olegario Santana se le eriza el alma. Nunca en su vida
ha sentido una sensación parecida. Nunca ha oído a su corazón machacar de
manera tan desbocada. Si le parece sentirlo en la punta de la boca. «Usted es un
hombre muy bueno, don Olegario», oye que le dice ella. Y cuando la oye agregar,
sin dejar de mirarlo, que nunca es tarde para conocer a una mujer, él se da cuenta
de que está sudando entero. Aturullado completamente, se mete la mano al
bolsillo del paletó y vuelve a sacar su cajetilla de cigarrillos. Esta mujer de Dios lo
confunde, lo hace olvidar su soledad, su despecho, su amargura con el mundo.
«Esta mujer es el amor», se dice emocionado. Y tras encender un Yolanda, exhala
el humo apurado, como ahogando un suspiro, o quizás un sollozo.
De pronto se dan cuenta de que los músicos y las parejas de amantes se
han retirado a dormir hace rato, y que la cresta de la aurora ya comienza a
vislumbrarse por los cerros del oriente. En su plática se han olvidado de la hora,
de la noche y del mundo. No se han dicho nada comprometedor, no se han hecho
ninguna promesa, pero el brillo en sus miradas es otro. Poco antes de que las
primeras mujeres, desgreñadas de sueño, comiencen a trajinar por la penumbra
de los patios preparando los fogones para el café, deciden irse a dormir.
—Más que sea por un ratito —dice ella.
Arriba, en la azotea, aún se ve la luz encendida.
Cuando, pisando en puntillas, entran a la sala, Olegario Santana y Gregoria
Becerra ya no son los mismos; algo se les ha encendido por dentro. Antes de
recostarse en el hueco que les han dejado sus hijos, ella lo mira y le susurra un
buenas noches lleno de ternura. Él sólo atina a responder con un leve movimiento
de cabeza. La emoción le ha pasmado la lengua. Al ir a acomodarse junto a Idilio
Montano (que duerme con la pena de su amor plasmada en la expresión de su
rostro), por el rabillo del ojo ve que José Pintor, un poco más allá, con las manos
entrelazadas sobre el pecho como los muertos —«o como deben dormir los
sacerdotes», se dice en sus adentros—, está completamente despierto y lo mira
con una fijeza afiebrada.
—Pareces un cura con insomnio —le dice Olegario Santana. Y se echa a
dormir de espaldas y con su paletó puesto.
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14
El jueves la escuela Santa María era un volcán a punto de hacer erupción.
Todo el mundo aguardaba con inquietud el arribo del crucero de la Armada
Nacional, «Ministro Zenteno», que traía a bordo al Intendente, señor Carlos
Eastman. Para los pampinos la llegada de la primera autoridad provincial
significaba la solución final del conflicto y la esperanza de que al fin íbamos a
poder volver a nuestras labores en las calicheras.
Y es que la amargura y el desencanto habían hecho plaza entre los
huelguistas, y el olor de la desesperanza se comenzaba a colar como un tufillo
rancio por los intersticios del ánimo. Y no era para menos. Iban cinco días y cinco
noches de resistir en la ciudad sin haber logrado absolutamente nada de nadie. Y
para enfriar aún más el ardor de nuestro espíritu, pese al intenso trabajo de las
comisiones de orden y aseo, era tal la cantidad de gente que había llegado desde
las salitreras que ya habían comenzado a producirse problemas graves de
convivencia al interior del establecimiento.
A esas alturas ya sobrepasaban los ocho mil los pampinos arranchados en
sus dependencias, sin contar los que repletaban la carpa del circo, los que
copaban el terreno baldío de la plaza Montt y los casi tres mil alojados en los
galpones y bodegas prestados por sociedades y personas particulares, la mayoría
de los cuales iba a comer al recinto escolar. De manera que la repartición de
vituallas se estaba haciendo una tarea casi imposible de llevar a efecto con la
calma y la sensatez de los primeros días. Por alcanzar algo de comer —
especialmente para sus hijos pequeños, siempre llorando de hambre—, los
huelguistas, hombres y mujeres, convertidos en verdaderos animales de rapiña, se
apelotonaban en unas trifulcas sin orden ni concierto en cada una de las repartijas
diarias. Desesperados, empujándose unos a otros sin ningún respeto, en más de
una ocasión se había llegado a los insultos y a los golpes incluso entre amigos y
compadres de las mismas oficinas. Más encima, y como para quebrantar nuestras
últimas reservas de voluntad, el interior de la escuela poco a poco iba siendo
invadido por un hedor que hacía irrespirable el aire y estaba convirtiendo el local
en un verdadero foco de insalubridad, peor que el más cochambroso vividero de
pobres del puerto. Y es que sucedía que algunos bellacos amalditados de entre
nosotros mismos, pasando por alto las más elementales normas de respeto y
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convivencia, no estaban teniendo ningún escrúpulo en sacarse la pinga o bajarse
los pantalones para guanear, ya no en la oscuridad de las calles aledañas, sino al
interior de los mismos patios de la escuela. Y como para coronar todo esto, en los
últimos días se venían recibiendo quejas respecto a que algunas parejas de
casados, sin la más mínima consideración por la moral y las buenas costumbres,
no tenían ninguna clase de miramientos en intimar durante las horas de la noche,
en medio de las demás personas que dormían a su alrededor. Todo esto sin
contar que hasta ese momento los magnates salitreros no habían dicho ni chus ni
mus respecto a nuestro petitorio. Por todo eso se esperaba con ansias la llegada
del Intendente, para exigir de una vez por todas, fuera para bien o para mal, una
solución categórica a nuestro conflicto.
De modo que ese día fue de gran agitación en la escuela y en las calles de
Iquique. Por un lado se veía llegar al puerto buques que desembarcaban más
fuerzas militares, y por el otro, no paraban de llegar de la pampa trenes repletos
de operarios en huelga. Como el convoy compuesto de trece carros planos y una
bodega de ganado enganchado a la cola que, lleno de obreros vociferantes, llegó
a la estación a las dos de la tarde, después de un viaje que había durado toda la
noche. En el tren venía todo el contingente de huelguistas de los centros de
trabajo de Negreiros, Huara, Pozo Almonte y Central. En el andén de la estación,
además de la habitual multitud bulliciosa y entusiasta, los nuevos compañeros
fueron recibidos oficialmente por algunos integrantes del Comité Central que les
recomendaron, como siempre, el mayor orden y respeto posible en su estadía en
Iquique. «El orden y el respeto son las bases primordiales para obtener el triunfo
final de nuestras aspiraciones», les expresaron en grave tono los dirigentes.
Hablaron enseguida dos representantes de los recién llegados, haciendo igual
observación y adhiriéndose totalmente al movimiento reinvindicatorio que se
llevaba a cabo. «Movimiento que, por si alguno lo duda —dijeron animosos los
hombres—, está haciendo historia en los anales de la pampa salitrera».
Terminado el acto, todos los huelguistas, formando un bloque de casi doce mil
personas, tomamos rumbo hacia las dependencias de la escuela Santa María. La
cerrada columna avanzaba copando las calles de acera a acera, llamando la
atención una gran bandera blanca que iba presidiendo la marcha, una bandera de
seis metros de largo por cuatro de ancho, confeccionada con retazos de popelina
y crea de hacer sábanas, y que los obreros desplegaban y mostraban felices y
ufanos como el símbolo universal del orden y la paz. La enorme masa de gente
fue recibida en la entrada de la escuela por el propio Comité Central en pleno que,
asomados a los balcones del altillo, ornados de banderas y pendones gremiales,
les dieron la bienvenida. Aquí también, varios de los recién llegados hicieron uso
de la palabra, destacándose entre todos ellos un obrero de Huara, un joven con
cara de ilustrado quien en una aplaudida alocución comparó al hombre pampino
con el indómito cóndor de los Andes. Que todos los animales de la tierra, dijo, se
escondían y replegaban ante la fuerza y la furia de la tempestad; incluso el león,
rey de los animales, se metía en su guarida asustado al ruido pavoroso de los
truenos. «Sólo el cóndor —declamó en tono florido—, el imponente cóndor de los
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Andes, emblema de nuestro escudo patrio, cruza majestuoso el espacio tronante
de los cielos». Cerró el mitin el presidente del Comité Central, José Brigg, quien,
luego de un sucinto discurso, netamente laboral, indicó a los que estábamos
alojados en la escuela que debíamos ser solidarios y abandonar el recinto por un
rato, para así dar espacio a los hermanos recién llegados, que bien se merecían
un descanso.
A eso de las tres de la tarde, tal como habían anunciado los diarios locales,
el crucero Ministro Zenteno arreó anclas en la bahía. Entre las autoridades que
esperaban en el muelle se encontraba el Intendente suplente, el primer Alcalde de
la ciudad, el Gobernador Marítimo y el vicario apostólico, señor Martín Rücker.
Momentos más tarde, en la falúa de gala del hermoso navío, que recién regresaba
de un viaje por Europa, desembarcaban los ilustres pasajeros, todos luciendo
impecables en su vestimenta, pero con una lividez mortal en el rostro que
denotaba los tres días de navegación con mar brava.
Junto al Intendente venía el Jefe de la Primera División, general Roberto
Silva Renard y otros jefes del ejército. Tras hacerle los saludos de ordenanza a
cargo de la marinería del Blanco Encalada, más un batallón de los Regimientos
Rancagua y uno del Granaderos, la tropa disponible de la guarnición abrió calle en
medio de la multitud, y la comitiva dirigió sus pasos desde el muelle hasta el
edificio de la Intendencia, en la calle Baquedano.
Encaramados en las grandes rumas de sacos de salitre que se
amontonaban en el puerto a causa de la huelga de los lancheros, o subidos sobre
los techos de bodegas en las cuales se destacaban los grandes caracteres de las
casas Lockett Bros, y Ca., Inglis Lomax y Ca. y Gildemeister y Ca. —firmas
inglesas y alemanas que habían monopolizado la industria salitrera—, los
huelguistas pampinos aclamaban al Intendente, un anciano de porte aristocrático,
de pelo cano y bigotes de columpio. Era tanta la algarabía que, de pronto, su aire
distinguido se vio gravemente tocado cuando la gente, rompiendo el cerco de los
soldados, lo levantó y lo llevó en andas hasta la misma entrada de la Intendencia.
Incómodo, mareado por el vaivén del tumulto, sonriendo a la fuerza, el señorial
anciano trataba de alzar una mano desde lo alto en constreñido gesto de saludo.
—¡Los que van a morir te saludan, hijo de la grandísima! —refunfuña
Olegario Santana al verlo pasar frente a él.
Inmersos en el gentío, sus amigos lo miran extrañados. Domingo
Domínguez le palmotea el hombro amistosamente y le dice que no tiene que
arrebatarse tanto el viejito de los jotes, que hace mal para el malacate. José
Pintor, que no le ha dirigido la palabra durante todo el día, y que en las
conversaciones, sin siquiera sacarse el palito de la boca, asiente o disiente sólo
con gruñidos, nada más lo mira de reojo y luego desvía la mirada. Por su parte,
Idilio Montano, que no ha entendido ni palote la sentencia del calichero, le
pregunta a Domingo Domínguez que qué diantres ha querido decir don Olegario
con aquello de que «los que van a morir...»
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—Significa que el pesimismo de Olegario Santana no tiene remedio —
responde el barretero.
Después, mientras marchan de mala gana tras la procesión que acompaña
a las autoridades hacia la Intendencia, casi al llegar a la Plaza Prat, Idilio Montano,
que se había quedado mirando los sombreros de una vitrina, los alcanza para
decirle, con expresión enconada, que en la puerta de una tienda casi se ha fajado
a golpes con unos pijes que estaban comentando que los únicos culpables de la
pobreza en que se halla esta manga de rotos de la pampa, son ellos mismos, con
sus huelgas inútiles, sus marchas de mártires y sus reclamaciones absurdas.
—No te acalores, muchacho —replica Domingo Domínguez—, ésos no son
más que una tracalada de guarangos.
Y alzando la voz, inspirado y teatral, dice que venir a enrostrarles a los
pampinos que las huelgas son la causa de sus males, es como reclamarle a los
árboles que el viento es originado por el movimiento de sus ramas.
Cuando en la Intendencia el señor Carlos Eastman se asoma a los
balcones y dirige unas palabras a la muchedumbre que lo ha acompañado en el
trayecto desde el muelle, los amigos, con el ánimo amostazado, son casi los
únicos que no aplauden ni vitorean un carajo a la autoridad.
«Pueblo de Tarapacá —comenzó diciendo en tono de afecto el gomoso
anciano—: Os saludo a todos. Vengo, puede decirse, llamado por vosotros a ver el
modo de arreglar amistosamente las dificultades suscitadas entre obreros y
patrones. Espero que en compañía de los hombres de buena voluntad, hemos de
llegar al fin deseado, y al que todos aspiramos —aquí el hombre hizo un pequeño
silencio para provocar y oír los aplausos de la multitud—. Voy a imponerme de
vuestros deseos. Traigo la palabra oficial del Presidente de la República, don
Pedro Montt, en cuanto a este ideal, y al mismo tiempo a que todos trabajemos
por el bienestar de la Provincia. Debo deciros que no pensaba volver, y me habéis
hecho desistir de ello. Ayudadme entonces, entre todos, a contribuir a la
tranquilidad general. Como acabo de decir, espero que surja una resolución pronta
y que mi palabra leal y mis deseos desinteresados traigan armonía a esta
provincia».
Aunque la mayoría de los pampinos no sacamos nada en limpio de sus
palabras, igual al final del discurso se oyó una aclamación estruendosa. Al fin y al
cabo el Intendente era nuestra última esperanza.
Como en los ajetreos y ceremonias formales del desembarco el grueso de
la muchedumbre sólo clavó sus ojos en la persona del señor Intendente, fuimos
pocos los que reparamos en los demás próceres que conformaban el resto de la
comitiva. Y a los que así lo hicimos, nos atrajo principalmente la atención el
general Roberto Silva Renard, quien bajó a tierra casi de los últimos,
inspeccionando y vigilando personalmente el desembarco de su hermoso caballo
blanco. Los que nunca antes lo habíamos visto, vimos a un militar enfundado en
un uniforme destellante, a un soldado de mirada dura, bigotes de Kaiser y un
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soberbio gesto de prócer victorioso. Algunos de los huelguistas más viejos, que
algo sabían de él, nos contaban que el general había participado en la Guerra del
Pacífico enrolado de voluntario en el regimiento número 2 de artillería. Otros
decían que al terminar el conflicto bélico había seguido prestando servicio al
ejército, y que al iniciarse la Guerra Civil de 1891, ya destinado en el Estado
Mayor, se plegó al bando de los Congresistas y combatió en contra del Presidente
Balmaceda. Los más enterados de su carrera militar completaban la información
diciendo que en octubre último, o sea apenas dos meses atrás, había sido
nominado Comandante en Jefe de la Primera División con sede en Iquique,
pasando a ser el único responsable de las fuerzas militares desde Arica a
Copiapó. Pero lo que todos los pampinos sabíamos muy bien, y nos lo
recordábamos uno a otro con recelo, porque nos incumbía de manera directa, era
que hacía apenas tres años a la fecha, Roberto Silva Renard, ese mismo general
que ahora pasaba altivo frente a nosotros, había comandado una sangrienta
operación represiva contra los obreros del salitre en el interior del puerto de
Tocopilla.
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Cerca de las cinco de la tarde, después del recibimiento al Intendente, el
carretero José Pintor, que en el tumulto de la concentración se había separado de
los amigos, llega a la escuela con la noticia del fallecimiento de dos niños
pampinos alojados en un galpón de la calle Sargento Aldea. «Son de los que
llegaron con nosotros en la marcha desde Alto de San Antonio», dice conmovido
el carretero. Que los niños se habían enfermado a causa del esfuerzo y la fatiga
del viaje y habían muerto hoy al amanecer. Uno era hijo de un operario de la
oficina Santa Ana, antiguo amigo suyo, y el otro, según le han contado, era el hijo
único de un trabajador de la oficina Esmeralda. Lo más penoso de todo este
frangollo, termina diciendo el carretero al invitarlos a que lo acompañen al
velatorio, es que las familias de los niños fallecidos se hayan en la más completa
indigencia y necesitan del auxilio y la solidaridad de todos los pampinos de ley.
«Espero que al amigo Olegario no le venga dolor de guatita y pueda
acompañarnos también», termina diciendo ácidamente José Pintor.
Olegario Santana arruga el ceño.
—¿Y a este qué bicho lo picó? —murmura extrañado.
—Como a usted, pues, ganchito —dice visiblemente malamistado el
carretero—, ahora en vez de salir le ha dado por quedarse a pollerear en la
escuela.
—Lo que pasa es que José Pintor está celoso, compadre —dice riendo
Domingo Domínguez— ¿O acaso no se había dado cuenta?
Olegario Santana no dice nada.
Al llegar al velatorio se encuentran con que la pequeña casa está repleta de
pampinos. Además de Esmeralda y de Santa Ana, han llegado acompañantes de
varias otras oficinas; tanto así que ya han desbordado la pieza mortuoria, los
pasillos y hasta el patio de la casa en donde, en medio de un ruedo de gente
conmovida, se oye la voz del cieguito Rosario Calderón recitando: «... nací en una
vieja mina I donde no hay aves ni flores I soportando los calores I y el frío que me
trasmina I yo mismo labré mi ruina I trabajando sin cesar I contento de acaparar I
riqueza al explotador I soy la negra y triste flor I que mi llanto hizo brotar...».
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Allí, en medio de la concurrencia, los amigos se encuentran con Gregoria
Becerra y sus dos hijos. Ella también es amiga de la familia de la oficina Santa
Ana. «Incluso estuve a punto de ser madrina del niño muerto», dice con rostro
acontecido Gregoria Becerra.
Cuando en medio del velorio, los obreros deciden hacer una recaudación
para ayudar en los gastos de las exequias, son pocos los que pueden cooperar
con dinero en efectivo. La mayoría sólo puede aportar con algunas fichas. Por lo
mismo, los amigos se extrañan enormemente cuando Olegario Santana, tras
desaparecer por un rato, aparece con un flamante billete de cola larga que dona
enterito para la colecta. Ninguno entiende de dónde ha sacado tamaño billete, ni él
dice nada.
En el rincón de la capilla ardiente en donde los amigos se han instalado a
hacer compañía, se conversa en voz baja sobre el impúdico discurso de los
propietarios salitreros tendientes a convencer a los funcionarios del Estado, y en
particular a los de Gobierno, de que nuestro movimiento huelguístico no se
justificaba bajo ninguna circunstancia. Que lo alegado no era alegable, que
carecía de toda justicia. Que además era perjudicial para el erario público, para la
integridad del territorio y para la convivencia y el bienestar de la población. «Estos
antipatriotas ponen su salario por sobre los grandes intereses del país»,
reclamaban muy sueltos de cuerpo estos descocados del diantre. Y para
redondear todo este sarcasmo, aseguraban que el movimiento era impopular. O
sea que, según ellos, la mayoría de la población, incluidos los mismos que
participábamos en la huelga, no la deseábamos. Estos caballeritos tenían la
desfachatez de decir en los editoriales de sus diarios oligarcas, que los obreros de
la pampa ganábamos unos salarios altísimos, que vivíamos muy bien y muy
contentos de nuestra suerte. Y que si nos quejábamos era de puro satisfechos. A
tanto llegaba el cinismo de esta tracalada de bribones, que habían llegado a
idealizar la vida en la pampa asegurando que el clima allí era de lo más agradable
que había en el país. Que no hacía ni frío ni calor, y que la mayor parte del día
corrían unas brisas más saludables que en el propio litoral.
Alguien en el velorio trajo a colación entonces a Fray K. Brito, un versero
barato, portavoz de la burguesía iquiqueña, quien había escrito unas crónicas en
donde se decía algo parecido. Decía este tunante, con todas sus letras, que el
clima de la pampa era tonificante y benigno, y que no entendía a esos
especuladores que la llamaban la «Siberia Caliente». «Es verdad que desde el
amanecer —se leía en una de sus crónicas— brilla el sol desparramando sobre la
pampa sus rayos de oro y calentando la tierra, pero al fin y al cabo el calor es
vida».
—¡Ese no es más que un reverendo hue... mul! —estalla un veterano
calichero de la oficina Esmeralda, arrepintiéndose de completar el improperio por
respeto a las criaturas muertas. Y tratando a duras penas de no vociferar,
ahogado de una bronquial tos silicosa, reclama que ya le gustaría ver a ese poetita
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tiñoso machando caliche a las dos de la tarde, tragando tierra que es un gusto y
sudando como bestia bajo esos vivificantes rayos de oro.
Cuando más tarde en el velatorio corre la noticia de la llegada de más
soldados, y alguien dice que son tropas del regimiento O'Higgins y que han
desembarcado con una gran banda de músicos a la cabeza, el comentario general
deriva entonces en cómo, desde el mismo día lunes, la ciudad se ha ido copando
de regimientos. «Esto ya parece campamento militar», comentan los más viejos,
bisbiseando bajito. Y en verdad había llegado a ser tan abundante la presencia de
gente armada en Iquique, que pocas veces en lugar alguno de la patria se había
visto un conjunto tan diverso de tropas reunidas bajo un solo mando. Los más
avisados del grupo comienzan a tratar de enumerarlas y llegan a la conclusión que
las fuerzas acampadas en Iquique eran las del Regimiento de Artillería de Costa
de Valparaíso; las del Regimiento O'Higgins de Copiapó; las del Rancagua de
Tacna y, además de la marinería de los cruceros y de las fuerzas de guarnición de
las naves, estaba también el Regimiento Granaderos y parte del Regimiento
Carampangue. ¡Casi nada! Y es que, en realidad, tan vasto era el contingente de
militares venidos desde afuera, que, unidos a los de la normal guarnición del
puerto, le habían quitado el derecho a la propia policía de la ciudad,
constituyéndose ellos mismos en patrullas. De modo que para nosotros ya no era
ninguna sorpresa ver por las calles del centro a tropas a caballo y a pie patrullando
incesantemente, de día como de noche.
Pero asimismo como iba desembarcando el contingente militar, más y más
huelguistas seguían bajando de la pampa. Y a esas alturas de la semana ya no
éramos los cinco mil que marchamos desde Alto de San Antonio, sino que ya
íbamos bordeando las doce mil almas que, desperdigadas por todos los rincones
del puerto, clamábamos y reclamábamos por un salario más equitativo y un trato
más humano de parte de los industriales. Y la peregrinación de pampinos no tenía
para cuándo parar. Tanto era así que, con todos los mítines sucediéndose uno
tras otro en la escuela y en la plaza Montt, y con los miles de trabajadores
recorriendo las calles, ya la mayoría luciendo todos sus alfileres: vistiendo traje,
sombreros de coliza y haciendo girar en el dedo las leontinas de sus relojes de
bolsillo —los que habían llegado con lo puro puesto habían comprado o mandado
a buscar sus ropa a la pampa—, de pronto el ambiente duro del conflicto adquiría
carácter de fiesta. Y es que a veces nos olvidábamos por completo de por qué
estábamos allí, y embriagados de la brisa salobre, arrobados por los crepúsculos
marinos, contagiados del colorido y la animación de las calles iquiqueñas, una
alegría nueva nos embargaba el alma, una alegría que jamás antes habían sentido
nuestros corazones en aquellas peladeras calcinadas de la pampa. Y era tan sana
e ingenua nuestra alegría, y tan justo y fundado creíamos el conflicto, y tanta
confianza teníamos en las autoridades civiles y militares, que muchas veces nos
sorprendíamos saludando pañuelo en mano y aplaudiendo con entusiasmo infantil
el paso marcial de los soldados en sus rondas de vigilancia por las polvorosas
calles adyacentes a la escuela.
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Y mientras Olegario Santana y sus amigos, inmiscuidos en la conversación,
discuten acaloradamente estas y otras cuestiones relativas a la huelga y al
descarado descomedimiento de la canalla explotadora, y Gregoria Becerra en la
otra pieza ayuda piadosamente a las mujeres de la casa en los menesteres del
velatorio, Idilio Montano se ha ido acercando de a poco hasta el rincón en donde
están sentados Liria María y Juan de Dios.
La muchacha, que aún no lo ha visto, con las manos entrelazadas sobre las
faldas y una expresión de ausencia en el rostro, tiene los ojos clavados en los
pequeños ataúdes blancos. Idilio Montano siente que es ahora o nunca. Algo le
dice que es el momento preciso para hablar a la joven. Una especie de revelación
le hace entender en un instante que la Vida, la Muerte y el Amor son como frutos
de un mismo árbol, minerales de una misma piedra, palabras de un mismo
conjuro. De modo que si había terminado de conquistar el corazón de Liria María
durante el fragor de un nacimiento, perfectamente, se dice esperanzado, lo podría
recuperar en el transcurso de un velatorio.
Una vez instalado junto a ella —con la complicidad de Juan de Dios que le
ha hecho un ladito en la larga banca de madera bruta—, el volantinero estira una
mano temblorosa para posarla sobre las de ella. La joven, como sumida en un
limbo de tristeza infinito, quitando apenas los ojos de los cajoncitos fúnebres, no
hace ningún ademán de retirarlas. Él siente una alegría que le hace burbujear el
vientre.
—Gracias —le susurra emocionado.
Ella baja la vista, sonrojada. El olor a flores y a cirios derretidos le cohíben
la alegría que siente en su espíritu.
—No sabe cómo he sufrido estos días —susurra de nuevo él.
—Yo también —dice al fin ella, susurrando a su vez y sin levantar la
cabeza.
Él entonces le aprieta con fuerza la mano y siente unos deseos locos de
besarla. Pero están en un velatorio y debe contenerse.
—Lo único que le pido es que nunca más en la vida dejemos que algo nos
separe —dice ansioso.
Liria María lo mira con todo el amor del mundo brillándole en los ojos, y
mueve la cabeza en señal de asentimiento.
—Jurémoslo aquí mismo —susurra él, arrebatado de amor—. Jurémoslo
ante los ataúdes de estos dos angelitos muertos.
Entonces se quedan mirando a los ojos largamente y, luego, formando una
cruz con los dedos índice y pulgar, y llevándosela a los labios —mientras Juan de
Dios se los queda viendo con la boca abierta—, juran por Dios y por la Virgencita
de la Tirana, que nunca más en la vida, querida mía; nunca más en la vida, amado
mío, nada ni nadie los iba a volver a separar jamás. Ni siquiera la muerte.
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Cuando, pasado las ocho de la noche, Gregoria Becerra se retira del
velatorio junto a sus hijos, Idilio Montano va con ellos. Al verlos salir, Olegario
Santana quiere acompañarlos, pero Domingo Domínguez le reprocha que aún es
temprano y que eso es ser poco solidario con el dolor de los compañeros
dolientes. Que está bien que se haya enamorado a estas alturas de la vida, pero
que no se venga a poner amajamado, el compadre.
—¡No les digo que está hecho un pollerudo sin vuelta! —se mete, sin
ocultar su bronca José Pintor.
Y dirigiéndose directamente a Olegario Santana, sentencia con gesto
hosco:
—Además, me parece que puso el ojo en el cuero equivocado, amigo
Olegario.
—¿Y por qué lo dice, amigo Pintor? —pregunta Olegario Santana, ya en
franco tren de amostazamiento—. ¿Acaso ese cuero es suyo?
—¡Ahora no se van a pelear por una mujer, pues, carajos! —se atraviesa
por delante Domingo Domínguez—. Acabo de encontrarme en el patio con la
Confederación Perú-boliviana, y el parcito anda convidando con una botella de
aguardiente que no quieren decir de dónde diantres la sacaron. Propongo fumar la
pipa de la paz y partir a pecharles unas gorgorotadas.
Cerca de las diez de la noche, ya con los ojos encandelillados por los tragos
de aguardiente —tragos que en el patio de la casa los Confederados reparten
rumbosamente, con una generosidad y una prodigalidad digna de toda
sospecha—, los amigos deciden irse a seguir la tomatina más en privado. Pero
antes, Domingo Domínguez le quita la botella de aguardiente al confederado
boliviano, y agarrándola por el cogote y diciendo que para ser tantos los
bebedores parece milagrosa la bellaca, la vacía completamente, de un solo
envión.
—¡Este chileno tiene güergüero de jote! —rezongan a coro los
confederados.
—¡Hay que aprovechar de tomar antes de que nos emborrachemos, pues,
hombre! —lo defiende riendo José Pintor.
—Esperemos un rato más y nos vamos al prostíbulo de la otra noche —dice
Domingo Domínguez, luego de ahogar un eructo—. Ese es uno de los pocos
boliches que la policía aún no ha descubierto.
—Claro, donde la tal Yolanda —dice José Pintor—. A ver si al encontrarse
con la pájara de los ojos amarillentos, al amigo Jote se le quita la calentura por la
señora Gregoria. Aunque capaz que ahora encuentre que la chimbera no está a su
altura. Como no es una mujer muy casta que digamos.
Domingo Domínguez salta en el aire y, con la voz traposa y el índice en
ristre, dice, mundanal:
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—¡Ya no hay mujeres castas, compadre Pintor, sólo mujeres no-solicitadas!
Cuando los amigos se están retirando del velatorio, los Confederados los
detienen a la salida. Completamente achispados, haciendo musarañas y gestos
misteriosos, se los llevan hacia un lado y, bajando sibilinamente la voz, los invitan
a que se vayan con ellos a seguir bebiendo y «a barba regada», dicen.
Bailoteando su palito entre los dientes, José Pintor pregunta que a dónde diantres
piensan ir a seguir con la tomatina si todos los boliches de este puerto de mierda
se hallan cerrados como por duelo.
—Y el prostíbulo de Yolanda atiende pasado las doce de la noche —recalca
Domingo Domínguez.
Los confederados se miran divertidos. Después, riendo una torpe risa de
dientes verdes, el boliviano dice que no sean pendejos los chilenitos, que sólo
tienen que cerrar sus bocotas hediondas a abrómicos y seguirlos: «Encontramos
la Cueva del Tesoro», les secretea al oído el peruano.
En tanto, al llegar a la escuela, Gregoria Becerra con sus hijos y el joven
Idilio, se hallan con una escandalera de padre y señor mío. Bilibaldo, el monito de
la bailarina del circo se ha escapado hacia el recinto y todo el mundo, presa de
excitación, lo busca y llama por su nombre. Cuando, bajo la luz anémica de los
faroles del primer patio, alguien lo divisa cabriolando sobre la pérgola, se produce
un festivo tumulto enrededor. El contorsionista de la risa vitrificada trepa ágilmente
y tras varios intentos, que causan gran jolgorio entre el público, logra atraparlo por
la cadenilla. Con él en brazos, el artista salta de la pérgola regalándole a los
presentes una mortal voltereta en el aire. Entre los gritos de admiración y el
aplauso entusiasta de la gente, la bailarina lo premia con un sonoro beso en la
boca y, tras hacer, ambos, una graciosa reverencia circence, salen tomados de la
cintura. Para los pampinos, que por un rato han olvidado los problemas del
conflicto, esta ha sido la mejor función de circo que han presenciado en mucho
tiempo.
Al ver a los artistas salir abrazados como novios, Idilio Montano y Liria
María, parados a la entrada de la escuela, se miran a los ojos y, sin decir nada, se
toman fuertemente de la mano.
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TERCERA PARTE
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A primeras horas de la mañana del viernes, en la azotea de la escuela se
nombró una comisión para que fuera a saludar y dar la bienvenida al señor
Intendente, en nombre del Comité Central y de todos los trabajadores venidos
desde la pampa. La primera autoridad recibió a los dirigentes dentro de un trato
más bien hosco y descortés —que no iba de ningún modo con el tono conciliador
de su discurso de llegada—, y tras un breve intercambio de palabras los despidió
sin más trámites de su despacho. Lo único que hizo fue advertirles gratuitamente
que las fuerzas bajo su mando estaban dispuestas y tenían todos los medios
necesarios para asegurar la paz y la tranquilidad de la ciudadanía de Iquique y la
de toda la provincia, bajo cualquier circunstancia. Después, cerca de la una y
media de la tarde, supimos que el Intendente se había entrevistado también con
los industriales salitreros, y que en esa conversación, a la que asistió el general
Roberto Silva Renard —quien se había mostrado particularmente mordaz con las
razones del conflicto—, no se resolvió absolutamente nada. Los industriales se
emperraron en su posición infranqueable de que, para tomar cualquier iniciativa
respecto de un arreglo, los obreros primero debían volver a sus faenas en la
pampa. Además, habían aprovechado la ocasión para advertir marrulleramente a
la autoridad sobre lo peligroso que resultaba para los ciudadanos extranjeros, y en
general para todos los habitantes de Iquique, la situación creada por la invasión de
los pampinos, manifestándole con insidia que temían seriamente por sus vidas y la
invulnerabilidad de sus bienes y propiedades privadas.
En verdad, en los últimos días, merced a la inmensa muchedumbre de
huelguistas que nos habíamos tomado las calles y paseos del puerto -—«cual de
todos más cerril y abrupto», decían las señoritas de sociedad, sonrojándose detrás
de sus abanicos—, había cundido la alarma en gran manera entre los vecinos
principales. Sobre todo entre las encopetadas señoras de las colonias extranjeras.
Sin embargo, todos sabíamos que los rumores de posibles desórdenes se habían
maquinado y echado a correr desde los mismos salones del Club Inglés, y con tan
hábil trapicheo que para ese viernes el temor ya había llegado a convertirse en
pánico desatado entre las familias de alta alcurnia. Y ya era un secreto a voces
que muchas de ellas, aterrorizadas por la situación reinante, habían abandonado
sus hogares para buscar refugio en los buques surtos en la bahía; incluso se sabía
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de algunas familias que se habían desplazado hasta el puerto de Arica, distante
cuatrocientos kilómetros de Iquique. Se decía, arteramente, que en cualquier
momento los pampinos podríamos arremeter en un saqueo general a la ciudad,
con toda la violencia y los horrores que una acción de esa naturaleza implicaba, es
decir: robos, muertes, violaciones y secuestros de niños y mujeres. Que «esa
caterva de rotos», como se nos trataba en los corrillos de la vida social,
enfebrecidos por la furia de no poder lograr lo que pretendían, podrían llegar a la
salvajada de incendiar la ciudad entera, manzana por manzana y casa por casa. Y
el recuerdo del dantesco incendio acontecido hacía sólo unas cuantas semanas
en el centro de Iquique, espeluznaba aún más a la medrosa aristocracia local.
Y para atizar más todavía el pánico de la población, el gringo John Lockett,
dueño de varias oficinas salitreras, y superintendente de los bomberos, institución
a la que la Intendencia había armado de carabinas, y entregado la custodia de las
propiedades privadas y de los estanques de agua, andaba asegurando al que lo
quisiera oír que en caso de enfrentamiento entre huelguistas y militares, gran parte
de la tropa uniformada se negaría a disparar sus armas. Que a última hora los
soldados se pondrían de parte de los huelguistas, pues la mayoría de ellos eran
hijos de obreros, y por lo mismo no iban a disparar sobre los que podrían ser sus
propios padres, tíos o hermanos.
Pasado el mediodía, cuando faltan poco minutos para las dos de la tarde,
Olegario Santana y sus amigos hacen su entrada en el patio de la escuela.
Aunque los tres vienen recién peinaditos, traen sus trajes hecho una miseria y las
musarañas de la borrachera incrustadas aún vivas en sus facciones.
Había resultado que la Cueva del Tesoro era una habitación del conventillo
El Obrero, a sólo una cuadra de la escuela, en donde los confederados
descubrieron que vivía un boliviano que antes había trabajado de cachorrero en la
pampa y que ahora se dedicaba a vender aguardiente falsificado. Y los amigos se
quedaron allí bebiendo hasta la misma salida del sol. Olvidados por completo del
tema de la huelga, discutieron sin parar, durante toda la noche —a propósito del
enamoramiento de Idilio Montano y de Olegario Santana— nada más que de las
señoras mujeres y sus nefastas consecuencias en la vida de los pobrecitos
hombres. Y al amanecer, antes de echarse a dormir un rato en el suelo, sobre
unos sacos de gangocho cedidos por el dueño del sucucho, habían logrado sacar
en limpio y concordar en tres verdades inapelables: que la mujer bella era un
peligro para los hombres; que la mujer fea era un peligro y a la vez una desgracia;
y que, irrefutablemente, el mejor adorno de todas ellas, feas o bonitas, era el
silencio.
Al ingresar a la escuela, tomando toda clase de precauciones para no
encontrarse de sopetón frente a Gregoria Becerra —la matrona podría enrostrarles
su mala conducta delante de todo el mundo—, los amigos encuentran que un olor
raro impregna el ambiente. Luego descubren que es olor a creolina. Había
ocurrido que ese día, temprano por la mañana, a pedido de los dirigentes, la
Policía del Aseo del Laboratorio Químico Municipal se hizo presente en la escuela
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para desinfectar los baños y cada una de las aulas, en previsión de posibles
brotes de epidemias. Y es que la promiscuidad y el hacinamiento en la escuela
había llegado a tal extremo, que ya se hacía imposible de soportar, por más que
se estuviese acostumbrado de toda la vida a los rigores de la pobreza, como lo
estábamos nosotros. Pero las cosas andaban tan mal que la mayoría pensaba que
si el conflicto no se resolvía luego, íbamos a terminar entregando la herramienta
de todas maneras. Tal vez no a causa de una epidemia, pero sí de hambre, pues
en los últimos días estábamos subsistiendo gracias nada más que a la concordia y
la buena voluntad de algunos dueños de almacenes y factorías que seguían
colaborándonos y auxiliándonos con vituallas, principalmente con porotos, papas y
charqui de caballo.
Entre la gente que trajina en el primer patio, los amigos no divisan ni a
Gregoria Becerra, ni a sus hijos, ni a Idilio Montano. Y tampoco los encuentran en
la sala en donde duermen. Allí sólo se halla el matrimonio de la oficina Centro, que
no sale a ninguna parte cuidando de su hija enferma. Aunque la mayoría de las
mujeres tratan de no salir mucho del recinto, y se quedan cocinando o haciendo
aseo, o cuidando los niños y los bártulos, Gregoria Becerra sí lo hace. Además de
trabajar como todas en las tareas domésticas de la escuela, es una de las pocas
mujeres que, codo a codo con los hombres, asiste a los mitines y va a la estación
a recibir a los que llegan de la pampa.
Al ver asomar a los amigos en la puerta, la madre de Pastoriza del Carmen,
con la niña acunada en los brazos, les alarga un paquete hecho en papel de
envolver, todo manchado de grasa: «La señora Gregoria ha salido —les dice—, y
me ha dejado el encargo de entregarles estas sopaipillitas». Cuando al rato entra
Juan de Dios preguntando si ha llegado su madre, los amigos ya han comido y
están terminando de fumarse cada uno su cigarrillo. El niño les cuenta que en la
azotea están todos con el ánimo encapotado, pues las cosas no marchan bien con
el señor Intendente. Cuando Olegario Santana, de manera desganada, le pregunta
que a dónde ha ido su madre, el niño dice que ella y su hermana fueron a una
casa de por ahí a la vuelta, en donde le prestan el baño. «Andan con mi cuñado, el
volantinero», dice risueñamente.
Sucedía que, además de los hogares que albergaban a sus familiares o
amigos venidos de la pampa, había gente de casas particulares, aledañas a la
escuela, que solidarizaban diariamente con los huelguistas —sobre todo con las
mujeres—, prestándoles el baño, llenándoles las botellas de agua o haciéndoles
remedios caseros a los niños enfermos. A veces hasta invitando a comer a
familias completas. Y es en una de estas casas que Gregoria Becerra y su hija
Liria María están yendo a asearse y a usar el baño desde hace dos días. La
familia, de la que se han hecho muy amigas, está compuesta por el matrimonio y
sus siete hijos, tres hombres y cuatro mujeres. Uno de los hijos mayores es
preceptor en la escuela Santa María, y les ha contado que los más felices con lo
que está ocurriendo son precisamente los niños iquiqueños, pues la huelga les
está librando de los exámenes de fin de año.
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Mientras esa tarde Gregoria Becerra se queda más de la cuenta
conversando con las mujeres de la casa, Idilio Montano y Liria María se dan una
vuelta por el centro. Embellecidos por la reconciliación, los jóvenes caminan
mirándose con una languidez que inspira lástima en el corazón de los transeúntes.
Y es que ya se sienten novios de verdad, oficial y públicamente. Por la noche, al
llegar del velatorio, antes de tenderse a dormir, Idilio Montano había apalabrado a
la madre, y ésta, al ver a ambos llorando de amor, les dio finalmente su
consentimiento para que se vieran como «enamorados con permiso». Sus ojos
rebozaban de ternura cuando, abrazándolos, les dio su bendición. «Los amores
nuevos son como niños recién nacidos —les dijo—: hasta que no han llorado no
se sabe si realmente viven».
De modo que cuando Gregoria Becerra llega a la escuela, Olegario Santana
y sus amigos ya no están allí. Enterados de que el Comité Central se iba a reunir
de nuevo con el Intendente, y que después se haría un mitin en la Plaza Prat para
dar a conocer los resultados de la reunión, los hombres habían partido de
inmediato. De esa manera, además de demorar el temido encuentro con la
matrona, aprovechaban de capear un poco el opresivo hormiguero en que estaba
convertida la escuela, pues aparte del olor a desinfectante, los amigos encontraron
que ya no se podía estar de tanta gente nueva que trajinaba en ella.
Y es que durante todo el transcurso del día habían seguido llegando grupos
de huelguistas provenientes de las más diversas oficinas salitreras. Eran
verdaderas riadas de obreros las que bajaban desde el interior del desierto. En las
primeras horas de la mañana hicieron su entrada a la ciudad, molidos y fatigados
hasta la extenuación, ochenta y dos trabajadores que habían caminado a pampa
traviesa desde la oficina Aurrera. Poco después llegaron trescientos catorce
huelguistas más, procedentes de Caleta Buena. Y antes de las nueve de la
mañana, desde un fragoroso convoy conformado por diecinueve carros planos, en
una zarabanda impresionante de gritos, cánticos y bombos, desembarcaron cerca
de tres mil obreros provenientes de los pueblos de Negreiros y Huara. Estos
últimos fueron recibidos por una multitud impresionante comandada por el
dirigente Luis Olea, quien les dio la bienvenida de rigor, repitiendo una y otra vez
los dos principios fundamentales que había que mantener mientras durara el
conflicto: orden y compostura. Y sobre todo no beber una sola gota de alcohol,
recalcó con ahínco el dirigente. Esto para no darle tema al diario El Nacional que
en los últimos días había venido hostigando y hablando pestes de los huelguistas.
Teníamos que demostrar al mundo entero que los trabajadores de la pampa
formulábamos nuestros derechos laborales en claro estado de temperancia y, por
supuesto, en pleno uso de razón. Y para terminar anunció que la Sociedad de
Veteranos del 79, ciudadanos beneméritos de la patria, en un gesto que
engrandecía aún más sus glorias en los campos de batalla, había puesto las
dependencias de su local a disposición de los obreros recién llegados, ya que era
imposible alojar a más personas en la Escuela Santa María.
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A las cinco de la tarde en punto se llevó a efecto la conferencia entre el
Comité Central y el señor Intendente. El clima era de tensión y efervescencia. De
entrada, los dirigentes le hicieron saber su profundo malestar por una campaña de
provocaciones que se estaba llevando a cabo entre los huelguistas. Una campaña
inescrupulosa que, como era de todos sabido, había sido montada por la policía
secreta de Iquique. Le informaron en detalle de una partida de individuos bien
montados y bien vestidos, que de ninguna manera eran pampinos, que andaban
caldeando los ánimos y llamando a la gente a rebelarse en contra de los patrones
y a cometer toda clase de desórdenes y desmanes públicos, recordándoles con
bellaquería manifiesta que en la ciudad existían tiendas y joyerías abarrotadas de
artículos caros y preciosos. Se tenían fundadas sospechas, le dijeron, que varios
de estos individuos eran delincuentes sacados de los calabozos de la cárcel
expresamente para que se infiltraran entre los huelguistas y armaran las camorras.
Estas aseveraciones amoscaron al señor Intendente, quien, ya abiertamente en
favor de los patrones, dijo que él, como autoridad de la provincia, no podía tolerar
por más tiempo el estado de cosas que se estaba creando por nuestra
obcecación. Acto seguido, comunicó que la resolución final de los patrones era no
continuar con las conversaciones si no volvíamos de inmediato a la pampa a
reanudar las faenas. Y que eso era todo.
Cuando minutos más tarde, ante la multitud reunida en la plaza, José Brigg
dio cuenta de las condiciones últimas que los industriales imponían para negociar,
una ola de frustración y descontento se extendió instantáneamente entre la masa
trabajadora. Tanta ilusión nos habíamos hecho con la llegada del Intendente de
planta, tanto habíamos soñado con un posible arreglo bueno para nosotros, que
de nuevo nos sentíamos engañados. Ahí entendimos con claridad, y nos lo
repetíamos unos a otros en el tumulto, que lo que se estaba imponiendo en el
conflicto no era la justicia ni la razón, como debía ser, sino simple y llanamente el
peso de las faltriqueras de los patrones.
Al término del mitin, cuando la gente comienza a desparramarse toda
desencantada, pero convencida de espíritu que la huelga debía continuar hasta
las últimas consecuencias, en medio del tumulto los amigos se encuentran de
sopetón con Gregoria Becerra. Ahí ya les es imposible hacerle el quite. Con sus
caras aún demacradas por los efectos del aguardiente, no tienen más remedio que
enfrentarla y saludarla con la mejor sonrisita de inocente que cada uno es capaz
de esbozar. Ella los saluda con frialdad, pero no les dice nada. Sin embargo,
camino a la escuela, mientras por los cerros se ve bajando lentamente otro convoy
con obreros de la pampa —convoy que la gente mira y apunta, ya casi sin ninguna
gana de ir a recibirlo—, Gregoria Becerra se desborda y comienza a amonestarlos
de viva voz y con una dureza extrema. Que parece que a ustedes todavía no les
sale la muela del juicio; que ya va siendo hora de que se dejen de payasear y de
andar emborrachándose como piojos todos los santos días; que si vieran el estado
calamitoso que presentan con sus escabechadas caras de borrachos de poca
monta, se les caería el pelo de vergüenza. «Más parecen una manga de
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gamberros desahuciados que unos dignos trabajadores de la pampa», les dice
encorajinada Gregoria Becerra.
Recortados contra el atardecer, sin decir absolutamente nada, con las
manos atrás y la cerviz gacha, los amigos tranquean despacio, besando el azote.
Al aparecer en la plaza Montt, se dan cuenta de que todo el mundo está
corriendo desesperado hacia la estación del ferrocarril. En medio del barullo se
imponen de la noticia desconcertante que en el tren que está llegando ahora
mismo de la pampa vienen algunos obreros muertos y otros tantos heridos. La
noticia, que ha sido dada por teléfono desde Buenaventura, es que la tropa de
soldados encargados del orden en esa oficina había disparado sus armas contra
el convoy. «Abrieron fuego sin asco contra el tren atestado de obreros», repite la
gente excitada.
Gregoria Becerra, sin pedir a nadie que la acompañe, dice que ella va a
recibir a los compañeros de Buenaventura. Y tras ordenar a sus hijos que se
fueran directo a la sala, que no quería que vieran el espectáculo de los obreros
muertos, cambia de rumbo y se mete entre el gentío que se dirige a esperar el
tren. Mientras caminan hacia la estación, Olegario Santana, que junto a sus
amigos la ha seguido en silencio, no deja de mirarla de reojo. Ella de vez en
cuando le devuelve una mirada dura. El calichero entiende que le va a costar
mucho granjearse de nuevo las simpatías de aquella mujer tan íntegra y
determinante para sus cosas.
Cuando en el horizonte se estaban quemando los últimos rescoldos del
atardecer, el silbato del tren entrando al recinto de la estación hizo estallar a la
muchedumbre en un griterío ensordecedor. Apenas el convoy se detuvo en el
andén, entre las vaharadas de vapor y las nubes de hollín de la locomotora, los
huelguistas se ponen a contar a gritos que en Buenaventura la tropa a cargo del
teniente Ramiro Valenzuela había disparado a mansalva contra el convoy cuando
éste emprendía la marcha hacia el puerto, y que habían matado a doce
trabajadores y herido a un gran número de ellos. Que algo había que hacer por los
compañeros muertos, decían llorando los hombres mientras bajaban los
cadáveres envueltos en banderas. Que este crimen no podía quedar impune.
Enardecida ante los hechos, la multitud se apoderó de los cuerpos de los obreros
alcanzados por las balas, y a la luz de antorchas y chonchones, se fueron a
recorrer las calles de Iquique gritando que esto era lo único que se podía esperar
de la canalla explotadora, y que se enteraran todos en la ciudad de cuál era la
respuesta de las autoridades al pacífico comportamiento de la huelga.
Cuando la noche ya era cerrada, la muchedumbre seguía voceando
consignas y convenciéndose de que lo único que había que hacer, carajo, era
tomarse el edificio de la Intendencia de una vez por todas. Al final, gracias sólo a
la tranquilidad y a la entereza de algunos hombres del Comité Central, la gente
comenzó a tranquilizarse y no llevó su resentimiento más allá de los dichos y las
palabras y, ya calmados los ánimos, se dirigió en paz a la escuela Santa María.
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Sin embargo, allí nos esperaba otra mala nueva. Se había confirmado la
noticia de que al dirigente Regalado Núñez lo habían detenido y llevado engrillado
a uno de los buques de guerra anclados en la bahía. Se le acusaba de ser el
directo responsable de que Agua Santa, una de las principales salitreras del
Cantón Negreiros, se hubiese agregado al conflicto. Esto desalentó de nuevo a los
huelguistas que, ya con el alma en los pies, reunidos en agitados conciliábulos,
nos mirábamos unos a otros preocupados por el inquietante cariz que iban
tomando las cosas. Una sombra de mal presagio nos ensombrecía la cara a todos.
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17
Esa noche en la escuela Santa María comenzaron a correr bullas que
inquietaban y exaltaban cada vez más el ánimo de los huelguistas. Que en los
salones del Club Inglés, se comentaba, y en general en todos los centros sociales
de Iquique, se andaba diciendo que el conflicto se solucionaría al día siguiente, en
forma definitiva y satisfactoria para los patrones. Algunos llegaban de la calle con
novedades un tanto misteriosas, como que en el edificio de la Intendencia, y a
esas horas de la noche, se estaba produciendo un inusitado movimiento de gente
con actitudes solapadas, y que a cada instante se veía entrar y salir mensajeros
con pasos presurosos. Pero lo que ninguno de nosotros sospechaba ni por asomo,
ni siquiera los integrantes del Comité Central, reunidos perpetuamente en los
despachos de la azotea, era que en esos precisos momentos, y a instancias del
Ministerio del Interior, el Intendente de la provincia dictaba un decreto que
equivalía a una verdadera declaración de estado de sitio. Y de esos y otros
rumores extendidos como una peste entre la gente de la escuela, se encuentra
comentando Gregoria Becerra con un grupo de mujeres, cuando su hijo Juan de
Dios llega corriendo a la sala a avisarle que sus amigos Olegario Santana y José
Pintor se iban a pelear a los combos detrás de la escuela.
—¡Le oí decir a un patizorro de Santa Ana que la pelea es por una mujer! —
acota exaltado y divertido a la vez Juan de Dios.
Gregoria Becerra se para de un salto. Mientras comienza a amarrarse el
pañuelo a la cabeza, le dice a Juan de Dios que tendrá que acompañarla. Idilio
Montano y Liria María, que en esos momentos se entretienen dibujando corazones
flechados en un ángulo del pizarrón, se preparan para ir con ella. Gregoria Becerra
les dice que se queden donde están. No hace falta que vayan todos.
—¡Y tú dime por donde se fueron esos mequetrefes! —le dice a su hijo,
tomándolo de la mano y traspasando la puerta a pasos presurosos.
Olegario Santana, Domingo Domínguez y José Pintor, luego de la trifulca
que significó la protesta y el paseo por las calles de los obreros asesinados,
llegaron a la escuela y, tras descansar un rato, habían salido a caminar por la
plaza Montt. Eran muchas las emociones vividas como para ir a dormirse tan
temprano. A esas horas el baldío de la plaza estaba repleto de huelguistas que
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conversaban, fumaban o comían alguna cosa comprada en los puestos de fritanga
instalados en los alrededores. Otros, cansados y hambrientos, ya se habían tirado
sobre sus retobos a dormir a la intemperie. Allí, luego de comprarle picarones a
una señora que los freía y los pasaba por almíbar ahí mismo, en dos grandes
sartenes tiznadas, se sentaron a comerlos en la vereda. Del encorajinante asunto
de los obreros muertos en Buenaventura, la conversación derivó de pronto a lo
razonable de las palabras de Gregoria Becerra. Olegario Santana y Domingo
Domínguez estuvieron de acuerdo en que de verdad, mientras durara la huelga,
había que ponerse un poco más serio y dejarse de tanta tomatina. O por lo menos
amansar un poco el trote. Pero José Pintor, escarbándose los dientes con una
astilla que acababa de arrancar a una tabla de cajón manzanero, los miró
despectivo y dijo que parecían sacristanes como estaban hablando los monicacos
llorones. Que dieran gracias al Malo que no eran un par de mulas porque si no los
huasqueaba y los tapaba a insultos ahí mismo. A la luz del chonchón de parafina
de la vendedora, y con el incesante crepitar de la fritanga como música de fondo,
el carretero se sacó la astilla de la boca y, apuntando con ella al cielo, les dijo en
tono sentencioso que no había que colgar los cojones detrás de la puerta, pues
hombre; que a las mujeres nada más había que oírlas, nunca escucharlas. Pero,
claro, existían cristianos en este mundo que al ponerse bellacos con una de ellas
les empezaba a correr la baba y entonces ya no se podía hacer nada, porque ésos
terminaban convertidos en unos pobres crios liliquientos, en unos pollerudos sin
vuelta. «¿No es verdad, amigo Olegario?», remató sarcástico el carretero.
—Usted, compadre Pintor, es como la mula Dorotea, quiere hablar y la
guanea —saltó preocupado Domingo Domínguez al ver que a Olegario Santana
se le había apanteonado la expresión del rostro.
El calichero dejó un picarón a medio comer, se pasó la manga por la boca
pegajosa de almíbar y luego sacó uno de sus Yolandas arrugados. Lo encendió y
aspiró la primera bocanada con toda la parsimonia del mundo.
—Usted hace rato que me anda arrastrando el poncho, amigazo —dijo con
voz pastosa, mirando hacia ninguna parte, mientras exhalaba el humo por boca y
narices.
—Y por qué no me lo pisa, pues, amigo Jote —respondió retador José
Pintor—. Yo me estaba refiriendo al pollerudo del volantinero, pero si usted se
toma la palabra, por algo ha de ser, ¿no?
—Ya, terminen la jodienda de una vez —terció conciliador Domingo
Domínguez—, si no quieren que los agarre a los dos aquí mismo y haga puré de
papas con sus cabezotas.
—Déle gracias al Malo, como usted dice, de que somos amigos —dijo
Olegario Santana mirando fijo al carretero.
José Pintor hizo bailotear la astilla entre los dientes y replicó despectivo:
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—Y qué tanto si no lo fuéramos. Por si le interesa, amigazo, a mí no me
asusta ni un tantito así ese corvo que anda trayendo.
—No se me amaldite, amigo carreta —sentenció calmosamente Olegario
Santana—. Con usted no tengo necesidad de corvo. A mano limpia me basta y me
sobra para romperle la crisma.
—Eso habría que verlo.
—Estoy a sus órdenes. Cuando usted quiera.
Varios pampinos de los que se acercaban a comprar al puesto de fritanga,
se fueron quedando y agrupando en torno a los que discutían. «Puros bufidos de
gatos», comentaban burlones algunos, al ver que los hombres se iban quedando
sólo en las palabras y no se decidían a pelear. De modo que cuando los amigos
se pusieron de pie, dispuestos a fajarse a trompadas ahí mismo, y Domingo
Domínguez terció para decir que sí no había más remedio lo mejor era buscar un
lugar más adecuado, un gran número de mirones se fue detrás de ellos haciendo
barra y avivándoles la cueca. El lugar elegido fue detrás de la escuela, por la calle
Amunátegui. Por allí no circulaba mucha gente.
Antes de que los amigos se trenzaran a golpes, Domingo Domínguez le
exigió a Olegario Santana que le pasara el corvo.
—No se le vaya a salir el indio, compadre —le dijo.
Olegario Santana dudó un momento y luego desenfundó su arma.
—Que conste que sólo se lo entrego porque se trata de usted, amigo
Domingo —y le pasó el corvo con cuidado extremo, tomándolo con ambas manos,
como si se tratara de una reliquia.
El corvo desnudo brilló sonámbulo a la luz de la luna y Domingo Domínguez
pudo constatar que se trataba de un corvo auténtico, de esos que se habían usado
en la guerra del 79. Su doble filo acerado y su punta aguda y curvada como el pico
del águila lo estremecieron.
Cuando Gregoria Becerra, seguida de Juan de Dios, irrumpe en el campo
de batalla por entre el tupido ruedo de huelguistas que gritan alentando a uno y a
otro, los amigos ruedan por el suelo entreverados en un furibundo intercambio de
golpes de pies y manos.
—Ustedes los hombres son unos brutos sin remedio —les grita la mujer
agarrando del pelo a ambos y obligándolos a ponerse de pie—. Todo el mundo
preocupado por el cariz que está tomando la huelga y los perlas peleándose por
una mujer. Linda la cosa.
—Por si no lo sabe, mi querida señora —dice en tono galante Domingo
Domínguez, parándose en el centro del ruedo y como dirigiéndose a un público de
teatro—, usted tiene el honor de ser la dama por la que estos dos caballeros se
están batiendo a trompadas.
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Gregoria Becerra se queda de una pieza. Una fogarada de ira le enciende
el rostro. Simplemente no puede creerlo. Luego reacciona indignada y comienza a
apalabrarlos con dureza. Que quién carajo los ha autorizado a pelearse por ella.
Que qué diantres se ha creído el par de guarangos mal nacidos. Que son unos
zopencos, unos brutos, unos animales sin conciencia. Que no vuelvan a dirigirle la
palabra nunca más en la vida. «¿O acaso ustedes se creen que soy una pieza de
vacuno para que vengan a pelearme como un par de matarifes?» Y tomando de la
mano a su hijo, se da media vuelta y se marcha enfurecida.
Los obreros barristas, desilusionados por el intempestivo final de una pelea
que prometía ser brava y entretenida, se devuelven también a la escuela, riendo y
comentando en voz alta.
Al quedar solos, y tras la insistencia de Domingo Domínguez —«para
terminar de una vez por todas con este frangollo, pues, compadritos»—, los
amigos se dan la mano y se estrechan en un fuerte abrazo de reconciliación. El
carretero tiene un párpado partido y a Olegario Santana le sangra el labio inferior.
«Esto se llama pelear la amistad», dice sonriendo el barretero. Después se sientan
en el suelo, apoyados contra el muro posterior de la escuela. Quieren hacer un
poco de tiempo y regresar a la sala cuando doña Gregoria se encuentre dormida.
«No se nos vaya a encocorocar de nuevo la patrona». Cuando Olegario Santana
saca su cajetilla de Yolandas para repartir, los amigos lo joroban que por qué
diantres no usa pitillera como todo el mundo, que sus cigarrillos arrugados dan
lástima. «Esos aparatos son para mujeres», se defiende el calichero.
Tras haber fumado y conversado largamente en la penumbra de la calle, y
cuando ya va a ser la una de la madrugada, son sorprendidos por una patrulla de
soldados que se aparece de golpe en la esquina. Con palabras de mal talante y
una fiereza desusada en sus actos, los militares los hacen ponerse de pie
punceteándolos con la bayoneta de sus fusiles. Luego los obligan a poner las
manos contra la pared. «Somos huelguistas pampinos y estamos tomando el
fresco», trata de justificar Domingo Domínguez. El teniente a cargo de la patrulla,
luego de ironizar que si acaso no estarán tomando algo más fuerte la cuadrilla de
chambecos, y de revisarlos de arriba a abajo, brutalmente, les vocifera que se ha
declarado estado de sitio y que ningún civil puede andar por la calle sin el permiso
correspondiente.
—¡Todos los patas rajadas de la pampa deben concentrarse en la escuela
Santa María! —les ladra el teniente—. ¡Así que tienen tres tiempos para marchar!
¡Y ya van dos!
Cuando los amigos aparecen corriendo en la plaza Montt, ésta se encuentra
mucho más colmada de gente que cuando la dejaron. Cientos de nuevos obreros
provenientes de la oficina Buenaventura habían llegado hacía poco rato en un tren
carguero y la plaza fue el único lugar donde habían hallado algún sitio disponible
para tirarse a descansar. Y ahí se habían quedado, tirados al raso, mezclados con
los centenares de huelguistas que ya ocupaban los terrenos.
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Los amigos se instalan bajo las estrellas a intercambiar noticias con los
operarios recién llegados. Después de un rato, Olegario Santana pide disculpas y
se incorpora del suelo. «Voy y vuelvo», dice. Y desaparece por el lado de la
escuela en donde había sido la pelea. Al regresar murmura que ahora sí ya no se
siente desnudo. Y muestra el corvo que había tirado al suelo al ver aparecer la
patrulla. Luego se dirige a José Pintor. Que aunque ya todo está olvidado y ellos
siguen tan amigos como siempre, él quiere demostrar de todas maneras que no es
ningún sacristán ni pollerudo que se le parezca. Y desplegando un billete de cola
grande aparecido en sus manos como por arte de birlibirloque, agrega solemne:
—Los invito a celebrar la amistad con unos tragos.
Domingo Domínguez y José Pintor que hace rato andan a tres cuartos y un
repique con el dinero y las fichas, no lo pueden creer.
—¡Este Olegario es brujo! —dice contentísimo el barretero—. ¡Para mí que
esos jotes que tiene en el techo de su casa son como sus lechuzas!
—¡O tiene pacto con el Malo este diablazo! —dice José Pintor.
Que por favor, agrega casi declamando Domingo Domínguez, no se le vaya
a ocurrir al compadrito invitarlos a la Cueva del Tesoro, que ese aguardiente falso
estaba como para matar chinches.
—¡Vamos a otra parte mejor, y si hace falta dinero yo empeño mi anillito de
oro! —termina exclamando jubiloso.
Olegario Santana y José Pintor se miran de reojo. Luego, imprevistamente y
sin ponerse de acuerdo, lo agarran entre los dos a la fuerza y que hasta cuando
carajo va a joder la pita con su maldito anillo de oro; que desde que llegaron a
Iquique está prometiendo que lo va a empeñar y todo lo que ha hecho es
emborracharse al puro bolseo; que ahora mismo le sacan el bendito anillo y se lo
venden al primer pelafustán que ofrezca una chaucha por él. Pero pese a los
esfuerzos y tirones de ambos, y casi ahogados de risa, no pueden sacarle la
sortija del dedo.
—¡Hasta en esto tiene suerte este macaco faroliento! —exclama José
Pintor, riendo y tosiendo hasta el sofoco.
—Vamos a la casa de Yolanda —dice Olegario Santana, luego de recuperar
el aliento—. Debemos aprovechar nuestra última noche en Iquique. Estoy seguro
que mañana nos van a obligar a volvernos a la pampa. No por nada estos
cabrones han declarado estado de sitio.
Minutos más tarde, pegados a las paredes, haciéndole el quite a las
patrullas que se han tomado la ciudad, los tres amigos se dirigen por las calles
más oscuras al prostíbulo de Yolanda. En verdad, lo que el calichero quiere y
necesita con urgencia es desleír un poco ese costrón de caliche que se le ha
encasquetado en el pecho. Sentirse excluido por Gregoria Becerra lo entristece.
Ella es la única mujer de verdad que ha conocido en su vida, la única que lo ha
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hecho sentirse un hombre digno, capaz de sentimientos. Un hombre con los
merecimientos suficientes como para llegar a tener una mujer como ella.
Al llegar al prostíbulo lo hallan completamente vacío. Aparte de los
problemas del conflicto —explica la enana regente del tugurio— y la tensión que
ha producido en la ciudad la llegada del general Silva Renard, el pianista se ha
enfermado. Por tanto el ambiente no está como para fiestas. «Además se ha
declarado estado de sitio», les informan los amigos. Pero en la casa ya lo saben.
De modo que clientes y asiladas se conforman con pasarse la velada bebiendo y
platicando arrejuntados todos en una sola mesa, y a media luz.
El Niño Doralizo, al reconocer a los caballeros que la otra noche habían
defendido a la pobrecilla de Yolanda, más azucarado que nunca, los colma de
atenciones y cariñoseos excesivos. Luego de ofrecerse a curar las magulladuras
en el rostro de Olegario Santana y de José Pintor, el mocito de la casa aprovecha
la presencia de los pampinos para hacer alarde de sus conocimientos del bajo
fondo iquiqueño. Y entre trago y trago le enseña algunas palabras y dichos de la
jerga de los malhechores porteños. Que, por ejemplo, les dice didáctico, a un robo
importante lo llaman braguetazo; un revólver es un cachorro; un ladrón callejero es
un huarachero; montar la burra es abrir una caja de fondos; saltar a tierra es salir
en libertad: una verruga es un anillo de piedra fina; un reloj de oro es un canario; y,
un mosquito, un prendedor de corbata. El juez del crimen es el rey del cielo; un
mono es un guardián de policía y matar una viuda es sustraer una cartera.
En un momento de la noche, mientras Yolanda, sentada en las rodillas de
Olegario Santana, le hace mimos y juega con sus mostachos cerdosos, y él,
deslenguado por el alcohol, le está diciendo que sus ojos color de níspero le
recuerdan a las gatas salvajes de sus campos natales, aparece en el salón la
Torcuata, la más vieja y desmejorada de las chusquizas, como llama el niño
Doralizo a las prostitutas. Instalada en la mesa, después de mandarse un par de
tragos en completo silencio, la Torcuata les cuenta que su pajarito le ha
confidenciado que el fin de la huelga de los salitreros será, sin vuelta, al día
siguiente. Y por la fuerza. Que tienen que andarse con cuidado los pampinos,
pues el muy cabrón le ha dicho que los soldados del Ejército de Chile iban a
obligar a los huelguistas a volver a la pampa, así fuera a punta de balas.
Después de un rato, azuzada melosamente por Domingo Domínguez para
que desembuche y diga quién es su pajarito confidente, la Torcuata revela
finalmente su secreto. Acariciándose lascivamente los pelos del lunar, cuenta que
se trata de un gringo viejo y degenerado que la visita noche por medio y, para que
nadie lo vea, entra y sale por la puerta de atrás. Y que no viene a fornicar, sino
únicamente a que ella le dé azotes en la cama. Lo que hace al llegar el pobre
vejete es bajarse los pantalones, acostarse de bruces sobre las sábanas y rogarle
que le castigue las nalgas fláccidas con un chicote de cuero trenzado que él
mismo trae, una huasca de esas para apurar caballos. Y mientras ella lo complace
huasqueándolo que es un gusto, el gringo, llorando un llantito de perro apaleado,
le pide que a la par de los chicotazos se le monte encima y lo vaya azuzando
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como si fuera un percherón de esos que recorren las calles tirando los coches de
la basura.
Poco antes del amanecer, Domingo Domínguez y José Pintor, se retiran del
local borrachos como pipas. Afirmándose uno al otro, y siempre rozando las
murallas, el barretero se va farfullando que en esta vida de miserias, compadrito
lindo, no había que conformarse con ser un huarachero de poca monta. ¡No señor!
Que lo que tenían que hacer ellos, si la huelga no se arreglaba pronto y para bien,
era ponerse a montar burras. ¿Me entiende, compadrito? Nada más que ponerse
a montar burras. Y punto.
Olegario Santana se queda en el prostíbulo a dormir con Yolanda.
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18
La mañana del sábado 21 amaneció particularmente luminosa. De los
sectores altos de Iquique, desde donde se podía divisar el mar en todo su ancho,
éste aparecía de un esplendor inusitado, majestuoso y azul como pocas veces se
había visto. Y, por la raya completamente limpia del horizonte, como trazada a
compás, se columbraba que el día venía incandescente y caluroso como el
diantre.
Desde antes que clareara el alba, los huelguistas pampinos que en los
últimos días, por no haber hallado cabida en ningún albergue, pernoctaban y
dormían en las calles de la ciudad, habían notado un incesante tráfico de coches
de alquiler trasladando gente hacia el muelle de pasajeros. En su mayoría se
trataba de personajes extranjeros y vecinos ricachones —los últimos que
faltaban— que, abandonando sus lujosas residencias, huían con sus familias a
ponerse a salvo en los buques mercantes fondeados en la bahía. Después
supimos que estos buques cobraban hasta una libra esterlina diaria por cabeza.
Después, poco antes de la salida del sol, fuimos sorprendidos todos por el
ruido marcial de las tropas que recorrían las calles con sus armas y arreos de
campaña dando órdenes a gritos, deshaciendo los grupos de personas y
obligando a cerrar todos los negocios abiertos a esas horas de la mañana. Y
cuando cada uno de nosotros se estaba preguntando por qué tanta escandalera y
demostración de fuerza por parte de los soldados, aparecieron los diarios de la
mañana y vimos con asombro que venían precedidos por el anuncio, titulado en
gruesos caracteres, de la declaración de estado de sitio. El decreto, sin ningún
considerando, foliado con el número 661, fechado en Iquique el 20 de diciembre
de 1907, publicado por bando y firmado por el Intendente Carlos Eastman y su
secretario Julio Guzmán García, acordaba y decretaba lo siguiente:
1.- Queda prohibido desde hoy traficar por las calles y caminos de la
provincia en grupos de más de seis personas a toda hora del día o de la noche.
2.- Queda prohibido, en la misma forma, traficar por las calles de la ciudad
después de las ocho de la noche, a toda persona que no lleve permiso escrito de
la Intendencia.
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3.- Queda también prohibido el estacionamiento o reunión en grupos de
más de seis personas.
4.- La gente venida de la pampa y que no tiene domicilio en esta ciudad se
concentrará en la escuela Santa María y plaza Manuel Montt.
5.- Queda prohibida absolutamente la venta de bebidas capaces de
embriagar.
6.- La fuerza pública queda encargada de dar estricto cumplimiento al
presente decreto.
Lo que se perseguía con la ley marcial, lo vimos claramente entonces, era
impedir la llegada de más huelguistas pampinos a Iquique y rejuntarnos a todos en
las dependencias de la Escuela Santa María para, de esa manera, facilitar las
medidas que se tomarían luego con nosotros. Además de ser editado en la
primera página de los diarios de la mañana, el decreto, publicado por bando, fue
leído públicamente y luego fijado junto a los edictos públicos. Al mismo tiempo se
establecía la censura telegráfica y cablegráfica y se notificaba a las imprentas un
decreto que prohibía la impresión y venta de todo diario u hoja impresa, y que las
infracciones serían severamente reprimidas (aunque en verdad lacensura nunca
corrió para todos, porque después nos enteramos de que los gringos usaron el
telégrafo cuántas veces quisieron y mandaron los cables que se les vino en gana
durante todo el tiempo que duró la ley marcial). Mientras tanto, entre la ciudadanía
comenzaban a circular dudosas listas de adhesión a las autoridades y de rechazo
a la presencia de los huelguistas, y desde los despachos de la Intendencia se
había organizado de tal manera el espionaje y el soplonaje dentro de la ciudad,
que ese mismo día muchos vecinos comenzaron a ser citados e increpados
duramente por haber emitido, en sus conversaciones privadas, opiniones
contrarias al gobierno absoluto implantado en la provincia.
Hasta ese momento, nuestra última propuesta de arreglo consistía en que
nos volvíamos todos a la pampa a reanudar nuestras labores y dejábamos en el
puerto a una comisión negociadora, con la sola condición de que los industriales
nos aumentaran en un sesenta por ciento el sueldo durante el mes que se
calculaba durarían las negociaciones. Todos pensábamos que era lo más justo y
equitativo, y que con eso se solucionaría de inmediato el conflicto. Pero en mitad
de la mañana nos enteramos de una junta llevada a cabo entre el Intendente y los
patrones, en donde éstos habían desechado tajantemente nuestra propuesta. Del
mismo modo como habían desdeñado el ofrecimiento del Gobierno de Chile de
compensarles hasta el cincuenta por ciento del aumento pedido por nosotros. La
proposición presidencial fue recibida con frialdad por parte de los salitreros,
argumentando con soberbia que el problema no era de dinero sino de respeto.
Que ellos no podían resolver nada bajo la presión de la masa porque significaría
una imposición manifiesta de los huelguistas, y eso les anularía el respeto de
patrones y les haría perder para siempre su prestigio moral (nosotros no
entendíamos de qué prestigio moral hablaban esos carajos). Y volvieron a insistir
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en su exigencia de que los obreros debíamos abandonar la ciudad y volver a la
pampa al instante, pues nuestra presencia entorpecía las negociaciones y
constituía una imposición perjudicial para el empleador. El gringo John Lockett
expresó, muy suelto de cuerpo, que hacer cualquier tipo de concesión en aquellos
momentos sería tomado por los huelguistas como un signo de debilidad, y sin
duda conduciría a promover después más extravagantes demandas, con
probablemente aún más desastrosos resultados. Cuando el Intendente propuso un
tribunal arbitral, los magnates dijeron que aceptaban cualquier acuerdo, pero
siempre manteniendo inflexible su exigencia de que nosotros debíamos volver
antes al trabajo. Y agregando, además —los muy miserables—, que bajo ninguna
circunstancia se aceptaba tampoco la demanda de que los salarios fueran
pagados al cambio de 18 peniques.
La primera autoridad provincial extendió, entonces, una convocatoria a
nuestros dirigentes para asistir a una reunión en la Intendencia, con el fin de
discutir la propuesta de los patrones. Pero el Comité Central la declinó. Bajo el
imperio de la ley marcial, los dirigentes sospecharon y temieron ser víctimas de
una trampa para detenerlos, con el evidente propósito de descabezar el
movimiento. En esos momentos ya era sabido de todos la detención de dirigentes
de varias oficinas, quienes, apresados por los militares, fueron subidos en calidad
de reos a bordo del buque «Zenteno». Toda esta represión —lo supimos
después— se empezó a llevar a efecto siguiendo instrucciones precisas del
Ministerio del Interior. El señor ministro, don Rafael Sotomayor, había mandado un
cablegrama con carácter de «estrictamente reservado», en el cual expresaba al
Intendente de la provincia que «Sería muy conveniente aprehender cabecillas
trasladándolos a buques de guerra». De modo que mediante una carta, los
dirigentes expresaron su muy fundado temor y comunicaron al señor Intendente
que, de ahí en adelante, todas las conversaciones se llevarían a efecto mediante
comisiones o notas escritas. La carta decía lo siguiente:
«Iquique, diciembre 21 de 1907.
«En este momento este directorio central ha recibido verbalmente un
llamado de V.S. al local de esa Intendencia.
El Comité ha creído que no podemos complacer a V.S. en este sentido
porque la orden dada por V.S. el día de hoy desampara por completo nuestros
derechos y, aún más, al no poder ir allá en la forma pensada es susceptible de
desórdenes que pueden amargar la situación.
En esta caso creemos práctico que V.S. se sirva nombrar una comisión
para entendernos en lo que V.S. desee, pues lo ocurrido en Buenaventura nos
confirma que las garantías para el obrero se concluyen, y sería por demás
doloroso que las fuerzas de línea tuvieran que luchar con el pueblo indefenso,
como generalmente se hace y como nos da claro a comprender el bando
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publicado, en pago, parece, de las atenciones que los operarios en general han
demostrado a V.S. y del orden y compostura que ese pueblo, que hoy se provoca,
ha observado hasta hoy con sumo agrado de Chile entero, y no es posible
desviarnos de esta senda.
Sírvase V.S. tomar en cuenta nuestras razones y ordenar lo que estime
conveniente, insinuando este Comité el práctico camino de notas, o en su defecto,
lo ya dicho, por medio de comisiones, teniendo V.S. la seguridad de que a tal
efecto nosotros hoy como siempre, daremos las más amplias facilidades. Dios
guarde a V.S».
Firmaban José Brigg, como presidente y M. Rodríguez B., como secretario.
A la hora del almuerzo, en los patios de la Escuela Santa María, los
trabajadores pampinos, revolucionados por los últimos acontecimientos, nos
movíamos y discutíamos entre nosotros en un estado de máxima tensión. Todos
presentíamos que con la declaración del estado de sitio el fin de la huelga se
hacía inminente. Completamente abatidos, sentíamos muertas todas las
esperanzas. Si era cosa de ver lo contento que se veían los gringos en sus
salones sociales —en contraste con el mutismo de los pocos partidarios de un
avenimiento tranquilo— para darse cuenta de cómo iban a terminar las cosas.
A la entrada del patio de la escuela, en el grupo de huelguistas donde
conversan Gregoria Becerra, José Pintor y Domingo Domínguez, se comenta con
excitación el inusitado movimiento de tropas que hay a esas horas en las calles.
Se ha sabido que por la mañana ha desembarcado la marinería armada desde los
tres cruceros al ancla en el puerto, y que de la guarnición del «Esmeralda» se han
bajado a tierra dos de sus ametralladoras. Para terminar el cuadro, la policía de
Iquique, provista de lanzas, recorre las calles empujando a todos los huelguistas
pampinos que encuentran a su paso hacia la escuela Santa María, que es el lugar
de concentración indicado por el decreto. Los amigos coinciden en que el tono y la
actitud de las patrullas —que disuelven a los grupos de trabajadores, incluso de
menor número autorizado por el bando—, es la prueba fehaciente respecto a
cómo se piensa poner fin a la huelga. Gregoria Becerra los mira con cara de pocos
amigos.
—Están igual de pesimistas que el caballero don Olegario —les dice. Y
luego se queda pensativa.
Al levantarse por la mañana no había visto a Olegario Santana durmiendo
junto a sus amigos —a los que oyó llegar de madrugada—, y contra su voluntad,
se había preocupado más de lo normal. Después, cuando los primeros obreros
aparecieron a la escuela leyendo el diario en voz alta, enterando a todo el mundo
sobre el estado de sitio, olvidándose por completo de su enojo, había ido corriendo
a despertar a los hombres para contarles. Y, esta vez, al ver que Olegario Santana
aún no llegaba, había estado a punto de preguntarles por él, pero se contuvo. De
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modo que ahora, aprovechando la coyuntura, no lo piensa más y les larga la
pregunta directamente:
—Y a propósito ¿en dónde dejaron a su amigo, que no se ve por ningún
lado?
José Pintor y Domingo Domínguez se miran confundidos ¿Serán capaces
de decirle que el calichero se quedó a dormir en una casa de putas? Cuando
están a punto de contestar cualquier cosa, los viene a salvar la acotación de una
matrona de la oficina Esmeralda, arranchada con ellos en la sala, y que en esos
momentos está ayudando a barrer el patio.
—Mucha gente ha comenzado a pedir que las embarquen de vuelta hacia el
sur —dice la mujer, sin dejar de tirar escobazos—. Incluso se habla de pedir
tierras para colonizarlas.
Un obrero de la oficina La Palma mete su cuchara para decir que en todo
Iquique se anda comentando que los ingleses ya le han ganado el ánimo al
Intendente. Que éste está resuelto a usar la fuerza para obligar a los huelguistas a
volver a la pampa sin concederles un ápice de lo que piden. Y eso de enviar de
vuelta al sur a los que se quisieran ir, ni soñarlo, porque para ellos sería como
dejar sin castigo una rebeldía. Y ni las autoridades ni los señores industriales
estaban dispuestos a permitirlo. Sobre todo estos últimos, pues para ellos era un
deber ineludible doblegar a los amotinados, hacerlos entender que los patrones
son ellos, y que como tales cuentan con todos los medios disponibles para
hacerse obedecer de sus trabajadores.
—¡Mister Eastman se pasó al partido inglés!», comentan decepcionados,
algunos de los que habían creído de buena fe en las primeras palabras del
Intendente.
En esos momentos, tomados de la mano, llegan Idilio Montano y Liria
María. El volantinero cuenta que la gente de la casa donde les prestan el baño se
halla sumamente alarmada con lo que está pasando, lo mismo que todas las
familias de las viviendas circundantes. Temerosas de que los soldados se larguen
a disparar, dice que han empezado a arrimar toda clase de trastos de fierro contra
las paredes, cualquier cosa que pueda servir para detener las balas. Que como el
edificio de la escuela es de madera, dicen que los proyectiles atravesarían las
paredes limpiamente llegando hasta sus propias casas que en su mayoría también
son de tablas.
Gregoria Becerra va a decir que no hay de qué preocuparse, que los
soldados no van a disparar contra sus propios paisanos, más aún habiendo
mujeres y niños de por medio, pero se acuerda de lo que habló la otra noche con
Olegario Santana, y se muerde la lengua. El calichero le planteó sus dudas sobre
el proceder de los militares chilenos. «Yo conozco bien a los soldados», había
dicho don Olegario. Y al acordarse nuevamente de él, Gregoria Becerra vuelve a
inquietarse por lo que pudo haberle ocurrido. Y tal vez por su culpa. En verdad,
aunque hasta ahora no ha querido admitirlo, ella hace rato que ha comenzado a
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sentirse sola y desamparada en el mundo. Le parece increíble, pero, ahora, en
estos momentos de peligro, siente que quién le hace falta a su lado no es su
esposo, a quien Dios tenga en su Santo Reino, sino ese rudo hombre taciturno. No
entiende muy bien por qué miércoles se ha acostumbrado tanto a su presencia
hosca, a sus palabras parcas, a su imperecedero paletó negro. De sólo pensar
que tal vez fue demasiada dura con él, que pudo haberlo herido en su orgullo de
hombre, la mortifica, la pone ansiosa. Y es que, en verdad ese calichera retraído y
de modales ásperos, la hace sentir por dentro algo que no sentía desde que su
marido estaba vivo.
Su hija Liria María la devuelve a la realidad. Mimosamente le dice que el día
está relindo para visitar la playa; si acaso le da permiso para ir con el joven Idilio.
Ella se la queda mirando espantada. Y cuando, alzando las manos al cielo, está
por decirle que si acaso está mala de la cabeza, la niñita; que si no sabe lo que
significa el estado de sitio, Liria María se adelanta y le dice que no hay de qué
preocuparse, mamacita, que ella está segura de que no ocurrirá nada malo, pues
hace un ratito nomás había entrado un grupo de soldados jóvenes a la escuela a
buscar las cocinas de los regimientos y que al preguntarles ella que por qué se las
llevaban, uno de los ellos, el más joven de todos, levantándose la visera de su
gorra militar y mirándola sonriente, le había respondido que porque hoy se arregla
todo, pues, mi niña linda, y por la tarde ya todos ustedes estarán de regreso en la
pampa.
Gregoria Becerra primero se enternece de tanta inocencia. Luego,
iluminada de súbito, piensa que en verdad no es mala idea sacar a su hija de allí.
Por lo menos a ella. Porque de su hijo menor no se desprendería por nada del
mundo. Entonces manda a Liria María a que le vaya a buscar el pañuelo de
cabeza que se le quedó en la sala, y aprovecha de hablar con Idilio Montano. Con
voz grave, le dice que lleve a Liria María a la playa y que no vuelvan hasta que
haya pasado todo. Que si los soldados disparan y algo le ocurriera a ella, deja a
su querida hija en sus manos. Que confía plenamente en él. Pues en estos días
ha aprendido a estimarlo y siente en su corazón que él la sabrá querer y cuidar
como un hombre de ley. Luego, con los ojos humedecidos, lo abraza fuertemente.
—Nunca se arrepentirá de quererla, joven Idilio —le dice—. Ella nació en
Talca, y las talquinas son muy buenas esposas.
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Era la una y cuarenta y cinco minutos de la tarde cuando el pleno de las
fuerzas militares disponibles —de tierra y de mar— comenzó a formar filas en la
plaza Prat. El Comandante en Jefe, general de Brigada, Roberto Silva Renard,
llevaba en un bolsillo de su guerrera el decreto firmado por el Intendente en el que,
«en bien del orden y la salubridad pública», se acordaba y se mandaba trasladar
al local del Club de Sports a los huelguistas concentrados en la escuela Santa
María y en la plaza aledaña.
Paseándose ante la formación militar —la mirada firme, la actitud
napoleónica— el Jefe Militar de la Plaza expuso el plan de ataque. Luego,
endureciendo aún más el acero azul de su mirada, bajo el inclemente sol de la
siesta nortina, arengó enérgicamente a los soldados. Entre otras cosas, les dijo
que los que estaban atrincherados en la escuela Santa María y en el sitio de la
plaza Montt, no eran chilenos, sino una turba de subversivos y facinerosos, unos
antipatriotas indignos y hostiles a la sociedad y al orden establecido. Que a ellos,
como soldados de una patria libre y soberana, no les debía temblar la mano ni
flaquearles el espíritu para disparar sus armas contra ese tropel de rotos apátridas
que seguramente estaban pagados por el oro peruano. «Ellos son el enemigo de
esta batalla», terminó rugiendo el general. En seguida, montó su cabalgadura
blanca y, erguido, sólido como una estatua de bronce, sin rezumar una sola gota
de transpiración, frente a un contingente de mil quinientos hombres que sudaban
como bestias enfundados en sus uniformes de guerra, se puso en movimiento
hacia el campo de operaciones. Soldados de los regimientos O'Higgins, Rancagua
y Carampangue, junto a las tropas de la Artillería de Costa, más toda la marinería
de los cruceros, formaban la infantería de su ejército en movimiento. Las
ametralladoras del crucero «Esmeralda», flamantes y aún sin estrenar, constituían
la artillería pesada. La caballería la conformaban las temibles tropas del
Regimiento Granaderos y la dotación completa de policías del puerto que en su
polvoroso trayecto por las calles de la población, armados de lanzas, fue
obligando a todos los pampinos que traficaban por ellas, y a cualquier persona que
se les cruzara en el camino, a marchar hacia el lugar de concentración.
En la escuela Santa María, en tanto, achicharrándonos al sol, los miles de
obreros que esperábamos la llegada de los militares lo hacíamos con una mezcla
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de temor y fascinación, pero con el ánimo exaltado y dispuesto al sacrificio más
extremo. Ya estaba bueno de tanta jodienda, carajo, repetíamos, aglomerados en
el patio exterior y en la entrada principal del recinto, totalmente cubierta de gente.
Aparte de los casi dos mil obreros más disgregados por la plaza Montt aguardando
a las tropas, había una muchedumbre impresionante encaramada sobre las rejas,
sobre los techos, sobre el altillo y sobre cualquier cosa que sirviera de atalaya
para ver mejor. La misma carpa del circo Sobarán se veía copada hasta el
desborde de gente, en su mayoría mujeres y niños de caritas asustadas
asomando por entre las polleras de sus madres. Los miembros del Comité Central
se hallaban instalados en el balcón de la azotea, de frente a la plaza, rodeados de
banderas patrias y estandartes de los gremios en huelga, de la pampa y de
Iquique. El calor era acérrimo. El sol parecía de plomo derretido, en el aire no
corría una hilacha de brisa y el polvo ardiente levantado por los pies del gentío
hacía picar los ojos y resecaba las gargantas hasta la carraspera. Y en tanto los
últimos huelguistas dispersos por la ciudad confluían en la plaza por las cuatro
bocacalles, como había ordenado el bando de la Intendencia, y centenares de
ciudadanos iquiqueños comenzaban también a congregarse en las inmediaciones
para ver qué iba a pasar con los obreros pampinos, y por los costados de la plaza
las vendedoras, en su mayoría viejas mujeres bolivianas, hacían su agosto
ofreciendo sus bebidas de colores refrescadas con barras de hielo envueltas en
sacos de gangocho, en medio del fragor de la multitud, entre toques de corneta y
vivas a la huelga, se alcanzaba a oír al poeta Rosario Calderón recitando: «... hoy
por hambre acosado I esta región abandono I me voy sin fuerza ni abono I viejo,
pobre y explotado I dejo el trabajo pesado I del combo, chuzo y la lampa I y esa
maldita rampa I donde caí deshojada I soy la flor negra y callada I que nace y
muere en la pampa...». Su voz lastimera era apagada de pronto por retazos de
discursos y arengas de oradores improvisados que se sucedían sin cesar,
recalcando todos ellos la miserable situación económica y las degradantes
condiciones de vida de los trabajadores pampinos. Que las peticiones de los
trabajadores —gritaban a desgañitarse mientras se secaban el sudor con sus
pañuelos arrugados—, tanto de Iquique como de la pampa salitrera, eran justas y
razonables, y que ahora dependía de las autoridades y, sobre todo, de los
industriales atender dichas peticiones en forma ecuánime y satisfactoria. Y a
medida que avanzaban lentamente los minutos, la aglomeración, el ronco
abejorreo de la muchedumbre y el polvo salitroso flotando junto al humo de los
miles de cigarrillos encendidos, hacían que la temperatura y la tensión del
ambiente fueran en aumento. A las dos y cuarenta y cinco minutos de la tarde,
cuando ya no podíamos soportar más el calor y la incertidumbre, los huelguistas
encaramados sobre las rejas, sobre los postes y sobre el altillo de la escuela, y
toda esa muchedumbre impresionante que se había trepado a los techos de sus
propias casas, empezaron a gritar como desaforados que ahí vienen, carajo. Que
son más de mil. Que ahí cerquita, subiendo por la calle Latorre, vienen avanzando
las tropas, hermanitos, por la chupalla.
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A esa misma hora, en el prostíbulo de Yolanda, Olegario Santana acaba de
almorzar sentado en la cama, desnudo y servido por la meretriz de los ojos
amarillos. En esos momentos ella ha ido a la despensa en busca de una botella de
vino y él está solo en el cuarto. Sintiendo aún los efluvios de la borrachera, el
calichero mira los cuadros de marcos descascarados, los adornos de yeso y los
pañitos primorosamente almidonados de la pieza miserable. Al despertar, media
hora atrás y verse completamente desnudo en ese catre de fierro forjado, le había
comentado a la prostituta sobre el largo tiempo que llevaba sin dormir como la
gente: sin ropa, en una cama blanda y con una mujer a su lado. Ahora, tendido de
espaldas y con las manos entrelazadas en la nuca, mientras aspira el olor a
sahumerio que inunda el ámbito de la pieza y compara la cama de cobertor rojo
con su cama de galgos, Yolanda irrumpe agitadísima con la noticia de que los
soldados tienen a los pampinos acorralados en la escuela y que la gente anda
diciendo que los van a matar a todos como a perros. Olegario Santana se levanta
de un salto y, atarantadamente, balbuciendo improperios contra sí mismo,
comienza a vestirse ayudado por la prostituta que le va diciendo que se calme un
poquito, pues, cariño, que tal vez no es para tanto, que ese calcetín está al revés,
papacito, y que es mejor que salga por la puerta de atrás para que la cabrona no
lo vea, pues ella no sabe que él se quedó a dormir, y si lo ve después le va a
preguntar a ella si le cobró o no le cobró y cuánto le cobró, y la va a jorobar todo el
santo día, pues la chola enana, por si mi pichoncito no lo sabe, ahí como la ve, tan
carantoñera con los clientes, tiene una fama de piedra azul como él no se imagina,
y déjeme que yo le ponga la camisa, cielito. Olegario Santana, en medio de su
nerviosismo, y mientras se pone los zapatos saltando en un pie, le ofrece pagarle
lo que ella le cobre, que en eso no hay problema. Pero Yolanda le dice que no sea
tontito el pampino carita de jote, que se guarde nomás sus fichas de lata, y luego
de hacerle las rosas en los cordones de los zapatos lo abraza y lo besa en la boca
y le pide que se cuide, mi cielo, que no le vayan a meter una bala en el corazón
esos milicos del carajo, y que la venga a ver cuando quiera. Olegario Santana
responde el beso a medias y repitiendo sí, sí a todo lo que ella le sigue diciendo,
termina de ponerse su paletó negro en el pasillo y sale a la calle por la pequeña
puerta azul del patio.
Al llegar los soldados a la esquina de la plaza Montt, vimos que traían
arreando a centenares de personas; vimos que venían armados hasta los dientes;
vimos que arrastraban dos ametralladoras con ruedas y, a la cabeza de la tropa,
con la mirada y la apostura póstuma de los héroes de los monumentos ecuestres,
vimos al general Roberto Silva Renart montado en su caballo blanco. Al primer
vistazo a la escuela Santa María, cuyo edificio ocupaba toda una manzana, el
general —según escribió después en el parte—, calculó que habían unas diez mil
personas por todas. Pero en honor a la verdad éramos cerca de catorce mil las
almas apretujadas y horneándose bajo el sol abrasador. Lo primero que hizo el
general fue ordenar que se rodeara la escuela por los cuatro costados. Luego,
haciendo embestir a la caballería sobre la gente reunida en la plaza, tomó
posesión de ella y se apostó en su centro, rodeado de su Estado Mayor.
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Conseguido el primer objetivo, hizo emplazar las ametralladoras a treinta metros
del frontis de la escuela. «A esas alturas —escribió en su informe—, ya tenía
estudiado el campo de acción y determinada la estrategia a seguir». Acto seguido,
comisionó al coronel Sinforoso Ledesma para que se acercara al Comité que
presidía el movimiento y le comunicara la orden estampada en el decreto
gubernamental. El coronel avanzó en su cabalgadura hacia el frontis de la escuela
y la masa de huelguistas situada ante la puerta le abrió camino sin ningún
impedimento. A medida que adelantaba, algunos hombres gruñían consignas
obreras y otros daban gritos de vivas a Chile, pero la mayoría sólo lo miraba
avanzar en silencio. Al llegar cerca de donde se hallaba apostado el Comité
Central, comunicó la orden de evacuar el local en el acto y dirigirse al Club Hípico.
Los integrantes del Comité, tras un rápido conciliábulo con la gente más cercana
—en que se acordó no dejar la escuela, pues en el hipódromo quedaríamos
expuestos a cualquier tipo de ataque, incluso ser bombardeados desde los buques
de guerra— respondieron al coronel diciendo que la actitud de la gente era
tranquila, que no había ni habría violencia de nuestra parte, pero que no nos
moveríamos de allí mientras nuestras peticiones no fueran resueltas.
Volvió entonces el coronel a cruzar de vuelta por entre nosotros para
informar del resultado de su misión. «El comité se niega a cumplir la orden, mi
general», le oyeron decir marcialmente los que estaban por ahí cerca. Entonces,
para intimidarnos —porque hasta ese momento los huelguistas pensábamos que
todo eso no era sino una faramalla de intimidación—, el general hizo avanzar las
dos ametralladoras y ordenó colocarlas frente a la escuela, con puntería fija hacia
la azotea en donde estaban reunidos los dirigentes. Luego hizo colocar un piquete
del regimiento O'Higgins a la izquierda de las ametralladoras, con la intención de
hacer fuego oblicuo hacia donde estaban los integrantes del Comité. Mientras se
tomaban estas nuevas disposiciones, dos capitanes de navío se ofrecieron a
parlamentar con los huelguistas. Ambos se dirigieron entonces a la multitud que
cerraba la puerta de la escuela para hacernos ver las consecuencias de nuestra
obstinación.
Mientras se producen estas conferencias, Domingo Domínguez, que en el
tumulto se ha ido apartando de sus amigos, se acerca imprudentemente al lugar
en donde están los marineros del «Esmeralda». Allí, plantado a unos pasos de
ellos, acompañado por algunos operarios de San Lorenzo, comienza a arengarlos
diciéndoles que los marinos de Chile no deben empañar sus glorias adquiridas
frente a enemigos poderosos, matando ahora a compatriotas indefensos
«¿Queréis que el pueblo no pueda ya invocar el glorioso 21 de mayo sin recordar
al mismo tiempo un cobarde 21 de diciembre?», les enrostra enfebrecido,
olvidándose por entero de sus poses histriónicas.
Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde cuando el general, al ver
fracasados los intentos de sus colaboradores, decidió ir él mismo a parlamentar
con el enemigo. Acompañado de su corneta, se dirigió a trote lento hacia el frontis
de la escuela. Al pasar por entre la muchedumbre, su actitud era altiva y
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arrogante, y se le notaba en la mirada el desprecio absoluto hacia el proletariado.
Nosotros —las mujeres, los hombres y los niños— con nuestro rostro bañado en
sudor y los ojos enrojecidos por el polvo, lo mirábamos con una mezcla de odio,
admiración y rubor. Los brillos de su uniforme militar y el caracolear magnífico de
su caballo blanco nos deslumbraban hasta el embeleso. Sin embargo, lo que más
admiración y asombro nos causaba era darnos cuenta de que el general no
transpiraba un ápice; que bajo ese sol infernal que nos quemaba a todos, él
parecía envuelto como en un aura helada. Frente a la puerta de la escuela, pidió
hablar con los cabecillas de la rebelión, como insistía en llamar a la huelga. Los
dirigentes descendieron desde la azotea, pero se mantuvieron detrás de las rejas
del patio, rodeados de una muchedumbre que no dejaba de agitar banderas y
pendones gremiales. El general les comunicó la orden perentoria del Intendente. Y
que si no obedecían, les dijo en tono duro (en el parte al Ministro del Interior dijo
que había rogado, implorado casi), el ejército y la marina harían uso de las armas
para hacer cumplir la orden. El dirigente Luis Olea, robusto y sanguíneo pintor de
brocha gorda, con acento respetuoso pero firme, le contestó que lo que ocurría,
general, era que los pampinos siempre, durante todo el tiempo que llevaba la
explotación de salitre, habíamos sido defraudados indistintamente, por
autoridades, patrones y capitalistas sin escrúpulos. De modo que ahora
estábamos dispuestos a morir por nuestra causa si era necesario. O, en todo
caso, mi general, a emigrar al sur de la patria o a algún país hermano que quisiera
acogernos. Cualquier cosa era buena, antes que volver a la pampa sin haber
logrado una satisfacción a lo que pedíamos.
En esos momentos, mezclado a una turba de más de cuatrocientos
huelguistas iquiqueños que irrumpen en la plaza avivando a los pampinos, llega
Olegario Santana acezante y bañado en transpiración. El hecho de que las tropas
los hubieran dejado pasar el cerco tan fácilmente, le hace arrugar el entrecejo. Los
soldados estaban dejando entrar al que quisiera, pero no dejaban salir a nadie.
«Están convirtiendo esto en una ratonera», piensa preocupado el calichero. Tras
varios minutos de buscar afanosamente a sus amigos, abriéndose paso a
empujones, los encuentra al fin entre el gentío que se amontona a la entrada de la
escuela. Junto a Gregoria Becerra y a su hijo Juan de Dios, que la abraza
fuertemente por la cintura, está el carretero José Pintor y el matrimonio de la
oficina Centro con su hija Pastoriza del Carmen en brazos. La capita de Virgen de
la niña no flamea a ningún viento y su corona de papel dorado parece arder a los
rayos del sol. Los amigos se hallan entre un grupo de huelguistas bolivianos y
peruanos que están parlamentado con los cónsules de sus respectivos países.
Entre ellos se encuentran los dos amigos de la Confederación. Cada uno de los
cónsules, empleando toda su verba de diplomáticos, tratan de disuadir a sus
connacionales para que salgan da la escuela, indicándoles que ellos saben
fehacientemente que la tropa hará fuego tirando a matar, y sin hacer distinción de
nacionalidades. Pero sus coterráneos se emperran en quedarse. «Nosotros —
dicen impetuosos y excitados— hemos acompañado voluntariamente a los
hermanos chilenos en esta larga jornada de paz y justicia, y abandonarlos ahora
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sería una cobardía y una traición sin nombre; una cobardía y una traición que no
estamos dispuestos a cometer de ninguna manera, pues hermanitos».
A las tres de la tarde, el calor en la plaza ya era de caldera. Y la
muchedumbre, parada a pleno sol, lo soportaba estoicamente. Mientras las
mujeres se soplaban el escote y se abanicaban con sus pañuelitos minúsculos, los
hombres, con sus sombreros echados hacia atrás, nerviosos y tensos,
encendiendo un cigarrillo tras otro, no dejaban de protestar y gritar consignas. Iban
a ser las tres y cinco minutos de la tarde cuando el dirigente José Brigg y los otros
integrantes del Comité Central sugirieron a la masa el abandono de la escuela y el
retiro hacia los terrenos del Club Hípico, proponiendo con esto una actitud
conciliadora y manifestando a los obreros la esperanza de que se nos cumplieran
las promesas hechas por las autoridades. Pero los espíritus ya estaban resueltos y
la contestación negativa de la gente determinó la respuesta a la última intimidación
de la autoridad: ¡Los trabajadores en huelga éramos el pueblo soberano.
Estábamos ahí haciendo uso de nuestro derecho de hombres libres y nadie nos
iba a mover!
Esta última actitud de los huelguistas produjo mucho desagrado en el ánimo
del general. Y, de viva voz, en potente tono militar, nos intimidó por última vez a
hacer abandono de la escuela. Muchos le volvimos a contestar que preferíamos
abandonar Chile antes de volver como esclavos a la pampa. Algunos comenzaron
a gritar ¡Que viva la Argentina! ¡Que viva el Perú! ¡Que viva Bolivia! Ante tales
exclamaciones, el general perdió los estribos y tratándonos de facciosos y
antipatriotas, hizo saber que iba a emplear toda la fuerza. Después de esto, un
capitán de navío y luego un comandante, volvieron a dirigirse hacia los
huelguistas. El capitán pidió obediencia a la autoridad, pues la resolución de hacer
fuego era inquebrantable, y los obreros una vez más le respondimos que
estábamos en nuestro derecho. El comandante, acercándose más al frontis de la
escuela, nos hizo saber, persuasivamente, que se iba a abrir fuego enseguida, y
que la gente que quisiera se podía retirar hacia el lado de la calle Barros Arana.
«De ahí marcharán todos juntos y en paz hacia el hipódromo», dijo. Entonces,
entre las pifias y los insultos de la muchedumbre que les gritaban su cobardía y
falta de solidaridad, unas doscientas personas, entre ellas muchos curiosos que
no tenían nada que ver con la huelga, salieron del lugar para ubicarse en la calle
indicada.
Eran las tres y veinte minutos.
Y mientras en la incandescencia del cielo una bandada de jotes comienza a
planear en círculos, cruzando sus sombras sobre la muchedumbre, Olegario
Santana trata de convencer a Gregoria Becerra para que se una a las personas
que se retiran por el lado de la calle Barros Arana. Que él está seguro, le dice, de
que ese hijo de perra del general va a ordenar disparar contra la gente. Que lo vio
clarito en su mirada de escarcha cuando pasó junto a él en su cabalgadura, de
vuelta a su puesto de mando. «Hágalo por sus hijos», trata de persuadirla el
calichero. Y apuntando a las ametralladoras dice en tono casi de rogatoria: «Yo vi
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vomitar fuego a aparatos como ésos en la guerra, señora, y le digo que pueden
matar a miles de cristianos en una pestañada». Gregoria Becerra, abrazada a su
hijo, se niega a irse. Pero mira al matrimonio de la oficina Centro con su virgencita
en los brazos y, con toda la pena del mundo asomada en sus ojos, les dice que lo
mejor para ellos es que se vayan con los que van saliendo. El hombre y la mujer
se miran un rato en silencio y dicen que ellos también se quedan. En sus miradas
brilla la misma fascinación irreal que arde en los ojos del resto de la
muchedumbre. Olegario Santana, con una expresión desorbitada, toma de las
solapas a José Pintor y le grita que obligue a Gregoria Becerra a irse. Que si
acaso están todos locos de remate. El carretero, mordisqueando nerviosamente
su palito de dientes, dice que ha estado rogando desde temprano a su vecina para
que salga de ahí, pero que no hay caso. Y que él tampoco se va, carajo. El
calichero no comprende cómo toda esa gente no puede sentir en el aire el
presagio de la muerte irremediable.
En esos momentos, convencido el general de que ya no era posible persistir
por más tiempo —«sin comprometer su prestigio y la honra de las autoridades y
de la fuerza pública, y penetrado de la necesidad de dominar la rebelión antes de
que terminara el día», como escribiría en su informe—, se decidió a tomar la
resolución final. Erguido en su cabalgadura, con el sol prendido en sus arreos
militares, tras persignarse levemente, levantó la mano para dar la orden de fuego.
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20
El mar resplandece como una lámpara. Con gesto gracioso, Liria María se
pasea por la arena dándose aire con un abanico de motivos japoneses que le
acaba de regalar Idilio Montano. Es primera vez en su vida que posee uno y usarlo
le da una alegría casi infantil.
Al salir de la escuela habían pasado por el almacén del chino Chiang a
comprar dulces y le oyeron decir que acababa de recibir mercadería de Oriente. Y
entre finos rollos de seda pura, cajones de té aromático y delicadas piezas de
porcelana, Liria María había descubierto el abanico cuyos encajes y filigranas en
añil y oro la habían maravillado. Él se lo compró al instante con el dinero que le
quedaba del cambio de sus últimas fichas. «Total —dijo—, hoy, para bien o para
mal, se arregla la huelga y nos volvemos todos al trabajo».
La gente que hay en la playa a esas horas es casi toda de la pampa; en su
mayoría familias bolivianas, hombres y mujeres de rostros impenetrables que
habían llegado a las salitreras atravesando los fragosos pasos cordilleranos y que
jamás en su vida habían visto el océano, ni siquiera en fotografías. De modo que
desde el mismo día de su llegada a Iquique, prácticamente vivían a orillas del mar.
Pescaban, cocinaban, lavaban —algunos hasta dormían allí— fascinados por la
dimensión infinita de las aguas y el perpetuo estallido de las olas contra las rocas.
Pasado el mediodía, cuando aún no corre una pizca de viento y el sol
reverbera caliente en las aguas del mar, aparece en la playa un piquete de
policías a caballo gritando que la gente de la pampa debe reunirse de inmediato
en la escuela Santa María; que hoy se arreglará definitivamente el conflicto. «Hoy
vuelven a sus casas y a su trabajo», dicen gravosamente a través de sus bocinas,
sin desmontar de sus cabalgaduras. Y los pampinos, respetuosos y cumplidores
como siempre, comentando en voz baja la premura del llamado, comienzan a
recogerse de a poco y a marchar agrupados hacia el centro de la ciudad.
Parapetados detrás de un montículo de arena, Idilio Montano y Liria María
se van quedando solos. Cuando él se lo hace saber, ella se cubre la cara con el
abanico en un natural gesto de rubor. Pensando en la feminidad natural que irradia
el abanico, Idilio Montano le dice con ternura que da la impresión de que ella lo
hubiera usado toda la vida. Liria María, escondida detrás de las flores de loto,
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mostrando nada más que los ojos, le sonríe con todo el esplendor de su mirada.
Idilio Montano la besa en la frente. Y cuando, tras un rato de silencio, ella vuelve a
elogiar la fineza y hermosura de su abanico, él, en un travieso tono de gravedad,
le dice que es bueno que ella sepa que se lo ha regalado principalmente por dos
motivos: primero, porque se parecen a los volantines, y, segundo, para que no
siga abanicándose con las manos, pues, según decía su abuela, eso atrae
maleficios. Y se pone a contarle que su majestuosa abuela boliviana era una
anciana muy sabia que, además de partera, era ducha en materia de sortilegios y
sahumerios. Él muchas veces la había visto curar, entre otras cosas, el mal de ojo,
la había visto quebrar el empacho, componer huesos, enderezarle la boca torcida
a un hombre sobajeándole la cara con una pata de chivo, y hasta sacarle el diablo
del cuerpo a una joven religiosa que se había enamorado de un músico del
Orfeón.
Liria María no dice nada. Como un niño con un juguete nuevo, sigue
abanicándose y sonriendo feliz de la vida.
—Lo único que le pido —le dice cariñoseándola Idilio Montano— es que no
se le vaya a ocurrir soñar con él.
—¿Y por qué no? —pregunta ella extrañada, sin dejar de darse aire.
—Porque, según mi querida abuela, soñar con un abanico es indicio de que
una traición anda rondando.
Liria María lo mira con el ceño fruncido.
—Además no debe abanicarse tan despacio —le exhorta él, semiserio—.
Pues eso es signo de indiferencia para con el que está a su lado.
—¿No cree que su regalito está saliendo un poco complicado? —replica
ella en un fingido mohín de enojo.
—Es que al decir de mi abuela —se disculpa ligero él—, que también era
consejera en materias del amor, el uso del abanico encierra todo un código de
señales de cortejo nupcial. Por ejemplo, y sólo de lo que yo me acuerdo, pasar el
dedo índice por las varillas significa: «Tal vez debamos hablar». Abanicarse con la
mano izquierda quiere decir: «No mires a ésa». Asomarse a la ventana
abanicándose significa «Espérame». Al quitarse un cabello de la frente con los
padrones se está diciendo: «No me olvides». A final de cuentas, parece que una
mujer con su abanico abierto expresa más cosas que un mudo con sus manos
¿no le parece? |
—Desde hoy en adelante —dice Liria María— me pasaré la vida
quitándome los cabellos de la frente con los padrones. Así usted me recordará a
toda hora.
Idilio Montano se tumba a su lado y sonríe. De espaldas en la arena, se
pone a contemplar el azul del cielo, sin ninguna nube que lo manche. Al ir
quedando solos en la playa, le parece que el ruido del mar y el graznar de las
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gaviotas revoloteando sobre sus cabezas se han ido haciendo más nítidos. De
pronto, sin saber bien a guisa de qué, Idilio Montano se incorpora, la mira a los
ojos y se oye diciéndole que por qué nunca le ha hablado del joven que se mató
de amor por ella.
Liria María deja de abanicarse por primera vez y le devuelve la mirada
sorprendida.
—Claro que si no quiere contarme nada lo entenderé perfectamente —se
apresura a decir él.
Ella cierra el abanico, lo deja sobre su falda y suspira hondo. Luego clava
su mirada en un punto del horizonte y, metiendo las manos en la arena caliente,
apuñándola y dejándola ir lentamente por entre los dedos, comienza a narrar
aquella historia que aún la sigue atormentado en sus pesadillas. Al joven lo había
visto por primera vez en la pulpería, una mañana en que la ayudó a llevar un saco
de carbón demasiado pesado para ella. Desde esa vez no había dejado de pasar
un solo día frente a su casa. Le dejaba papelitos escritos en la ventana diciéndole
que estaba enamorado de ella y citándola en diversos lugares del campamento.
Citas a las que, por supuesto, ella nunca fue. Hasta que una tarde de abril, en que
él le había dejado una esquela pidiendo verla en la plaza «a la hora en que
comienza a tocar el orfeón», al ver que ella ya no iría —el orfeón iba en su cuarto
tema—, el joven apareció en su casa con un cartucho de dinamita atado al cuello.
La llamó por su nombre desde la calle y cuando ella se asomó a la ventana, se
hizo volar en pedazos ante sus ojos horrorizados.
Idilio Montano, emocionado, le toma la mano. Algo le quiere decir y sólo se
queda mirándola en silencio. En esos momentos una bandada de gaviotas cruza
chillando el cielo y los ojos húmedos de Liria María.
Que pese a lo triste del suceso, continúa ella, como hablando consigo
misma, lo malévolo había sido que después se andaba comentando en la oficina
que el difunto había sido su novio. Al parecer, por las noches, y sin ella saberlo, el
joven se iba a parar junto a la ventana de su casa, en donde una vez fue
sorprendido por un sereno del campamento. Este anotó en su Libro de Vigilancia
que la señorita Liria María, hija de la viuda Gregoria Becerra, domiciliada en la
calle tal, número tanto, conversaba con su novio a través de la ventana hasta altas
horas de la noche. Aunque eso era mentira, ella y su madre se habían
impresionado ante el hecho inadmisible de que existiese un libro de esa
naturaleza en la Administración. Un libro en donde todo lo que la gente hacía o
dejaba de hacer en el Campamento —incluso lo que decía o no decía— era
anotado meticulosamente.
Idilio Montano le dice que en todas las salitreras existe un Libro de
Vigilancia a través del cual se informa a los administradores de todo lo que ocurre
en los campamentos: las peleas, los accidentes, los robos, los suicidios, los
partos, las visitas, las fiestas, los enamoramientos, las bodas, los adulterios, las
compras fuera de la pulpería y en general el comportamiento de cada uno de los
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trabajadores y sus familias, en la calle y dentro de sus propias casas. Y eso él lo
sabe perfectamente, pues una vez, siendo un niño, junto a otros niños de su edad
se había robado uno de estos libros en la Administración de San Lorenzo. Era un
libro grande, de tapas duras y negras. Y él siempre se acordaba de dos informes
anotados en sus páginas. Dos informes que lo habían impresionado
particularmente porque hacían referencia a personas que él conocía, y que de
tanto leerlos los había aprendido de memoria. Uno era el suicidio de un
matrimonio que vivía a la vuelta de su casa y la anotación decía: «a las 8.15 horas
p.m., el Jefe del Servicio Nocturno, Juan Ortiz, encontró dos cadáveres en la calle
Sargento Aldea. Los cuerpos pertenecían a Jesús Eulogio Cortés de 37 años,
natural de Canela de Mincha y su esposa María Aurora Guerrero, de 29 años,
natural de Valparaíso. Para poner fin a sus días han utilizado dinamita, la que,
encontrándose ambos acostados, se supone que colocaron entre el estómago de
Jesús Eulogio y la espalda de la mujer, pues la explosión les destruyó a ambos las
partes indicadas». El otro era un informe similar a lo que le había ocurrido a ella en
la oficina Santa Ana. Éste tenía un título que decía: «Enamorados», y hablaba de
un hombre que él siempre veía venir a casa a consultar a su abuela sobre
cuestiones amorosas. Se trataba de un tipo bajito, vestido siempre de manera
elegante. «El carbón se hace y el cabrón nace», le oía decir a su abuela cuando el
hombre se iba. «A las 11.30 p.m. —decía el informe— se encontró en una ventana
del Hospital al individuo de nombre Pedro Américo Osorio Andrade, conversando
con la enfermera Alejandra Castillo, que es casada con el chino de la carbonería.
La susodicha enfermera se hallaba sin la toca y con la bata a medio desabrochar.
Osorio Andrade, trabaja en la maestranza y vive en la calle Lord Cochrane,
número 4».
Liria María, que lo ha oído en silencio, mordiéndose los labios murmura con
rabia que hasta los sentimientos quieren controlar estos gringos canallas. No les
basta con ser dueños del sudor de los trabajadores y amos de su tiempo. «Estos
desgraciados también quieren convertirse en dioses de sus pobres vidas
miserables», dice enronquecida.
Idilio Montano, que jamás la había oído hablar de ese modo en los siete
días y siete noches que lleva de conocerla, se da cuenta claramente que la
muchacha está forjada en la misma fragua de su madre. Y eso lo enamora aún
más.
De pronto, una gaviota blanquísima se posa en lo alto del pequeño
montículo de arena, a dos metros de ellos. Sus redondos ojillos parecen espiarlos
inquietos. Ella se la queda mirando con curiosidad. Él, risueño, dice que la gaviota
tiene el mismo modo de mirar, así de medio lado, de una pulpera bizca que
conoce en San Lorenzo. «Se llama Alamira Bellavista», dice. Ella sonríe, pero no
cree que se llame así. Y cuando ambos, tratando de acercarse a la gaviota,
haciéndole gracias con el abanico y llamándola por el nombre de Alamira, suben
gateando la pequeña duna, caen en la cuenta de que están completamente solos.
En toda la extensión de la playa no se ve un alma.
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Ambos se miran con aire de complicidad. Ahora sí pueden bañarse
libremente. Ella, entonces, luego de hacerse rogar un poco, le pide que se vuelva
un momento para sacarse el vestido y luego sale corriendo hacia el mar. Él se
desviste en dos tiempos y la sigue riendo y enredándose en los pantalones. Con el
agua a la cintura, ríen felices de la vida.
El mar entero es suyo. El cielo, la nubes, los cerros, todo les pertenece. Ella
en enaguas y él en camiseta y calzoncillos de tocuyo, juegan a tirarse agua
alegremente. Se empujan, se abrazan, no paran de reír. En un instante, mirándose
intensamente a los ojos, sienten que ya no pueden esperar más tiempo y se ciñen
en un largo beso inmensurable. Sus labios saben a toda el agua del mar, a toda la
sal del universo. Se sienten felices. El mundo es sólo de ellos. Extenuados de
dicha, él la alza en los brazos y, sin dejar de besarla, la deposita suavemente en la
orilla. Y allí, donde la playa no es agua ni arena sino una delgada lámina de cielo
transparente, comienzan a amarse, tiernos, gozosos, febriles. Para ambos es la
primera vez; para ambos es un milagro, una epifanía, una celebración. El mar
entero es un santuario y ellos los sacerdotes oficiando la misa. Ella llora de amor.
Él parece morir de felicidad.
Después, tendida de cara al cielo, temblando aún de amor, Liria María yace
como si toda la languidez del mundo se hubiese alojado en su cuerpo de niña.
Con la popelina de la enagua pegada a su piel blanquísima, besada apenas por el
mar, tiene en su cuerpo el gesto de una sirena desmayada. Él, con toda la luz de
la tarde convergiendo en sus ojos negros, la contempla en silencio. En esos
momentos su corazón es un frágil volantín en vuelo sostenido por la pura brisa del
amor de aquella niña tan dulce. Y se lo dice. Ella lo mira y piensa que la pasión le
ha agregado más carbón a sus ojos negros. Como nunca antes habían amado,
cada caricia y cada una de sus palabras de amor les resulta un descubrimiento
nuevo, un asombro, una maravilla. Ellos dicen sol y el sol es el amor; dicen arena,
y cada grano de arena se preña de amor, y al nombrar el amor la luz del día se
repliega como una pantera encandilada.
Y cuando, embellecidos, fulgentes, pulidos sus cuerpos por el agua, de
nuevo han comenzado a abrazarse y besarse, un fugaz silencio los cubre de
súbito. Un silencio tan hondo que pareciera que el mar se hubiese muerto de
golpe —no se oye ni el viento, ni las olas, ni las gaviotas—, un silencio universal
que dura apenas una milésima de segundo, porque, al instante, sin siquiera
alcanzar a despegar sus bocas, se empieza a oír un estruendo que les hace trizas
el clima del encanto y rompe en pedazos el aire de la tarde. «Las ametralladoras»,
susurra roncamente Idilio Montano. Liria María se pone de rodillas y se lo queda
mirando como fascinada. Luego, volviendo la vista a la ciudad, temblándole los
labios, exclama quedito:
—¡Diosito lindo, los están matando a todos!
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21
Eran las tres y cuarenta y ocho minutos de la tarde del sábado 21 de
diciembre —el viento del mar aún no comenzaba a correr en Iquique—, cuando el
general Roberto Silva Renard, desde lo alto de su cabalgadura blanca, bajó el
brazo dando la orden de fuego.
Al instante, el piquete del O'Higgins hizo su primera descarga hacia la
azotea de la escuela en donde, de pie frente a la plaza, rodeados de banderas y
estandartes, con la actitud serena de los que saben que luchan por algo justo,
permanecían unos treinta dirigentes del Comité Central. A la descarga de la
fusilería varios de ellos cayeron sobre el tumulto que cubría la puerta y las rejas
del patio exterior. Acto seguido, el general ordenó al piquete de la marinería sitiada
en la esquina de la calle Latorre, que disparara justamente hacia el frontis del local
en donde se amontonaba el grueso de los huelguistas más arrebatados y
bulliciosos. Era tal la confianza nuestra y la de toda la gente respecto de que el
ejército chileno jamás cometería el crimen de disparar sus armas sobre
compatriotas indefensos, que mientras los de adelante, muchos con el cigarrillo
humeante en los labios, caían perforados por los tiros de los fusileros, los de más
atrás gritaban a voz en cuello, convencidos sinceramente de sus palabras, que no
había de que asustarse, hermanitos, que sólo eran balas de fogueo. Sin embargo,
los que vimos caer acribillados junto a nosotros a los primeros compañeros de
trabajo, a los amigos de toda la vida o a nuestros propios familiares, y que
espantados por la visión tratamos de desbandarnos en oleadas hacia las calles
laterales, fuimos obligados por la tropa que rodeaba el lugar, a punta de lanza y
disparos de fusiles, a volver al centro de la plaza en donde la confusión era
infernal. Pero las descargas de los fusileros eran sólo el prefacio, el preludio de la
sinfonía terrible que las ametralladoras, con puntería fija hacia el balcón del
Comité Central, comenzaron a entonar enseguida en el anfiteatro de la plaza
Montt. Al barrido de su martilleo tronante, otros tantos cuerpos de dirigentes
cayeron sobre la multitud produciendo un arremolinamiento tal que, de pronto, sin
tener hacia donde correr, nos vimos empujados en torrente hacia el lugar mismo
en donde estaban emplazados esos armatostes del demonio vomitando sus
sonámbulos fogonazos de muerte. Luego de una segunda barrida hacia el balcón
central, las ametralladoras modificaron su alza, bajaron sus bocas de fuego en
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dirección a la masa de gente que rebasaba el frontis de la escuela y, sin ninguna
conmiseración por niños y mujeres, comenzaron a rugir su balacera mortal. Una
carnicería inconcebible comenzó entonces a producirse entre los huelguistas y la
gente que se había quedado a ver en qué terminaba ese frangollo de los
pampinos y las vendedoras ambulantes que, seguras como todo el mundo de que
nunca se llegaría a disparar, se quedaron instaladas tranquilamente en la plaza
ofreciendo su mercancía. La sangre de las primeras decenas de muertos
cercenados por la metralla comenzó a formar rojos charcos humeantes que se
sumían oscuramente en la tierra e impregnaban el aire de un denso olor ardiente.
Como ya no cupo ninguna duda de que se trataba de una matanza sin cuartel, la
gente comenzó a gritar afligida que izaran banderas blancas, hermanitos; que
alzaran banderas blancas, carajo. Y varias decenas de trapos, pañuelos y cotonas
de trabajo, algunas ya manchadas de sangre, emergieron entre la multitud,
agitadas desesperadamente como señales de rendición. Pero en el fragor y la
confusión de la masacre nadie hizo caso de ellas y las ametralladoras siguieron
vomitando su mortífero fuego implacable. Ante las oleadas de muerte,
seguramente el general se había sumido en esa especie de fascinación que se
produce al contemplar el flamear de las llamas de una fogata. Y en tanto el
martilleo ensordecedor de las ametralladoras seguía resonando como dentro de la
caja de nuestros propios cráneos, la fusilería no dejaba de disparar fuego
graneado en dirección a la gente arranchada en la carpa del circo y sobre los que
tratábamos de huir de la línea de fuego. La ardua luz del día y el polvo levantado
por el torbellino de la multitud enloquecida hacían aparecer todo el cuadro como
una alucinante escena de horror. Envueltos en una confusión espantosa, sin hallar
por donde ni para donde huir de las balas, nos replegamos de nuevo hacia las
puertas de la escuela en donde se produjo un impresionante remolino humano,
pues al mismo tiempo los miles de huelguistas apiñados en el primer patio
trataban de escapar en bocanada de la ratonera mortal en que éste se había
convertido.
Al sonar la primera descarga de los fusileros hacia la azotea de la escuela,
Olegario Santana, junto a Gregoria Becerra, su hijo Juan de Dios y José Pintor,
ven a Domingo Domínguez, acompañado de algunos operarios jóvenes,
adelantarse hacia el lugar en donde está emplazado el general. Allí, frente al
uniformado, abriéndose la camisa y mostrando el pecho desnudo, el barretero
grita a todo pulmón que aquí está mi corazón si quieren sangre obrera, carajos. Y
justo en el momento en que Olegario Santana se está diciendo: «Que hijo de puta
más loco», suena la segunda descarga del piquete de la marinería y, a través de
la batahola de gente congestionada, el calichero ve caer muerto a su amigo del
alma y a los hombres que lo acompañaban. Con los ojos humedecidos de golpe,
justo en el momento en que comienzan a disparar las ametralladoras, le grita a
Gregoria Becerra que se tire al suelo con su hijo. Pero en medio del griterío de la
gente, la trifulca de la caballería y el estruendo ensordecedor de las balas, nadie
oye nada. Cuando se apresta a agarrar a ambos por las espaldas y empujarlos al
suelo, una bala de fusil le muerde el hombro y lo hace tambalear y caer de rodillas
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y luego rodar por el suelo entre el barullo de gente despavorida. Olegario Santana
quiere quedarse tendido ahí para siempre, olvidarse de todo y ponerse a dormir en
posición fetal junto al cadáver de un hombre con el vientre perforado que lo mira
con sus pavorosos ojos en blanco, pero comienza a ser pisoteado por la turba que
se arremolina enloquecida a su alrededor y trata desesperadamente de pararse
para no morir aplastado. En el momento en que a duras penas ha logrado ponerse
de rodillas, las ametralladoras comienzan a rugir de nuevo, ahora apuntando sus
mortíferos cañones giratorios hacia ellos, y un montón de gente cae a su lado
aserruchada por los proyectiles. Desde el sitio donde yace arrodillado, como en
una visión de arrobo, el calichero ve caer atravesado por las balas al matrimonio
de la oficina Centro; ve caer a la mujer y, casi al unísono, al padre con su hijita
Pastoriza del Carmen apretada contra su pecho. En un gesto protector más allá de
lo humano, ve al hombre tratando de no soltar a la criatura de sus brazos mientras
va cayendo, ya muerto, a pocos metros de él. La niña queda sentada en la tierra,
incólume, rodeada de los brazos de su padre. Un abuelo de sombrero de paja
intenta recoger a la pequeña y una ráfaga de metralla le corta el cráneo a la altura
de la frente como una sierra atroz y su cuerpo cae junto a los esposos saltando en
terribles convulsiones. Como en una pesadilla sorda, Olegario Santana se ve
acercando a gatas hacia donde está Pastoriza del Carmen. La niña, sentada en el
suelo, con la corona dorada caída hacia atrás y su capita de Virgen manchada por
la sangre de sus padres, no llora ni grita ni hace ninguna clase de gestos; como en
un ámbito propio, todo lo que hace es mirar con sus ojitos abiertos hasta el delirio
y una expresión de horror inconmensurable macerada en su rostro moreno.
Cuando en medio de la balacera ya casi está por alcanzarla, alguien le cae encima
aplastándole la cara contra el suelo y, desde allí, a través del tierral y la
reverberación de la sangre caliente, alcanza a ver a una mujer de faldas
abolivianadas que recoge por los hombros a la niña y sale con ella corriendo,
protegiéndola con su propio cuerpo. Cuando Olegario Santana logra levantarse del
todo, una oleada de gente lo alza en vilo y lo deja aplastado contra las rejas del
frontis de la escuela. Allí, a dos metros, está Gregoria Becerra gritándole
desesperada a los dos amigos de la Confederación Perú-boliviana que por amor
de Dios le alcancen a su hijo que se le ha soltado de la mano por ese lado.
Luchando contra la fuerza del remolino humano, uno de los amigos logra rescatar
a Juan de Dios que se abraza de nuevo a su madre mirándola con una muda
expresión de alucinado. Gregoria Becerra, que al parecer no se ha dado cuenta de
que ha sido herida en un brazo, y que sangra profusamente, al ver a Olegario
Santana, le dice a gritos, con los ojos arrasados en llanto, que no puede creer que
esos hijos de mala madre los estén masacrando de esa manera. «Hay que
escapar por este lado», grita de pronto José Pintor apareciendo a la izquierda de
ellos con el rostro desencajado. Olegario Santana vuelve la cabeza y, consciente
de lo absurdo que resulta pensarlo, se fija en que el carretero no lleva ningún
palito entre los dientes. En medio de la confusión y el apretujamiento, sólo los
amigos confederados pueden echar a correr calle abajo detrás del carretero que,
saltando por entre la montonera de cuerpos caídos, gritando sus más obscenos
improperios de carretero, trata de atravesar hacia la calle Barros Arana. Pero
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antes de lograr salir del cerco, un lancero lo atraviesa a la altura del cuello y, José
Pintor, con el rostro congestionado, desarticulado como un muñeco, cae
desangrándose junto a otros cadáveres tirados cerca de un puesto de frutas en
donde las manzanas rojas desparramadas por el suelo se confunden con la
sangre. Casi al mismo tiempo, alcanzando ya la esquina, uno de los confederados
cae herido por una bala de fusil en la espalda. Su amigo se devuelve a recogerlo,
y con él sobre sus espaldas corre desesperadamente intentando atravesar por
entre los caballos de dos lanceros. Uno de ellos lo ve y en el momento en que
levanta su lanza para ensartar a los dos hombres juntos, su caballo cae fulminado
por una ráfaga de ametralladora. El obrero peruano, con su amigo agonizando
sobre sus hombros, bañado de su sangre, logra salir a la calle Barros Arana y
perderse hacia abajo, en dirección al conventillo El Obrero.
Resbalando en los charcos de sangre humeante, pasando por encima de
nuestros compañeros muertos —y de los que se hacían los muertos cobijándose
debajo de los cadáveres para, de ese horrendo modo, salvar sus vidas—, muchos
de los huelguistas seguíamos tratando de escapar por las calles laterales, pero
éramos repelidos sin piedad por los soldados que a punta de lanza y disparos de
fusil nos empujaban al centro de la masacre. En un instante las ráfagas acallaron
su ruido infernal y todos pensamos con alivio que el horror había terminado. Pero
era sólo que las ametralladoras, esos terribles armatostes que la mayoría de
nosotros no habíamos visto ni oído jamás antes en nuestra precaria vida de
salitreros, esas monstruosas armas que después supimos eran de fabricación
alemana, de diez cañones giratorios, con un alcance de 2.100 yardas y una
cadencia de tiro de 400 cartuchos por minuto, capaces de partir a un caballo por la
mitad, sólo estaban cambiando de posición y ahora giraban y apuntaban sus
bocas de fuego a la carpa del circo repleta sobre todo de niños y mujeres que
comenzaron a caer desde las graderías sobre la pista de aserrín, unos encima de
otros, cercenados por esos cartuchos pavorosos que, por la corta distancia de tiro,
atravesaban de hasta a seis cristianos a la vez antes de perforar también las
tablas de las casas más cercanas. En pleno fragor de la masacre, cuando el
remolino de la confusión nos llevaba a pasar cerca de donde estaba emplazado el
general, lo veíamos impávido sobre su corcel blanco, como cincelado a granito, sin
que le temblaran un ápice las puntas de sus mostachos retorcidos, contemplando
con sus fríos ojos de vidrio esa masacre despiadada, y acaso pensando que tal
vez la Historia lo iba a recordar en los libros póstumos como el gran vencedor de
«La Batalla de Iquique», como comenzarían a llamar al día siguiente, en los
círculos militares y de gobierno, a esa cobarde matanza de obreros indefensos.
En una de las pasadas frente a la carpa del circo, llevado casi en el aire por
el torrente de la multitud, tratando de encontrar a Gregoria Becerra que se le ha
vuelto a perder de vista, Olegario Santana ve al monito Bilibaldo, atado a su
cadenilla, chillando y saltando en torno al cadáver de la bailarina del circo. Lo ve
justo en el momento en que el animalito es alcanzado también por un proyectil y
queda tendido muerto junto a la muchacha, en una actitud de niño desvalido, con
su mameluco azul y su camiseta a rayas. «¡Hijos de puta!», rechina el calichero,
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mientras es devuelto por el torbellino de gente hacia el frontis de la escuela. De
pronto, por el lado del Consistorio Municipal, descubre a Gregoria Becerra y a su
hijo Juan de Dios arrastrados por el tumulto. Gritando sus nombres hasta
desgañitarse y luchando desesperadamente entre el hervidero de gente, trata de
llegar hasta ellos empujando y pisando por sobre las rumas de muertos
destrozados, ensangrentados completamente y algunos con sus pantalones
ensopados en mierda. De pronto, ya cerca de ellos, Gregoria Becerra gira la
cabeza como si lo hubiere oído llamarla. Y en el mismo instante en que ella lo mira
con una lucecita de alegría encendida en las pupilas, Olegario Santana, con un
horror inconcebible, ve como la mujer es alcanzada y barrida violentamente junto a
su hijo Juan de Dios por las últimas balas de la última ráfaga de ametralladora que
resuena en el aire ardiente y polvoroso de la plaza Montt. La imagen de Gregoria
Becerra alcanzada por la metralla, cayendo acribillada junto a su hijo, se le fija en
sus pupilas atónitas como una escena de alucinación que no termina nunca de
suceder, como si madre e hijo se demoraran en caer, se demoraran en caer, se
demoraran infinitamente en caer y quedar en el suelo amontonados junto a los
millares de muertos cuya sangre ya había comenzado a correr como un torrente
sin contención por las pendientes de las calles de tierra.
El responsable de que se acallaran las ametralladoras había sido el vicario
apostólico Martín Rücker. El religioso, horrorizado por la masacre, logró meterse al
centro de la plaza y, entre el polvo, el humo de la metralla y la confusión de la
gente, recogió una guagua muerta sobre el pecho de una mujer —los cartuchos
habían atravesado a ambas—, y corrió con ella a plantarse frente al general. «Por
el amor de Dios, termine usted con esta carnicería», le gritó arrodillándose ante su
caballo blanco. El general lo miró como despertando de un estado de hipnosis
profunda y se lo quedó viendo con una fijeza ausente. La mirada vesánica de sus
ojos claros tenía el brillo asonambulado de los ojos de los peces. «Si tiene sed de
sangre chilena, aquí tiene la mía», lo increpó el vicario, abriéndose la sotana por el
pecho. Los mostachos engomados del general de brigada parecieron temblar
tenuemente cuando, sin quitar la vista del hombre que lloraba arrodillado ante él,
alzó la mano para detener el fuego. Habían transcurrido cuatro minutos y veinte
segundos eternos.
Al acallarse el tableteo de las ametralladoras, en la plaza sembrada de
cuerpos caídos —y de algunos cadáveres de caballos alcanzados por las
metralla—, el silencio pareció cósmico. Después, poco a poco, se fue comenzando
a oír el llanto de las mujeres, los estertores de los moribundos y los gritos
desgarradores de los hombres heridos mortalmente, pidiendo por piedad que los
terminaran de matar de una vez por todas. Entre esos gritos de dolor se elevaba
por sobre todos el de un obrero agonizante clamando entre sollozos, en un
marcado acento español, que su nombre era Manuel Vaca y que por favor le
avisaran a su hermano Antonio para que viniera a vengar su muerte. Seis años
después supimos que el hermano había cruzado la cordillera a pie desde
Argentina, donde se hallaba trabajando, para atentar contra la vida del general
fratricida. Y aunque fue un intento frustrado, logró herirlo varias veces con una
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pequeña daga. Una de las heridas le comprometió el ojo izquierdo y el militar se
vio obligado a usar un parche de pirata por el resto de sus días. Que al verse
manchado de sangre, contaban los testigos oculares del hecho, el general, tan
arrogante en la matanza de Iquique, lloraba como un perrito nuevo acurrucado en
el suelo.
Al terminar el tableteo de las ametralladoras, a pesar de los quejidos, el
llanto y el impotente blasfemar de los obreros; a pesar de los gritos destemplados
de la soldadesca y del galopar feroz de los lanceros por sobre los obreros caídos,
a Olegario Santana le parece no oír nada en el mundo, ningún ruido, ni el más
mínimo sonido, como si tuviese los oídos taponados de algodón. La única
sensación que siente es el olor a sangre mezclado con el hedor ácido de la
pólvora. Cuando logra recuperarse de esa especie de estado alucinatorio, corre
desesperado hacia el lugar en donde ha caído Gregoria Becerra junto a su hijo.
Ahí, sin poder contener las lágrimas, sólo alcanza a cerrarle piadosamente los ojos
a la mujer y acariciarle las mejillas al niño antes de ser atropellado por la caballería
que, en una carga desaforada, se ha lanzado hacia el centro de la plaza
acaballando a los sobrevivientes y obligándolos a rejuntarse por el lado de la calle
Barros Arana. Mientras tanto, la infantería entra por las puertas laterales de la
escuela rematando brutalmente a los heridos de muerte que colman las entradas
del recinto descargando sus lanzas sobre hombres y mujeres indefensos que con
las manos en alto o agitando trapos blancos no paran de llorar y pedir
misericordia, por el amor de Dios.
Una vez tomada y desalojada la escuela, comenzó el penoso arreo hacia
los recintos del hipódromo. Entre dos filas de soldados, los huelguistas
sobrevivientes caminaban cargando lastimosamente a algún compañero herido, o
consolando a las mujeres y a los niños que no paraban de llorar. Sin embargo, la
mayoría marchábamos en silencio, con los puños apretados y haciendo crujir los
dientes de impotencia. Mientras avanzábamos, varios de los obreros heridos,
algunos con sus miembros cercenados o sus visceras afirmadas a dos manos,
golpeaban desesperados a las puertas de las casas a lo largo de la calle, pidiendo
cobijo. Pero las casas se hallaban cerradas con trancas y sus moradores parecían
haberse esfumado. Sólo al llegar al conventillo 198, algunos heridos lograron
burlar a los soldados y esconderse en las habitaciones cuyas puertas se abrieron
para acogerlos. En ese conventillo se encontró después a media docena de
muertos y una veintena de heridos que habían sido cuidados solidariamente por
sus moradores, que era gente de la más pobre de la ciudad.
Más adelante, en la confusión de la marcha, otros obreros lograron
escabullirse de la procesión y asilarse en algunas casas particulares. Pero muchos
fueron muertos despiadadamente en el intento. Un huelguista herido en una
pierna, que camina cerca de Olegario Santana, en la esquina de la calle Bulnes
trata de desviarse del camino, pero es visto por un soldado de la caballería, quien,
enristrando su lanza adornada con una banderola chilena, corre hacia él y se la
hunde sin piedad por la espalda. Más allá, un operario boliviano que también
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quiere huir, es muerto de un lanzazo en la nuca y el sombrero le queda ensartado
grotescamente en la lanza. Mientras Olegario Santana camina en el
apretujamiento tratando de amarrarse el pañuelo en la herida del hombro, y
pensando que todo eso no puede ser real, un hombre joven que camina a su lado
se ofrece a ayudarle. Mientras le ata el pañuelo, el hombre comienza a hablar
diciéndole que hay que grabarse firme en la mollera cada detalle de lo que está
sucediendo; estarcirlo a fuego en la memoria. Que después los mandamases van
a querer echar tierra sobre esta masacre horrenda, pero ahí estarán ellos
entonces para contársela a sus hijos y a los hijos de sus hijos, para que éstos a su
vez se lo transmitan a las nuevas generaciones. «Esto lo tiene que saber el mundo
entero, compañerito», dice conmocionado el hombre. Olegario Santana, sólo
porque le capta una nobleza franca en la voz, y nada más que por decir algo, le
pregunta cómo se llama.
—José Santos Elizondo —responde el hombre—. Soy miembro de la
Mancomunal Obrera de Caleta Buena.
Al llegar al recinto del Hipódromo, los soldados ordenan a todo el mundo
ponerse de rodillas y con las manos en la nuca, y comienzan a registrar uno a uno
a los huelguistas. Mientras Olegario Santana, arrodillado, espera su turno, se da
cuenta de que no tiene su corvo. Cuando se está diciendo que seguramente se le
ha caído en la trifulca de la escuela, alguien, de un manotazo, le saca su viejo
sombrero de pita y se lo cambia por uno de paja. «Es para el compañero
presidente», oye que le dicen. Entonces, a dos pasos de él, ve a José Brigg
rodeado de una decena de operarios que tratan de ocultarlo. Con una pierna
destrozada por la metralla, el presidente del Comité Central se está recortando los
grandes mostachos con un trozo de vidrio, mientras otros le cortan apuradamente
su melena colorina. Después le ponen ropa de trabajo, le ciñen su ruinoso
sombrero y le pasan una cachimba de corcho que lo deja convertido en un
verdadero michicuma. Diecinueve días después se supo que el presidente del
Comité Central había desembarcado en el puerto del Callao a bordo del vapor
Mapocho junto a otros setenta y ocho huelguistas.
A nadie en el hipódromo se le encontró ningún arma, salvo algunas navajas
de afeitar y un par de cortaplumas con cachas de hueso —lo mismo había
ocurrido en la escuela: tras un prolijo registro buscando las carabinas, los rifles
recortados, los revólveres y los cartuchos de dinamita que los gringos habían
hecho creer que teníamos en nuestro poder, apenas habían hallado un par de
revólveres sin señales de haber sido usados—. Después de la revisión, rodeados
por la caballería y la infantería, fuimos arracimados como animales frente a las
tribunas, mientras se asentaban frente a nosotros las temibles baterías de
ametralladoras. Ahí pasamos todo el resto del día de rodillas, sin beber agua ni
probar bocado. Durante la noche el general hizo fusilar a varios obreros de los que
se sabía o sospechaba que eran dirigentes, y a algunos marinos que en la escuela
habían sido sorprendidos disparando al aire. Después ordenó dividirnos en tres
grupos: los que laborábamos en las salitreras del sur, los que pertenecíamos a las
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del norte y los huelguistas de los gremios de Iquique. Éstos últimos fueron
entregados a la policía de la ciudad, mientras a los pampinos se nos ordenó
avanzar hacia las cuestas de los cerros por donde pasaba la línea férrea. Allí ya
estaban llegando los convoyes con carros planos y rejas de cargar ganado que
nos llevarían a la pampa. Esto decepcionó a muchos obreros que, pensando
seríamos embarcados en la estación ferroviaria, y que no querían irse sin antes
hallar a sus familiares desaparecidos, habían planeado escapar a su paso por las
calles de la ciudad. A un gran número de estos obreros, que en los cerros trataron
de resistirse al embarque, se les obligó disparándole en las piernas y dando
muerte a algunos de ellos.
Sin embargo, en la subida hacia los cerros, y aprovechando la oscuridad,
muchos consiguieron escapar. Olegario Santana es uno de ellos. Al pasar cerca
de los estanques de agua logra eludir la vigilancia y, arrastrándose junto a otros
obreros, se esconde en una pequeña hondonada. Después de unas horas, casi al
alba, logra salir de su escondite y, arrastrándose por los arenales, comienza a
retornar a la ciudad. Tiene que encontrar a Liria María; tiene que contarle lo que
ha pasado con su madre y con su hermano. Además, en memoria de Gregoria
Becerra, siente que de alguna manera tiene que ayudar a la niña. Eludiendo el
paso intermitente de las patrullas, Olegario Santana se interna en las calles
desiertas. La ciudad le parece muerta. Al pasar, agazapado, por el frente de la
escuela Santa María, se da cuenta de que no queda ningún rastro de la
inmolación, ni el más leve indicio. Todo ha sido barrido, limpiado y desmanchado
prolijamente. Sólo atestiguan la matanza las tablas agujereadas por las balas y el
aire impregnado de ese olor a rosas azumagadas de la sangre. Después los
agujeros de balas serían tapados meticulosamente con masilla, pero el olor de la
sangre de los muertos no pudieron erradicarlo con nada.
Cuando ya está clareando en el cielo, Olegario Santana, exánime, con la
ropa sucia de tierra y sangre, llega al burdel de Yolanda. Sulfurado de impotencia,
aún le parece flotar en la nebulosa de una pesadilla. Ni siquiera en la guerra había
visto tanta perversidad junta. Al abrir la puertita azul y ver su facha de aparecido,
el niño Doralizo, envuelto en una delicada bata de seda, se persigna
aparatosamente.
—¡Ángela María, si están llegando todos aquí! —exclama excitado de
miedo.
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El lunes 23 de diciembre, dos días después de la matanza, las calles
centrales de Iquique, silenciosas y casi desiertas, todavía rezumaban olor a
sangre. «El aire huele a rosas marchitas», decían los pasajeros que
desembarcaban en el puerto esa mañana.
Hasta los paseos más concurridos de la ciudad, aún a mediodía de ese
lunes convaleciente, se veían vacíos y tristes, y sólo a las puertas de algunos
consulados acudían silenciosos grupos de gente. Se trataba principalmente de
obreros extranjeros que pedían ser repatriados y de chilenos que solicitaban asilo
y carta de ciudadanía. El único consulado que había cerrado sus puertas a la
gente era el de Estados Unidos. En los días previos a la masacre, el cónsul había
estado pidiendo insistentemente a su gobierno, a través de telegramas cifrados,
que enviara a Iquique a los buques de guerra de la marina norteamericana —el
«Washington» y el «Tennessee»—, fondeados por esos días en el puerto del
Callao. «Esto —decía en uno de los telegramas el gringo amajamado—, para
proteger a los ciudadanos extranjeros, pues los huelguistas han amenazado
incendiar la ciudad completamente, lo que sería muy fácil ya que todos los
edificios son de madera y muy seca».
De la misma manera, en las redacciones de los diarios, congregaciones de
mujeres llorosas y enlutadas aguardaban noticias de sus desaparecidos. El drama
de estas mujeres pampinas era que muchas de ellas no sabían realmente si eran
o no viudas, pues nunca vieron el cuerpo sin vida de sus maridos ametrallados. Y
es que la mayoría de los muertos caídos en la escuela esa tarde de sangre fueron
llevados desde allí, sin reconocimiento alguno, directamente a las fosas comunes
del cementerio. Y en el cementerio tampoco se exigió el pase respectivo con los
datos prescritos. Esperanzadas entonces de encontrar con vida a algunos de sus
familiares —se sabía que muchos huelguistas heridos habían logrado
esconderse—, estas esposas, madres y hermanas estaban publicando avisos en
los diarios pidiendo noticias de sus desaparecidos, describiéndolos con una
prolijidad conmovedora. Había avisos en que, además de las facciones del rostro,
el color de la piel, la hechura de la ropa, el modo de caminar y el número de
lunares, se describía también el tono de voz de la persona buscada, por si alguien
en alguna parte lograba reconocerla de oído. Y, por el amor de Dios —se
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terminaba rogando en todos los avisos— cualquier dato fuera entregado a las
mismas redacciones de los diarios. Pues la mayoría de estas mujeres no tenía
domicilio en la ciudad y lo que hacían era vagar todo el día por las calles
preguntando en las casas, buscando en los conventillos, rastreando en las
quebradas de los cerros y en los roqueríos de la playa en donde ya se habían
encontrado varios huelguistas muertos.
En las afueras del diario «La Patria», entre un grupo de personas que
esperan amontonadas, Olegario Santana, sentado en la vereda, se fuma un
cigarro tras otro. Esa mañana había visto en el diario los avisos de personas
buscadas y pensó que aquella era la única forma de dar con el paradero de Liria
María y el herramentero. Recién afeitado, con camisa y pantalón nuevo, pero con
su mismo paletó negro —Yolanda lo había limpiado y le había zurcido la
rasgadura de bala a la altura del hombro—, ese día Olegario Santana se atrevió a
salir del burdel pese a los ruegos de la prostituta. «Lo pueden apresar allá afuera,
cielito», le había repetido la mujer de los ojos amarillos, mientras le curaba la
herida con permanganato, que en la casa se usaba para curar las infecciones del
amor y que era lo único que tenía a mano.
Ahora, mientras fuma en la acera, ensimismado, con el corvo bien
escondido bajo la faja —no lo había perdido en la confusión de la masacre, sino
que se le había quedado en el cuarto del burdel— el calichero se pregunta si será
o no una buena idea poner en el aviso que la niña buscada se parece a la mujer
de los cigarrillos Yolanda. De pronto, el corazón le da un martillazo en el pecho:
por el medio de la calle, caminado hacia él, viene Idilio Montano en persona.
Los hombres se abrazan emocionados. Atropellándosele las palabras, Idilio
Montano quiere saber cómo logró salvarse de la matanza. Olegario Santana a su
vez, sin responder nada, le pregunta por Liria María, y si acaso saben lo ocurrido a
la madre y su hijo. Idilio Montano asiente con la cabeza. Que la joven, dentro de
su tristeza, le dice, está bien, y que se encuentran alojados en la casa de la familia
que les prestaba el baño, en donde hay refugiados seis heridos. «En esa casa ya
hemos visto morir a dos personas», dice condolido el herramentero. Ellos estarán
ahí hasta que consigan pasajes en algún vapor que los lleve al sur. Liria María
quiere volver a Talca, y él la acompañará. «Allá en su tierra natal —dice todo
aturullado Idilio Montano—, si Dios quiere, nos pensamos casar».
Olegario Santana le pide que lo lleve a verla. En el camino, el joven le
cuenta que esa tarde en la playa, al oír el trueno de las ametralladoras, habían
corrido como locos hasta la escuela, pero al llegar ya estaba todo consumado. El
cuadro que encontraron era de un horror indescriptible. Los pampinos
sobrevivientes estaban siendo arreados hacia el hipódromo y en el campo de la
plaza, en medio de un barrial de sangre y pirámides de muertos, se hallaba el
vicario Rücker y algunos médicos tratando de asistir a los cientos de heridos que,
abandonados como perros por el ejército, se morían retorciéndose y gritando de
dolor. Cuando hallaron los cuerpos de Gregoria Becerra y de Juan de Dios,
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prácticamente tuvieron que arrebatárselos a los carretoneros que ya habían
comenzado a llevarse a los muertos directamente al cementerio.
—En estos días me he enterado de que estos carajos ya tenían cavada una
fosa común —le interrumpe el calichero.
Idilio Montano prosigue diciéndole que las autoridades hicieron sepultar
ayer mismo a las decenas de muertos que alcanzaron a ser rescatados por los
deudos. Y le cuenta emocionado que además de la madre de Liria María y de su
hermano Juan de Dios, también sepultaron al carretero José Pintor.
—Lo reconocimos justo cuando lo estaban cargando en una de las carretas
—le dice—. Y sólo gracias a la intervención del vicario apostólico su cuerpo nos
fue entregado por la policía del aseo.
—Las cosas de la vida —murmura Olegario Santana—. Si José Pintor
supiera que un cura le tendió la última mano.
—Da la impresión de que los carretones municipales estaban esperando en
una calle próxima —dice roncamente Idilio Montano—. Pues apenas se llevaron a
los huelguistas sobrevivientes al hipódromo, hicieron su entrada a la plaza y
comenzaron con el acarreo de los cuerpos hacia el cementerio, aprovechando la
soledad en que quedaron las calles.
Luego le cuenta que ese mismo día, ya de noche, se encontró con uno de
los mineros de la Confederación y que, éste, (además de contarle la muerte de su
amigo boliviano, le dijo también cómo habían visto morir a Domingo Domínguez.
«El pobre barretero debió ser uno de los primeros en ser acarreados a la fosa
común», dice compungido Idilio Montano. Pues al día siguiente, muy de mañana,
él había ido personalmente al hospital en donde, gracias a la intervención de
algunos médicos civiles, cerca de cien cuerpos alcanzaron a ser trasladados para
que fueran reconocidos por sus familiares, y no encontró por ningún lado el
cadáver de don Domingo.
—Domingo Domínguez está vivo —dice Olegario Santana.
Ante la sorpresa de Idilio Montano, el calichero le dice que su amigo se
encuentra vivito y coleando, y que lo único que tiene es un pedazo menos de oreja
y un par de costillas rotas por los pisotones de los caballos. Además de haber
perdido su dentadura postiza. «De nuevo le funcionó su famosa buena estrella»,
dice sonriendo tristemente Olegario Santana. Y mientras Idilio Montano lo escucha
con la boca abierta, le cuenta sobre su propia huida del hipódromo aquella noche,
y de cómo, al llegar al burdel de Yolanda se halló con la sorpresa tremenda de ver
a su amigo sentado en una cama, con las piernas recogidas y mirando al vacío. La
bala de fusil sólo le había rozado la sien y arrancado la mitad de la oreja derecha,
pero al quedar tirado en el suelo, sin sentido y en medio de un gran charco de
sangre, había hecho que lo dieran por muerto. Lo único que recuerda, dice, es
que, de pronto, despertó gritando de dolor al sentir que alguien le estaba cortando
el dedo donde llevaba su anillo de oro. Al darse cuenta de que estaba en una
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carreta llena de cadáveres, y ya traspasando las puertas del cementerio, por poco
se muere de verdad ahí mismo. Dice que el policía que le estaba rebanando el
dedo, ni siquiera se inmutó cuando él volvió en sí y saltó de la carreta y salió
huyendo como alma que se lleva el diablo. El hijo de puta continuó tranquilamente
revisando a los demás muertos, desvalijándolos de sus billeteras, relojes y anillos.
«Y eso —dice oscuramente Olegario Santana— confirma la bulla de que muchos
huelguistas fueron sepultados vivos».
—Y sabe qué, don Olegario —dice conmocionado el herramentero—,
nuestro amigo no fue el único en salvarse de ser enterrado en vida. En la ciudad
se cuenta de otros tantos que escaparon desde el borde mismo de la fosa, en
cuyo fondo dicen que vieron un revoltijo pavoroso de cuerpos de hombres,
mujeres y niños. Dicen que algunos perdieron la razón.
En la casa, en una vasta habitación interior, sin ventanas a la calle, entre
heridos tirados en el piso y otros acomodados sobre bancas, el calichero
encuentra a Liria María abanicando a una anciana herida en el corazón. La joven
parece como sumida en un nebuloso limbo de desamparo. Al ver vivo a Olegario
Santana, una llamita de alegría parece parpadearle en el rostro. Lo saluda con un
abrazo largo. «Yo sé, don Olegario, que usted quería a mi madre», le dice en un
sollozo entrecortado. Su tez blanca parece transparentarse por una palidez de
papel de arroz. Olegario Santana la abraza en silencio. Después, en la
conversación con los dueños de casa, éstos le cuentan a Olegario Santana que
ellos no son los únicos que han albergado a gente herida, que incluso una familia
de por ahí a la vuelta tiene escondido a un par de marineros de la «Esmeralda»
que no quisieron disparar y desertaron. Uno de los hijos mayores comenta que los
muertos suman millares. Que un carretonero conocido de la familia, asegura haber
hecho siete viajes con la carreta llena de cadáveres, y que eran más de diez los
carretones municipales. Dice que la fosa del cementerio se hizo pequeña y hubo
que abrir otra detrás del hospital. Y que eran varios los policías que habían sido
sorprendidos saqueando a los muertos, arrancándoles incluso sus dientes de oro.
Que al hospital llegaron cerca de doscientos heridos, algunos llevados en brazos o
en angarillas improvisadas por gente piadosa, y otros que ingresaron por sus
propios medios. Pero que la mayoría murió poco después. Así como otros habían
muerto en las casas donde buscaron asilo o tirados por ahí, a la intemperie. Pero
que también hubo muchos moribundos que se suicidaron con sus propios
cortaplumas, no tanto por no soportar el dolor de sus heridas, sino porque el
deseo de vivir se les había trocado en odio a la vida al ver que habían sido
ametrallados por los soldados de su propia patria.
—La muerte que más ha dolido en esta casa fue la de Pastoriza del
Carmen, la niñita vestida de Virgen —dice Idilio Montano con su expresión
ensombrecida.
—¿Que ocurrió con ella? —arruga el ceño Olegario Santana—. Yo vi
cuando una mujer la rescató de la matanza.
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—Ella fue una de las personas que murieron aquí —dice el hijo preceptor—.
Cuando la trajeron, la pequeña no hablaba y no recibía ni agua ni alimentos. Y
tampoco dormía. Lo único que hacía era mirar al vacío con sus ojitos negros
abiertos hasta el pavor. Hasta que ayer por la noche simplemente dejó de respirar
y se murió. Así, con sus ojitos abiertos. Yo creo que no quiso vivir nomás, pues no
tenía ni un rasguño. Hoy en la mañana la acabamos de sepultar envuelta en su
capita de Virgen y con su corona de cartón dorado.
—¿Sabrán estos hijos de perra la magnitud del crimen que han cometido?
—se pregunta tragando saliva el calichero.
—En el Club Inglés aún brindan con champaña por el éxito de la jornada —
dice Idilio Montano—. Celebran la masacre como una victoria guerrera.
Después, mientras toman el té, la señora de la casa dice que las
autoridades han dispuesto un vapor hacia el sur, pero que sólo darán pasajes
gratuitos a las viudas. No así a los hijos, ni a los hermanos ni a las madres de los
huelguistas muertos. Sólo a las viudas. Que el vicario apostólico está interviniendo
para que por los menos tomen en cuenta también a los heridos que quieren volver
a sus tierras. Olegario Santana, pensativo, apenas prueba el té. Más tarde, antes
de despedirse, se lleva a los jóvenes hacia un lado, extrae desde el forro de su
paletó tres fajos de billetes de los grandes y se los alarga.
—Esto es para que se embarquen hacia el sur —les dice.
Los jóvenes lo miran incrédulos.
—Son los ahorros de todos mis años en la pampa. Creo que con esto les
alcanza también para comprarse una parcelita.
Al ver las lágrimas en los ojos de los jóvenes y sentir la propia emoción
atragantándolo por dentro, el calichero se refugia en una de sus escasas salidas
de humor.
—Ahora ya saben por qué no me quitaba el paletó ni para dormir —dice
mostrando sus dientes nicotinosos.
—Pero este dinero significa el esfuerzo de toda su vida —le reprocha
sollozando Liria María.
—Ustedes lo necesitan más que yo —dice Olegario Santana—. En realidad
no sé para qué diantres estaba ahorrando tanto, si ya me quedan pocas vueltas en
la carretilla. Además, como diría seguramente la abuela sabihonda del jovencito
aquí presente: «La mortaja no lleva bolsillos».
Luego de despedirse de Liria María —«Mañana por la tarde subo a la
pampa junto a Domingo Domínguez»—, el calichero sale hasta la puerta
acompañado por Idilio Montano. Estrechados en un fuerte abrazo, los hombres se
despiden para siempre. Mirándolo firmemente a los ojos, Olegario Santana le pide
que cuide a la niña Liria.
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—Recuerda, como solía decir su madre, que las talquinas son muy buenas
esposas.
Idilio Montano asiente con la cabeza. En verdad no sabe qué decir.
—Además, eres un suertudo por partida doble.
—¿Por qué? —pregunta curioso Idilio Montano.
—Porque te quedas con una mujer que, además de talquina, es igualita a la
de los cigarrillos Yolanda, pues, carajo.
Contemplando la pampa desde el tren, Olegario Santana piensa en sus
amigos muertos. Ya atardece en el horizonte y desde las ventanillas del coche, las
sombras alargadas de las piedras le recuerdan las miles de personas marchando
a través del desierto; entre ellas, con su pañuelo en la cabeza y su andar altivo, le
parece ver la imagen de Gregoria Becerra, la única mujer que pudo haberle dado
lustre a su vida de paria. Acurrucado frente a él, envejecido hasta parecer su
propio espectro, Domingo Domínguez viaja con una expresión ausente en el rostro
(el calichero le cubre las piernas con una manta). Junto con la dentadura, su
amigo ha perdido todas las ganas de vivir. Parece un muerto en vida. Uno de los
miles de muertos vivientes que dejó la masacre.
Como esos mismos hombres que ahora viajan en el coche, que también se
han salvado de morir y que, igual que ellos, con el rostro contraído por la
humillación de una rebeldía en derrota, están aceptando el oprobio terrible de
volver a laborar para los mismos que favorecieron la masacre. Como los trenes
viajan con guardias militares, los obreros se van contando en voz baja lo que cada
uno vivió en la escuela. Algunos tuvieron la suerte de no poder asistir al mitin esa
tarde. Otros, aquellos que se salvaron de las balas y fueron arreados hasta el
hipódromo y luego embarcados en los trenes, cuentan que en la subida de los
cerros se fueron tirando del convoy en marcha, pues lo único que querían era
volver a la ciudad a dar sepultura a sus seres caídos. Y los que se habían dejado
llevar hasta la pampa —pero que se devolvieron a Iquique al día siguiente—, dicen
que al llegar a las oficinas salitreras los obreros lloraban como niños abrazados a
sus familiares. «No queremos ser más chilenos, mamacita linda», gritaban los
hombrones. Y con los puños en alto escupían las mismas blasfemias y
maldiciones que escupimos los que caímos acribillados aquella tarde sangrienta;
los que con el pucho en la boca y la incredulidad pataleando en los ojos tuvimos
que morir para salvar el honor y el prestigio moral de los patrones; los que, en
medio de estertores, expiramos renegando de Dios y de la patria, y que en el
fondo de las fosas comunes de ese cementerio en donde fuimos enterrados como
perros —cuyo mayordomo recibió una gratificación de $ 300 por no pedir los
pases de rigor y mantener la boca cerrada—, aún seguimos revolcándonos y
despotricando en contra de la hipocresía con que se ha tratado de ocultar al país
los millares de muertos de esa carnicería a mansalva («Para llevar a la opinión
pública al terreno de las impresiones —se atrevió a decir en la Cámara de
Diputados el Ministro del Interior—, han inventando una novela en que juegan
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como resorte principal montones de cadáveres»). Sin embargo, los que caímos en
la escuela —junto a los que murieron después a causa de sus heridas, y a los que
se fueron muriendo con el tiempo, de pura tristeza—, sabemos bien que, aunque
se esgrima toda clase de pretextos para negar o justificar esta aniquilación feroz, y
los responsables pasen a convertirse en héroes patrios, y con el tiempo se llegue
a bautizar calles, plazas y regimientos con sus nombres, con el nombre del
general asesino —que ordenó hacer fuego sin tener nada que reprimir, sólo
impresionado por el agitar de las banderas y la gritería de la muchedumbre— y
con el nombre del presidente cómplice que lo premió enviándolo de agregado
militar a Alemania —«Ha cumplido usted con los deberes inherentes a su cargo en
forma que hace honor a su criterio y energía», le expresó solemnemente al
comunicarle su designación—; que aunque se eche mano a todo para olvidarnos
—incluso a la ignominia de levantar un monumento al capitalismo sobre la fosa en
que descansan nuestros huesos—, sabemos que nuestra muerte no será del todo
inútil, y que más tarde o más temprano será cantada y contada al mundo entero, y
el mundo entero sabrá que esta matanza perpetrada un 21 de diciembre de 1907,
en los recintos de la Escuela Santa María de la ciudad de Iquique, fue la más
infame atrocidad que recuerde la historia del proletariado universal.
Son las seis de la mañana. Luego de beber un tacho de té como único
desayuno —al llegar por la noche a San Lorenzo no había alcanzado a comprar
nada—, Olegario Santana acerca su rostro a la cocina y enciende su segundo
Yolanda del día (el primero se lo ha fumado en la cama y a oscuras). En pura
camiseta, acodado en las tablas desnudas de la mesa, espera a que claree el día
fumando parsimoniosamente, pero sin mirar el dibujo de la cajetilla. Ahora él es un
hombre entero; ahora tiene el rostro de una mujer de verdad para recordar por el
resto de su vida.
A las seis y media, ya vestido con su cotona de trabajo y sus pantalones de
diablo fuerte encallapados por los cuatro costados, se cala el sombrero, se cuelga
la botella de agua al hombro y sale tranqueando hacia la calichera. Afuera ya ha
amanecido. Apenas da algunos pasos en la calle, un ruido conocido le hace volver
la cabeza. Son los jotes que, al verlo, han levantado el vuelo al unísono desde el
techo de su casa. Olegario Santana se detiene ofuscado. Esos pajarracos ahora lo
encarajinan como el diantre. Siente deseos de insultarlos, de agarrarlos a
pedradas, pero se apacigua. Enciende entonces su tercer cigarrillo del día, exhala
el humo en un torvo gesto de resignación y continúa su camino hacia el cerro.
Arriba, tiznando la luz del cielo, los jotes lo siguen planeando en lentos
círculos sobre su cabeza.


Santa María de las flores negras, Hernan Rivera Letelier.

1 comentario:

Unknown dijo...

Wow! Es harto :D Saludos = )